"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


7 de febrero de 2010

LA “GASOLINERA” (cuento), de Pedro Merino.


Pintora colombiana Patrizia Corzo
título: La Madonna
óleo sobre lienzo
1 m x 70 cms

: Pedro Merino                                                                

 I

No importa por qué necesitaba viajar. Lo cierto es que la mujer caminaba de prisa. El tren había fallado. La terminal de ómnibus quedaba muy lejos. Cargaba un maletín. A veces lo halaba y se impulsaba por el rodamiento. La tarde se tendía como una manta y se extendería por la noche mediante penumbras. Los postes de electricidad no alumbraban direccionalmente. Tan pronto había tres iluminados, a continuación se topaban diez o más apagados.
Aunque no estaba pesado el maletín, la mujer no podía aprovechar su juventud. Tiraba del asa. Al pasar los postes alumbrados, percibió a un hombre que le quería decir algo, como si estuviera herido. Pensó lo malo, pero su humanidad la detuvo. Parecía que sangraba. El dolor lo había dejado doblado en el césped. Los carros pasaban a más de noventa millas. Andaban como hormigas mecánicas. La carrera era cuerda, con la frialdad de la sin-importancia. Siguió caminando y miraba hacia atrás a cada rato. El hombre se había levantado y andaba, por momentos, como si nada le hubiera pasado. Después volvía a reponerse, y divagaba una pena audible.
La mujer recordó la vez que perdió el conocimiento. No sabía cuánta gente se asustó en el vehículo donde viajaba. Ella había caído al piso. El chofer se detuvo, había muchos pasajeros. La reconoció como si fuera un médico: Dónde te duele; ¿Aquí en el vientre? Era parecido al síndrome premenstrual. Cuando abrió los ojos estaba acostada en una sala de enfermos.
Miró al hombre que la seguía. Está borracho o no tiene nada, pensó. Activó el paso. Aseguró de no caerse en un bache. La oscuridad le imprimió desconfianza. Cerca de unos bancos, parecía haber alguien sentado. No lo miró. Se viró y le hizo señas a los autos. Ninguno paró.
De pronto el viento levantó al que estaba sentado. La mujer pasaba con el rabillo del ojo en alerta. Al mirar recto un brusco empujón la zarandeó: eran cajas de cartones abandonadas.
Cambió de manos para agarrar el maletín. Lo volvió a halar con miedo. Los carros rodaban con insensibles ganas. Nadie vagaba por su dirección. Pensó cruzar para interceptar a un transeúnte en sentido contrario. Hizo el intento. Aprovechó la distancia entre vehículos y cruzó la avenida. Miró a los lados y no divisó al hombre que la seguía. Dio media vuelta y observó que corría hacia ella. No tiene nada, repetía. Se detuvo para buscar en el maletín un arma blanca. Estaba en el fondo. El hombre le silbaba. Parecía llamarla descaradamente. Vio el cabo. En el extremo tenía ajustada una hoja de doble filo y la guardó en el abrigo.
La avenida se alumbraba más por los carros que por los postes. Todavía estaba atravesando la distancia afectada por la oscuridad. Quedaban seis o siete postes. Entre uno y otro los separaban cincuenta metros.
El viento le levantaba la saya. Le descubría los muslos, la zona que los hombres se vanaglorian de usurparla o poseerla a voluntad.
El hombre alardeó una carrera. La mujer, no tanto, pero corrió con pánico.
Comenzaba a gritar. Lloraba al final de los gritos. Le pedía a los santos y a las vírgenes; aunque era atea.
Se preparaba para el ataque. Apretó el cabo. La cuchilla de doble filo brillaba como los vidrios del pavimento a medio enterrar. A medida que el hombre se le acercaba, calculaba los
suines que se incrustarían en la carne. No importaba el lugar. A pocos metros no le distinguía el rostro. Parecía que lo cubría un horrible lunar, como salpicado de sangre. Son manchas, qué sé yo, decía. Era más alto que ella, cuando se detuvo de frente. Todavía no estaba a su alcance. No vio más que un solo ojo. Al acercársele, pensó que usaba una careta para que las víctimas no lo identificaran. Le hizo señas como los mudos, semejantes a gestos sexuales. Le vio la portañuela hinchada y se asustó aún más. Le gritó a los autos.
Le empezó un temblequeo. El nerviosismo le aceleró la huída. Los dientes le repiqueteaban al cerrar la boca. Podía morderse la lengua. Dejó caer la cuchilla. Soltó el maletín y corrió sin rumbo. Quería cruzar la avenida para llamar la atención. Todavía la oscuridad dominaba la distancia de los postes apagados. Los intervalos de luces por los carros hacían que la sombra del hombre la rozara o al revés.
El tráfico era más intenso; sin embargo, las velocidades eran estables porque la avenida comenzaba a mojarse. La temperatura bajaría unos grados.
La mujer se detuvo. Pensó internarse en una arboleda porque vio unas luces al fondo. El hombre volvió a doblarse ¿del dolor? Gesticulaba con las manos. Le hacía señas. Ella se sentía confundida otra vez y desconfió a pesar de los gritos que escuchaba, fueran o no, de él.
Caminó a paso doble. Imaginó las siluetas de dos personas detenidas en un jardincito. Se arriesgó a ir a su encuentro, aunque fueran hombres. No quería estar sola. Necesitaba conversar. Descargar los presentimientos. Andaba ligera, sin pensar en el maletín. A la espalda tenía ajustado un bolso. Mientras se acercaba, no le veía la cabeza: y no tienen pies,
agregaba. Luego comprendió que eran trapos tendidos en las plantas. Por encima del hombro contemplaba al hombre que corría hacia ella y reaccionó en segundos.
                                                                 
II

—Psss, ¡oiga! –llamó a un carro.
El chofer aminoró la velocidad y parqueó. Le abrió la puerta delantera.
La mujer corrió con las penúltimas fuerzas. No miraba hacia abajo ni a los lados sin saber que habían alcantarillas destapadas. No pensó en el maletín, ni en la cuchilla. El bolso le brincaba como los órganos. Balbuceaba palabras sin significados. Tres años después un psiquiatra le advertiría que las cuerdas vocales se le habían afectado: padecería de tartamudez.
El vehículo pertenecía a una corporación. El exterior era un paraíso móvil, con calefacción. Tenía los asientos plegables que adquirían la forma de una cama. Por la hora, la mujer pensó descansar. Pero el chofer, con acento servil e indumencia burguesa, le animaba a hablar.
―Los hombres, ay, yo sé que todos no son iguales. Pero me seguía.
―A lo mejor había sufrido un accidente. Yo he recogido a tipos así. El impacto es traumatizante.
El chofer se concentraba en los senos. Le fotografiaba el ombligo. Bajaba a los muslos y en cuanto ella lo miraba, sonreía. No le interrumpía. Había aprendido a escuchar a las “gasolineras”, alias que se les daba a las que paraban autos.
—A mí me gustan las “botellas”. Es verdá que ustedes nos tiran tremendo cabo.
—A ti cualquiera te pararía.
—Ay, menos mal que se puede conversar con alguien, porque casi todos creen que si una acepta un refresco o un dulce, que después tiene que acostarse.
—Cierto. Por eso es que yo las invito a un restaurant.
La mujer empezó a reírse. Descargaba la tensión de la noche. Adentro no lo parecía. Se acordó del maletín, pero estaba a salvo. A pesar de ser materialista, no lloró la pérdida de sus pertenencias, pues tenía para regalar. Supo de mujeres violadas que habían sido contagiadas de enfermedades sexuales. Que se había librado de ello. La calefacción le hizo respirar hasta por los poros, mientras la avenida de postes iluminados subyugaba en el viaje.
El chofer volvió a observarla. La vista se le calentaba. La saya en el asiento disminuía a una minifalda en pleno caminar. Un poco más y le vería el blúmer. Con la blusa ajustada, el escote absorbía la tibia atmósfera de la cabina. El abrigo lo había soltado en la carrera. Atrás, los asientos en filas harían una cama imperial.
—No sé por qué las mujeres como tú me inspiran...
La “gasolinera” le enseñó la mano izquierda: el anillo de compromiso lo frenó.
—A mí me gustan los amigos, creo en la amistad.
—Y la profunda –la pronunció con doble intención– amistad puede convertirse con el tiempo en amor eterno.
—Bueno...
Con la izquierda sostenía el timón. La tocó por el muslo y ella, entretenida, dio un brinco. Lo miró.
—¿No me dijiste que ibas pa La Habana?
—Adonde quieras –la miró excitado–. ¿No tenías sueño?
La mujer se asustó. Le había insinuado la c a m a.
Pensamientos rápidos, ideas precipitadas le obsesionaron. El chofer se había desviado de la hoja de ruta. Dobló por una carretera que conducía a un sembrado de cítricos. La mujer buscó en el bolso, que no había botado por el dinero y el carné, y halló una peineta. Se la metería por los ojos.
A medida que penetraba el campo, las ruedas hacían camino por un entresurco. Las piedras y los bajíos que generaban vaivenes, le desprendían la vista. Duplicaba imágenes. No sabía qué hacía por allí. Unos calambrazos desde los pies hasta el corazón le vibraban la voz. Los ojos húmedos le recordaron a la madre, los consejos de la adolescencia. Podía ceder ante el chofer. Lo veía limpio, diferente. Si le hacía resistencia le entraría a puñetazos.
Le miró al pantalón: el trozo viril emergía como un mástil. Distinguió los dientes: eran grandes y manchados. Le sacó la lengua verdusca, hebrosa, con meneos hacia los lados. Se la pasó por la mejilla y sintió la fetidez de las amígdalas. Los ojos le ardían de lascivias. Parecía un semental en celos. Ni siquiera buscó un condón, a capela. Con el carro detenido, apagó las luces externas y le ladró en broma al agarrarle un zapato. Ella abrió la puerta. Cayó de lado y le pateó la cara. Gritó para que la oyeran a diez kilómetros. Repetía el nombre del marido, le gritaba a la madre, a las hermanas. No razonaba. Actuaba por instinto.

     III

La “gasolinera” gritaba. El chofer gozaba el éxito. Se alejaban del naranjal, mientras un viejo entrenaba a unos perros de peleas. En una cerca tenía amarrado a varios perros satos que los dueños abandonaban. Con una correa les impedía abrir la boca. Los perros de peleas los acabarían por turnos. A lo lejos
oyó unos chillidos amplificados. Parecía una canción de rock: la letra era sufrida por instantes, luego discernía risas. Poco a poco escuchaba gritos como si fueran ladrones descubiertos. Sonsacó a los caninos para que los despedazaran.
El campo estaba apagado a no ser las lucecillas de las despensas: un parqueo de camiones que partirían hacia La Habana por la mañana. Casi nadie andaba. Sólo los serenos que velaban por las mercancías.
La “gasolinera” corría con presteza. Pisaba y avanzaba. No retrocedía ni para mirar hacia atrás. El chofer le decía obscenidades sin el pantalón. Abreviaba la carrera como hombre. Casi la podía tocar; pero la “gasolinera” logró desasirse del bolso. Descalza se arriesgaba a pisar una botella astillada, piedras filosas. Podía tropezar con un machete o una mocha extraviada, con el filo hacia arriba. Cualquier objeto cortante era peligroso.
Las aves de la noche volaban. Les silbaban a una distancia prudente. “Quereté...quereté...”, cantaba un bicho. En la corrida por un hierbasal, sintió cómo de los nidos se desorbitaban extrañas vidas. Del mundo invisible la tentaban. Entre los pies le pasó un insecto.
Los perros iban tras ellos;
no voy a salir con escotes pronunciados, no enseñaré el ombligo, ni usaré sayas cortas ni vestidos transparentes;
los perros andaban seguros por los forasteros;
no montaré con desconocidos, desconfiaré de los choferes, los hombres se excitan visualmente...
El chofer la agarró por un hombro y la “gasolinera”, llorosa, se rindió. De frente al chofer que la besaba y le hundía el pene entre las piernas, el viejo avanzaba y azoraba a los perros que ahora afligían a la pareja ensangrentada en un hierbasal.

Nota: publicado en la revista Extramuros, La Habana, 2005

2 comentarios:

  1. hola.. muy bueno el blog... enhorabuena...
    es la primera vez que lo visito.. y hay de todo...
    os dejo una dirección a otro que está muy bien...
    un saludo..
    www.bitacoradeltabano.blogspot.com

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.