"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


1 de mayo de 2011

Pacto, sombras, sigilo... silencio (cuento), de Miguel A. Fraga



Pacto, sombras, sigilo... silencio
(Del libro No dejes escapar la ira, de Miguel Ángel Fraga)


...me siguió un perro negro
me tomó del brazo una niña
se leyeron mis poemas
me aburrió una película
besé tu foto estrujada
hoy me sucedió
y no hablé de mi muerte.

Tania Fonseca

Me está mirando y creo descubrir lo que sus ojos me dicen. Me observa como si me dijera: vamos, hazlo de una vez, tú eres el único que puede hacerlo. Hay poca claridad y abro un poco la ventana. Necesito luz. Me acerco y le tomo la mano, acaricio sus dedos, mis dos manos cubriendo la suya. Intento sonreír, construir frases para animarlo, inventar palabras, pero al rato me convenzo que lo que únicamente he conseguido es acentuar mi desánimo. No deja de insistir con su mirada. Es lo que ha estado haciendo durante la última semana desde que comprobó que no habría mejoría. Sus ojos son grandes. Como no puede hablar, sus ojos ahora cobran mayor expresividad. Me asustan, son temerarios, inquisidores. Siento que su vida se reduce a esa  parte del cuerpo. Quiero evadir mi responsabilidad, sofocar mi juramento. Pero él constantemente me recuerda con su presencia lo acordado, aquel pacto que sellamos con un abrazo largo y unas cuantas lágrimas. Fue emotivo. El y yo abrazados en medio de un parque como dos ciegos enfrentados a una nueva vida. Quien nos vio no dudó en pensar que éramos dos maricones descargando sus lascivias o dos borrachos en pleno éxtasis melodramático. En principio, no creí cierto eso de cumplir con la promesa. Aunque vivíamos una realidad sentida, conocíamos los riesgos; pero había confianza. Nadie cree que le tocará su turno. Para nosotros, ese algo lejano no llegaría tan pronto. Hemos despedido a tantos; le hemos visto alargar sus finales, meses  y semanas agonizando sin arreglo. Fue entonces cuando se nos ocurrió hacer el pacto.

Está postrado sobre la cama. Lleva dos meses así. Todo el mundo le da esperanzas pero él y yo sabemos que no hay ninguna. La madre acaba de retirarse; son demasiadas madrugadas para un alma de mujer. Ella quiere que viva y ruega y le pide a Dios que salve a su hijo, que le devuelva su condición primera. ¿Cuántas promesas ha hecho? Estamos solos; solos él y yo. Después del pase de visita médico y la administración de los últimos medicamentos, los enfermeros no vendrán hasta la hora del almuerzo. Es el momento.
Al alejarme un poco puedo observarlo mejor cuan largo es, inútil, tendido sobre la cama de hospital, ajeno al mundo. Antes de perder la voz había comentado su deseo de ir a la playa, mojarse los pies en el agua salada y tibia, verde y salada. Jugar con la arena húmeda y respirar el olor del mar. Ahora su gloria ha pasado, apenas mueve los brazos. La invalidez le priva de satisfacer una de sus últimas voluntades. Hoy he traído lo que habíamos guardado por años para una ocasión especial. Nunca pensé sacarla del escondrijo. Puedo palpar el abultamiento de mi bolsillo. Ojalá se hubiera extraviado o echado a perder como los malos recuerdos. Si se transformara en milagro. Pero la conferencia internacional sobre posibles remedios sigue aplazando sus mejores empeños. Han propuesto un par de vacunas que sólo estarán listas dentro de cinco o seis años. Es una ironía decirle que deberá aguantarse un lustro para sanar.
Observa la pared. Cuántas grietas habrá hallado desde su posición. Es un buen entretenimiento observar las manchas del muro, los diferentes tonos que varían conforme a la declinación de la luz, la pintura descascarada sugiriendo una y mil formas de animales y seres fantasmagóricos. Cuando uno no puede hacer otra cosa que estarse quieto comienza a descubrir lo que nunca antes le había dado importancia. Poco a poco se va interesando en detalles que para otros son insignificantes, hasta invisibles. Se llenan los sentidos de estas modestas experiencias y se hace trabajar al cerebro con entonaciones que se limitan al reducido espacio de la postración. Finalmente quedamos convencidos de que estos entretenimientos aparentemente fútiles proporcionan gran alivio para el espíritu. Inventarse una aventura a partir de una imagen encontrada en la pared es como viajar o volar en otra dimensión. Del mismo modo seguir la ruta de los diminutos insectos por las oquedades del muro da oportunidad a que el propio cuerpo se olvide de su estado y realmente descanse sin agobio. Al verle quizás yo no encuentre otra cosa mejor que seguir la dirección de sus ojos perdidos en ese universo de abstracciones. Le contemplo sabiendo que no puedo aplazar el acuerdo.
Si él estuviera en mi lugar... ¿tendría el valor suficiente para precipitarme el fin? Si los puntos de vista variasen, si fuera yo el que me hallara en esa cama, ¿desearía tanto la muerte sabiendo que ya está segura? Con el rostro hinchado, los ojos abultados queriendo salir fuera de sus órbitas, convertido en una marioneta a la que hay que mover cada articulación porque ella sola no puede, le disculpo cualquier decisión. Las cosas han cambiado. Tal vez le reconforte mirar esos fragmentos de pared que tiene a su alcance y repasar su vida; hasta podría encontrar un sentido a su abandono y esperar su final como lo han esperado otros, ofreciendo su sufrimiento a cualquier fe convencido de estar purgando sus antiguas miserias.
Una mosca anda revoloteando a su alrededor. Se posa inquieta y rápido levanta el vuelo. Ágilmente evita cada uno de mis azoros. Con la mano trato de que el insecto no le moleste, pero una y otra vez zumba insistentemente hasta llenar el cuarto de su presencia. Dentro de tanta ociosidad veo a la mosca ir y volver. Ella se convierte en un buen entretenimiento y quizá me divierta matarla. Pero vendrán otras moscas y se posarán sobre su cuerpo acariciando los segmentos de piel. Entonces sentirá el cosquilleo que provoca el movimiento de sus patas. No estaré todo el tiempo para espantarlas. En mi ausencia se recrearán sobre sus pústulas y granos con el único propósito de eternizar su reino.
Alguien me dijo que el suicidio no acepta ningún razonamiento lógico. Cuestionarlo es echar por tierra cualquier acción que lo pretenda justificar. Los médicos confían hasta el último momento y es su deber gastar las energías en ese empeño. Pero el no es el único que se encuentra en este estado y es nula la posibilidad que se vuelva una excepción. Todo está muy claro. Si su cuerpo no reacciona con optimismo, con ganas de enfrentarse a la muerte,  poco se puede hacer en estos casos. Él deberá decidir. Acaso, ¿su firmeza lo convertirá en héroe? ¿Querrá su madre mantenerlo de esta forma solamente por el placer de ver al hijo a su lado? ¿Podrá ser ella tan egoísta, tan cruel, que le exija abrir los ojos cuando va llegando el cansancio?
Le hablo sin esconder nada. Él me escucha; sé que me está escuchando. Ha vuelto a mirarme y sabe que es un momento importante para los dos. Vivir es un constante peligro. Sólo él dirá lo que prefiere. Recuerdo las promesas de ambos y el abrazo. Estábamos en iguales condiciones: cualquiera de los dos hubiera sido el elegido. Juntos robamos las cápsulas del laboratorio y las escondimos en un lugar seguro. Yo no deseo otra cosa que lo que él decida. Puede arrepentirse, lo incentivo a ello para así olvidarlo todo. Es muy fácil quebrantar la palabra humana. Estoy al lanzar el frasco por la ventana. Me observa, nos observamos largamente y  poco a poco, sin pronunciar palabra, él va abriendo la boca.

4 comentarios:

  1. Muy bien, Migue Ángel, el tono del cuento, lo que narras y el suspense final abierto. Saludos. Alberto Lauro.

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  2. Te tengo dicho que es tu mejor libro!

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  3. ¨Miguel Angel Fraga es un buen narrador. Lo conocí en Twiter y desde entonces me ha motivado su narrativa, sobre todo su testimonio en el sanatorio Los cocos en Cuba¨. Pedro Merino.

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  4. Ojalá Alberto Lauro colaborara en este blog

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.