Para Mercy,
la Pastora
Suena el despertador y
lo pienso dos veces antes de abrir los ojos, tratando de adivinar dónde estoy.
Quiero saber si me he trasladado durante el sueño, para evitarme decepciones. (A
falta de una palabra mejor he dado en llamar traslaciones a estos inexplicables
incidentes.) Tanteo a mi alrededor y respiro, aliviada: la suavidad del
colchón, la blandura de las almohadas, el aire acondicionado que me acaricia los
poros indican que estoy en mi cama. Aunque… ¿acaso la otra no es mi cama
también?
Despego los párpados y contemplo
mi cuarto con la claridad que me dejó la operación con láser, la que me
liberara hace dos años de los odiados espejuelos. Y recuerdo de pronto todo lo
que tengo pendiente: revisar la cámara oculta que debió filmar mis andanzas
durante el tiempo en que no estuve (o no estuvo mi espíritu) en ésta, mi casa
californiana. Y la cita con el psicólogo. Hoy me toca encontrarme con el Dr. Patterson,
que debe de considerarme uno de los bichos más raros que ha tratado en su larga
carrera de loquero profesional.
Lo bueno que tienen
estas traslaciones, si es que algo bueno tienen, es que me permiten apreciar mejor
mi cómoda existencia en este mundo. Este mundo es San Diego; el otro, al que
salto sin motivo aparente, es La Habana de mis calores, la que me vio nacer.
Camino descalza hasta el
baño, consciente de la suavidad de la alfombra en que se me hunden, deleitados,
los pies, y me detengo ante el espejo, donde se refleja una mujer de cuarenta
años que quiere parecer de treinta. Cabello con mechas doradas y largo hasta
los hombros, bata de seda blanca, aretes de brillantes y un rostro que todavía
conserva restos de la crema hidratante Estee Laudee con que me embadurné antes
de acostarme. Gracias al gimnasio al que acudo tres veces por semana y a los
menjunjes anticelulitis, luzco, si no una quinceañera, al menos juvenil.
Les tengo, sin embargo,
un miedo atroz a los espejos. A veces me ha ocurrido que dos imágenes se cruzan
en la luna de azogue. La de aquí y la de allá se superponen como fotos borrosas
y se taponan mutuamente. Por suerte no sucede hoy. El día comienza bien.
Me doy una ducha. La
lluvia tibia que me envuelve como un aura de protección me reconforta. Después voy
al jardín, donde tengo plantados tomates, albahaca, perejil y un montón de
flores que ponen una nota psicodélica sobre el césped recién podado. Compruebo
que la tierra todavía está húmeda, corto una rosa y la coloco en un florero del
comedor. Luego me dirijo al teléfono y escucho dos mensajes de Annette Foster y
de Janet Branch, agradeciéndome el tea
party que organicé ayer por la tarde y del que, por supuesto, no tengo el
más leve recuerdo.
Dennis, mi marido, ya
salió para su trabajo (yo soy ama
de casa, lo que aquí llaman homemaker).
Aunque no entiende este fregado de las traslaciones, la idea de que empezara a
verme con el Dr. Patterson fue de Dennis, lo único que se le ocurrió para
ayudarme. Y comprendo que, cualquiera que mire lo que sucede desde afuera,
concluirá objetivamente que tengo la azotea llena de guayabitos verdes, o los
cables cruzados, o un tornillo fuera de su lugar.
A Patterson intenté aclararle
el asunto con una referencia a La noche
boca arriba, pero este buen señor, que vivió en Argentina diez años y habla
un español bastante pasable, no conocía la obra. Así que no sirvió de nada
decirle que, como el personaje de Cortazar, me encuentro flotando entre dos
mundos, con la diferencia de que los míos coexisten en el tiempo y de que no me
estoy muriendo, que yo sepa. Por otro lado, mi problema no es de una noche:
hace más de diez años que vivo así.
Todo empezó en La
Habana. Es otra cosa que tengo que contarle a Patterson cuando nos veamos. Que
no se trata, como él piensa, de una reacción de nostalgia a la patria que dejé
atrás, de un ramalazo de añoranza que me hace imaginarme en la isla varias veces
cada la semana. No, las traslaciones comenzaron hace años, justo la noche en
que conocí (o que no conocí, según
como se mire) a Dennis.
Saco la cámara que he
ocultado en lo alto del librero (perfecta para el espionaje casero, tal como la
anuncian en SkyMall. Empiezo a bajar las imagines y voila… aquí estoy yo, la fecha es la de ayer a las diez
y media de la mañana. Me veo tomando el desayuno en la mesita de la cocina,
preparando el comedor para el tea party,
pidiéndole a Lety que por favor sacuda bien los forros de las sillas para que estas
gringas tan criticonas no salgan diciendo que qué cubana más cochina… Todas las
acciones son cien por ciento compatibles con mi personalidad habitual. Para
todo el que me conoce, sigo aquí durante mis traslaciones, y es tan solo mi
espíritu, mi alma, mi materia pensante, lo que vuelve a Cuba de contrabando.
El día de ayer se
desenvuelve en la pantalla: recibo a Janet y a Annette, les sirvo té, scones y mermelada. Comemos, hablamos
boberías, se termina el tea party,
llega Dennis, le doy un beso y en el Spanglish que hemos inventado como un
juego lingüístico de a dos me burlo de mis invitadas… Sigo mirando escenas
anodinas hasta que me doy cuenta de que se hace tarde para la consulta. Entonces
apago la computadora, escondo la cámara de video y saco el coche del garaje.
Por el camino hago nota
mental de pasar a la vuelta por la casilla de correos para ver si ha llegado mi
pasaporte cubano actualizado, que pedí hace seis meses. No es que tenga
intenciones de regresar a Cuba desde aquí (ya vuelvo lo bastante en mis
traslaciones) pero como el pasaporte antiguo se había vencido y una nunca sabe…
En fin.
...Doctor, perdone, pero
usted está equivocado. Aquí no se trata de morriña, ni ése es el camino. La
primera traslación me sucedió en Cuba, una tarde en que mi mejor amiga, Pastorita
Méndez, fue a buscarme para que la acompañara al Museo Napoleónico, a una
conferencia que iba a dar un profesor de la Universidad de California. Yo le
dije que no, que me dolía la cabeza y que no tenía ganas de oí hablar mierda.
Usted dispense, pero una charla de historia de Francia era lo que menos me interesaba
escuchar entonces. Estábamos en pleno periodo especial, en el año 94, y yo me
había pasado el día corriendo de un lado para otro y lidiando con los camellos (no,
no son animales de cuatro patas, sino vehículos de doce ruedas, una especie de
buses ensamblados), y estaba mal comida y mal vestida, y encima de eso venga un
tipo a hablar de revolución francesa, anda ya.
A mí la historia me fascina
y hasta me considero culta, no me interprete mal. Allá en Cuba enseñaba
literatura en la universidad y me gusta muchísimo leer, ya le he contado que
hasta cruzo la frontera a Tijuana todos los meses nada más que para buscar
libros en español. Pero en aquel momento, señor mío, con la panza vacía y el
cerebro calenturiento, no estaba la Magdalena para tafetanes ni una servidora
para charletas.
…¿Qué? No, esa tarde no
pasó nada más. Me quedé muy tranquila en casa (es decir, en el apartamento de
mi madre, allá en la Avenida Carlos III). Por la noche, sin embargo, soñé que
iba a la conferencia y conocía a un americano llamado Dennis Page, que primero
se ponía a hablar conmigo y luego me invitaba a cenar. Al Polinesio nada menos,
un restaurante donde hacen el mejor arroz frito de La Habana y un pollo a la
barbacoa para chuparse los dedos.
A la mañana siguiente no
me extrañó el haber soñado con comida, algo muy natural cuando una se acuesta
con el estómago vacío. Luego Pastorita me contó de la conferencia, lo divertida
que había sido y demás, pero todo quedó ahí, y en mi vida real, en mi vida
cubana, no volví a saber del conferencista y ni siquiera me enteré de cómo se
llamaba.
¿Pastorita? Ah, es mi
mejor amiga, vecina de Centro Habana con quien me escribo todavía. Mi socia le
mete en la misma costura a la santería, al espiritismo de cordón, a la teosofía
y trata de tú a tú a Madame Blavatsky. ¡A ella es a quien en justicia debían
pasarle estas rarezas, no a mí!
El caso fue que a partir
de ese día en que no fui a la
conferencia, mis sueños dejaron de ser como los sueños de otra gente, o los
míos hasta entonces. De secuencias normales y corrientes relacionadas con lo
cotidiano, o pesadillas, o vaguedades de esas que no se pueden describir
pasaron a convertirse en otra vida, en ésta, en la que el conferencista llamado
Dennis Page se enamoraba de mí y nos casábamos en La Habana y me traía a vivir
aquí a San Diego.
Conforme pasaban los años, el sueño
se hizo cada vez más complejo. Soñé que traía a mi madre (ahí por poco se me
convierte en pesadilla, hasta que la zumbé de cabeza para una nursing home) y que hacía nuevas
amistades y en fin, que me hallaba muy pancha en esta vida, en la que lo
conozco a usted, y estoy aquí. Dígame con franqueza: ¿estoy loca, Dr.
Patterson? ¿Usted cree que lo estoy?
—¡Que sí, carajo, que
estás más loca que una cabra! Mira que quedarte dormida en esa butaca, toda
encogida que pareces un garabato, en vez de irte a la cama anoche. Levántate de
una vez que llevas doce horas roncando y te vas a volver más anormal de lo que
eres.
Ésa es mi dulce madre,
madre que no es de vinagre aunque merecería serlo, halándome las piernas para
que me despierte. Abro los ojos miopes (porque aquí no me he hecho cirugía
láser), tanteo hasta encontrar los espejuelos y toco los muelles salientes del viejo
butacón donde me quedé aletargada anoche, y en el que he amanecido hoy. Y me
agobia, aun antes de poner los pies en las baldosas, el calor asfixiante de
esta mañana de mayo habanero. Camino hasta el baño perseguida por la voz ácida
de mi progenitora:
—Que te apures y bajes a
la bodega, ¡dale! Que me dijo Manina que ya llegó el pollo y si no corres se acaba
y comeremos mierda.
Mierda es lo que hay en
el inodoro, que tiene rota la cadena, y tampoco puedo usar el único cubo de
agua que nos queda para descargarlo. Me lavo a jarrazos con ese mismo cubo y me
miro de reojo en el espejo desazogado y roto que está encima del lavamanos. Desde
la luna turbia me contempla una mujer de cuarenta años que parece ya cerca de
la cincuentena: pelo castaño corto, con canas en las sienes, arrugas en las
comisuras de los labios y patas de gallina, que aquí no hay Restilene ni Botox,
ni crema Estee Laudee.
Todavía no he acabado de
secarme y ya se me ha cubierto el cuerpo entero de gotitas cálidas y salobres.
Me visto y bajo a la carnicería, donde me entero de que, en efecto, ya se
terminó el pollo.
—Vino muy poco, pero cuando
te toque la otra quincena entonces comes más —me dice el carnicero para
consolarme.
Sigo hasta la universidad.
Menos mal que me queda cerca porque aquí, desde luego, no tengo más coche que
el de San Fernando. La clase que debo impartir (literatura española
decimonónica) empieza a las once. Cuando llego, a las once y cuarto, ya no
quedan más de dos estudiantes, los
abelarditos de siempre, esperándome en el aula con paciencia benedictina. Los
despacho diciéndoles que me duele una muela y que tengo que ir al dentista, y
me escabullo.
Hasta aquí, el plan me va
saliendo bien. Un plan que empezó a cocérseme en la mente después de mi
consulta con Patterson ayer por la tarde.
—Sería bueno que
regresaras a tu antigua casa —me dijo—. Vuelve a encontrarte con tu ciudad, con
tu barrio, y así te darás cuenta de que no te dejaste a ti misma atrás, que ése
es el leitmotiv de esos sueños que te atormentan.
A
mí aquello me pareció una estupidez mayúscula, porque yo sé perfectamente que,
en mi vida de allá, no estoy aquí. (Parece un trabalenguas, pero no es así.) Yo
hablo con Pastorita a cada rato y ella me mantiene informada de los chismes del
barrio y si me hubiera visto por alguna parte, no habría dejado de
advertírmelo.
Después de la consulta
pasé por la nursing home a ver a mi
madre. Ella también sabe de las traslaciones pero allá no se atreve a llamarme
loca, Dios la libre. Que si se pone a joder mucho la mando a uno de esos asilos
de pobres que hay en Miami con una patada por el fondillo. La encontré
comiéndose unos tacos de pollo de Rubio´s y quejándose, por variar, de las
asistentas y de los ruidos que hacen los otros viejos por las noches. Puyas
disimuladas para que la lleve a vivir de nuevo conmigo pero forget it. El pobre Dennis, que nunca se
disgusta ni pierde la paciencia, me dijo un día: querida, tu madre is such a bitch. Un día se le ocurrió a
la doña meterse en nuestro cuarto y empezar a hocicar, Dennis se dio cuenta y
hasta ese día le llegó el amor a la suegra. Él mismo le buscó la nursing home y hasta me ayudó a
transportar sus trastos.
Dennis es un encanto,
pero no creo que haya muchos cortados por su molde. Aquí no me he casado
todavía, y me parece que ya no lo haré. En primer lugar, porque no he
encontrado quién cargue conmigo, y en segundo, porque a no ser que mi marido cuente
con un sitio adónde llevarme (algo poco probable en estos tiempos) tendríamos
que apencar con mi madre y eso sería suficiente para matar la más apasionada de
las relaciones carnales.
Pero volviendo a ayer, a
allá, al salir de la nursing home me
encontré en la casilla de correos el pasaporte y el visado que llevaba seis
meses esperando. Entonces pensé que era algo sincrónico el que Patterson me
hubiera hablado de regresar a Cuba y que me llegase, de improviso, la manera de
hacerlo. Algo sabría el hombre, que no estudió en Harvard por gusto. ¿Y si
tenía razón…?
Llamé ipso facto a una
agencia de viajes de Miami y reservé pasaje para hoy en un vuelo de Cubana. Después
tomé un avión, de San Diego a Miami. El boleto me costó mil trescientos dólares,
por ser de última hora, pero Dennis, tan comprensivo, dijo que valía la pena si
el viaje iba a curarme de esas pesadillas insólitas. Y hoy debo haber tomado
otro avión, vuelo Miami-La Habana, que aterrizará en el aeropuerto José Martí a
las dos de la tarde.
Voy hasta la parada de
la ruta 76 y me pongo en la fila. Esto es una locura, ya lo sé. Lo más probable
es que pase un calor de espanto en el bus y huela pestes de todos los colores
por una idea que no tiene pies ni cabeza, pero yo quiero hacerlo. Suena ridículo,
lo admito, pero me reconforta la idea de que voy para el aeropuerto… a
recibirme a mí.
A recibirme a mí, según
tengo entendido, no fue nadie. En primer lugar, porque nadie sabía de mi visita
a Cuba. Pastorita no tiene teléfono, sólo usa (a veces) el de una vecina de
malas pulgas, y me daba apuro llamarla para decirle que llegaría, literalmente,
de un día para otro. De modo que no recuerdo nada del viaje ni de cómo transcurrieron
mis primeras horas en La Habana, puesto que ese día me había tocado estar…
allá.
Calculo que tomé un taxi y le pedí
que me llevara al Hotel Habana Libre (o Habana Meliá, o como se llame ahora)
porque allí amanecí al día siguiente. Lo primero que hice fue volver a mi
barrio. Cuando pasé por frente al edificio donde viví con mi madre por más de veinticinco
años descubrí que estaba pintado de un color diferente al que veo cuando me
traslado. En nuestro apartamento se había aposentado una familia de veinte santiagueros
que, muy amables, me dejaron pasar y examinar el sitio, y a los que acabé regalándoles veinte dólares por la
molestia.
Luego
le di la gran sorpresa a Pastorita. Le expliqué de las traslaciones, cosa que
ya había insinuado por carta y por teléfono, en esta vida —en la otra tampoco
le había dado muchas explicaciones. Me dijo, seria, que aquello había que
investigarlo a fondo.
—Voy a consultar el caso con GuruBai,
un amigo que sabe más que yo de todas estas cosas, y ya verás que le
encontramos una solución.
Desafortunadamente,
GuruBai estaba en Pinar del Río, así que no nos fue posible hablar con él.
De los tres días que pasé en La
Habana, sólo estuve consciente uno, el segundo, así que me perdí la llegada y
la salida. Pastorita me acompañó a tomar el avión el tercer día. Según ella, a
quien llamé en cuanto me desperté aquí San Diego, aquel último día, en que yo no
era “yo,” me comporté normal… Por normal entiéndase que recordaba que me
sucedían las traslaciones, así como todo lo que habíamos hecho antes, y que
seguía intrigada por el misterio de mis sueños…
Ahora estoy en San Diego
sin haber aclarado más que un punto: la Cuba que visité en la vida real no es
la Cuba a donde me traslado por las noches. Big deal! Eso lo sabía yo sin necesidad de gastarme casi dos mil
dólares en el chiste.
El chiste fue el
regreso, en otro bus apestosísimo, después de que pasé dos horas plantada como
una estaca en el salón de espera del aeropuerto. El chiste fue que un viejo me
tocó las nalgas y yo, que ya venía furiosa, me volví y le menté la madre a boca
llena, ante una audiencia de cien pasajeros. ¡Descarado!
Y cómo no iba a estar
furiosa, tocamientos aparte. El vuelo de Miami llegó con retraso, y me pasé aquellas
dos horas cocinándome al fuego lento de la impaciencia y la ilusión. Al fin
salieron los pasajeros con sonrisas de cumpleaños y maletas de rueditas y
mochilas y paquetes de todas las formas y tamaños imaginables, pero la única
persona a la que yo esperaba jamás apareció. Así que me volví a la Avenida Carlos
III cansada, jodida y sin dinero para tomar un taxi. Porque el dinero sí que no
se traslada, mira que he hecho la prueba de dormir con un billetito de a veinte
en el bolsillo de la bata o entre los dedos de los pies, sin resultado alguno.
Cuando volví a amanecer aquí, fui a
ver a Pastorita y se lo conté todo. Ella, siguiendo la sugerencia que su otro
yo (porque todos tenemos dobles, y Dios sabe si triples) me había dado, se puso
en comunicación con GuruBai y éste concluyó que yo viajaba a un universo
paralelo. ¿Y había alguna posibilidad de contactar con ese otro universo y
encontrarme a mí misma en él, ya que no en éste? Pues sí, me aseguró, y la
mejor manera de establecer ese contacto era usar un espejo y un par de velas, a
la manera rosacruz.
Ahora me hace falta
encontrar las dos velas, a ver dónde las hay. Todo se dificulta, hasta
conseguir lo más mínimo: ése es el problema de estar aquí.
Estar aquí, estar allá… what´s the difference? He venido a
entender que los dos universos, o paraversos, como los llama GuruBai, se
encuentran conectados. Cuando hablé ayer con Pastorita (le dejé cincuenta
dólares para que pudiera pagarle a su vecina por mis llamadas a horas
intempestivas) ella me transmitió la sugerencia de su amigo de que usara dos
velas y un espejo, a la manera rosacruz.
Voy a Target y compro un
par de velas aromáticas, perfumadas con esencia de naranja. Dennis acaba de
regresar de la universidad y, como otras veces, me pregunta si no extraño el
contacto con los alumnos, si no quiero
volver a la enseñanza, que con gusto él me “apoyaría” mientras me preparo.
Gracias, le digo. Gracias, pero no.
Aunque revalidé mi licenciatura
al año de llegar, aquí tendría que estudiar para una maestría y probablemente
un doctorado si quisiera ingresar en la academia. Francamente, no tengo ganas.
Es tan fácil y cómodo ser sólo una homemaker,
alguien que no se interesa más que en plantar un jardín, comprarse ropas, hacer
tea parties para las amigas y, por
remate, dar viajes de gratis a otro paraverso. Bien mirado, ¿de qué me quejo?
Me asomo a escrutar las
nubes por si viene la lluvia. Porque el agua de tuberías no es igual a la que
cae del cielo, que pinta de verde el césped, que hace florecer a mis rosas y
enrojecer a mis tomates… Dennis me acompaña. En el fondo, sé que le agrada
tener una mujer tradicional, que le cocine, que le tenga la casa como taza de
oro y que le perfume las sábanas con lavanda.
¡Aleluya! Empieza a caer
un aguacero de esos que estremecen de vez en vez al sur de California, con
truenos y relámpagos. Corro a la casa y me siento detrás de la ventana, a mirar
la lluvia caer. Y así llega la noche, sin que amaine el chubasco, que se
convierte poco a poco en amago de tempestad. Dennis se acuesta, yo entro al
baño, cierro la puerta y me siento delante del espejo con una vela a cada lado.
Pero retumba el trueno y me estremezco. Tengo miedo. Mi abuela me enseñó que
cuando tronaba los espejos debían cubrirse con sabanas para no atraer los rayos.
¡Los rayos! Un poco
avergonzada de mi terror tercermundista, apago las velas, tomo una sábana del
clóset, cubro el espejo y me escurro despacio hasta la cama donde Dennis ya ha
empezado a roncar. Pa su escopeta. A mí me gusta mucho esta vidita
californiana, de la que disfruto a retazos, para ponerla en peligro. Más vale
prevenir que tener que lamentar.
—¡Más vale prevenir que
tener que lamentar! —proclama mi madre a grito pelado—. Ponte a comer basura
con esas velas a ver si quemas la casa y nos achicharras a las dos, idiota.
Son las dos y media de
la mañana. Debo haberme quedado dormida allá hace poco rato, un par de horas
tal vez. Me desperté de golpe, con un espasmo, por culpa de la lluvia que azota
los cristales del balcón y sacude los framboyanes cual si quisiera desgajarlos.
Me levanté, me puse los espejuelos y me encerré en el baño con las velas
mientras la otra despotricaba. Espero a que se calle para empezar mi
experimento porque con este escándalo no se concentra ni el propio Allan Kardec.
Mi otra yo, allá, tuvo
miedo. Yo no lo tengo aquí. Ella querrá cuidar su vidita californiana, pero mi
vidita cubana no es tan rica ni tan dulce para que me importe un comino preservarla.
Si nos cae un rayo y nos achicharra a las dos, como dice mi madre, poco se va a
perder.
Recuerdo uno por uno los
consejos de GuruBay: “enciende las dos velas, pon una a cada lado y con todas
las luces apagadas mírate a los ojos hasta que se empiece a difuminar tu imagen.
Esto es lo que se hace para reconectar con encarnaciones anteriores, pero apuesto
a que ahora lo que saldrá es tu encarnación en el otro paraverso. Tu otra yo
casada con Dennis, la que viajó a una Cuba que no es ésta, porque vive en una
California que no es la misma que tú y yo vemos, cuando la vemos, por la
televisión.”
Con las velas prendidas
me siento ante el espejo mientras escucho el llanto de la lluvia que se hace
trizas contra el pavimento. Me concentro y ya creo ver una cara no del todo
desconocida (mechas iluminadas, ojos con
menos arrugas, un cierto aire de juventud) cuando un estruendo horrísono
estremece el edificio hasta sus cimientos. Pasa un relámpago rojo y dorado por la
luna de azogue, zigzaguea como una culebra, se me llena de chispas el cerebro y
sólo tengo tiempo de preguntarme si habrá caído también, justo en este momento,
otro rayo en San Diego.