"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


20 de febrero de 2011

Al pie de la horda


Por Orlando Luis Pardo Lazo

YO CREÍA en el
saber de las letras.
Yo creía en el poder
de la libertad. Así que,
cuando un colega me llamó
desde México, para invitarme a
colaborar con una revista llamada
Letras Libres, por partida doble no
pude sino aceptar.


Los editores querían una foto colectiva.
En público, bajo la luz del mediodía sin sombras
de la Isla de Cuba. Actual, en plena acción de
marzo del 2010. Una instantánea intensa, capaz
de inaugurar La Primavera Blanca en esta ciudad sin
estaciones. Me pedían, por supuesto, una foto de las Damas de Blanco en su intrépido peregrinar a ras de una Habana devenida Meca de los actos de repudio.
Acepté. Me negué. Acepté. Me negué de nuevo. Y volví a aceptar. Tuve miedo de ser testigo. Sentí pánico político no sólo de las letras, sino de mis propios píxeles en libertad. El título de aquella revista de pronto me sonaba a oxímoron: letras libres, ¿para qué...?Al cabo de una semana de dudas y un megabyte de e-mails, me sentí el ser más mezquino del universo. Decidí hacerlo, o no volvería a tomar una foto digna ni creería en mí como autor: un ente con autoridad estética, incluso contra todo tipo de autoridad estática. Ser cronista de mi época no podía convertirme en cómplice de aquella ni de ninguna otra crisis social. Le mandé a mi colega un lapidario e-mail: “Sí”.
Esa madrugada de sábado para domingo no dormí. A las 7 de la mañana tomé una laberíntica ruta P1, desde el proletario suburbio de la Virgen del Camino hasta el aburguesado barrio donde se empina la Parroquia de Santa Rita, en la Quinta Avenida de Miramar.
Tan pronto entré, una señora se me encimó. Pensé que aquel sería el fin. Pero sólo me llamó aparte y me pidió guardar la cámara dentro de la iglesia. Tenía razón, yo no había reparado en la obscenidad comercial de mis lentes en aquel recinto sagrado.
Guardé la Canon en la mochila y pedí mil perdones a la señora. Probablemente, tartamudeé. De (mala) suerte que ella me preguntó si yo era extranjero, por mi pronunciación que daba bandazos de lo puntilloso a lo precario. No, para nada (en vano intenté imitar al argot cubano más clásico). ¿Periodista acaso? Tampoco. ¿Y en-ton-ces?, paladeó como quien pregunta: ¿po-li-cía?
Por favor. Mi nombre es Orlando Luis Pardo Lazo. Escribo y hago fotos de mi país personal, muchas las publico ipso facto en un blog bloqueado que una amiga me presta en internet. Si desea, le dejo la dirección para que lo verifique: Boring Home Utopics. Como ciudadano, me represento sólo a mí mismo. Tal vez a una fracción del futuro que nunca fue. Estoy aquí justa-mente para perder esta paranoia que enturbia ahora nuestras miradas y nos hace parecer peores cubanos. Disculpe, ¿puedo sentarme ya? La misa está a punto de comenzar.
Y avancé hacia ellas. Hacia los bancos más claros, a mitad de la lumi-nosa nave de aquella parroquia modernísima y republicana a la par. Yo, sentado de súbito entre las Damas de Blanco. Oyéndolas incluso respirar. Oliendo sus perfumes, no sé si caros (las acusan de mercenarias de Miami) o baratos o si era la galante fragancia de los gladiolos, estandartes de gladiadoras que cada cual portaba casi a escondidas allí dentro, como yo mi cámara digital.
Cerré los ojos. No sé si recé. De hecho, no sé si sé rezar. La voz del padre era grave y los micrófonos le daban un eco de profundidad celeste. Cinco años atrás, ese mismo sacerdote había cerrado las puertas del templo a espaldas de las Damas de Blanco, en medio de una ordalía histérica pretendidamente popular. Si recé, lo hice para que hoy soplaran vientos de una misericordia mejor.
Cuando abrí los ojos, una de las mujeres de blanco me tendía la mano con una sonrisa paradisíaca. Se la estreché. Todos saludaban a todos como parte de la liturgia. Me sumé al entusiasmo de la solidaridad y entonces noté estar rodeado de personas mucho más tensas que yo: hombres solos, sin nada en las manos, pelo corto, pulcras camisas a cuadros o pulovitos de raya, cintos con celulares, en sus miradas cierto misterio de mármol ministerial. Era el uniforme civil de la Seguridad del Estado. Alea jacta est: Cuban-summatum est!
Al término de la misa, las Damas desfilaron hasta la Virgen que preside la parroquia. Pidieron por los presos: por los enfermos y los sanos, por los re-signados y por los que han decidido morir de hambre antes que esperar. Pidieron por sus familiares y por el resto del pueblo cubano. Pidieron por el al-ma de un muerto martirizado que su madre llamó como mi madre a mí: Orlando... Y oír aquel nombre propio en sus bocas quebró mi resistencia y rompí ridículamente a llorar. Noté que yo no era el único. Y que esas lágrimas de vida serían nuestro mínimo cordón de seguridad, porque la congregación ya se alejaba de las damas de Blanco, dando incluso un rodeo en la entrada para no rozarlas: los fieles temían contagiarse con la plaga de semejante plegaria. Y ellas de blanco todavía pidiendo justicia y paz. Prudencia y perdón. Sin alzar nunca la voz. Casi susurrando al oído de la santa patrona de lo imposible. Los gladiolos por fin en alto, para enseguida traspasar el umbral de la intemperie urbana y quedar, como las primeras cristianas, tan solas y tan salvas en la arena leonina de la Revolución.
Salimos, procesión condenada al repudio (acaso provocándolo como ejercicio de la virtud). Vi muecas, alaridos de lobos adolescentes con pomos plásticos que contuvieron tropicola o cubalcohol. Vi puños apuntando al cielo raso de la ciudad. Vi a una pobre señora deslenguada, ostensiblemente pre-sidiaria u orate, bailando la conga demoníaca de quien desea deleitarse en el delito. Vi uniformados de todos los colores del arco ira. Vi carros de todas las marcas modernas inimaginables para un pequeño país supuestamente subdesarrollado. Vi gente gesticular desde los balcones de la Calle 42 de La Habana. Vi cámaras y creo que hasta un helicóptero filmando (mi Canon cobarde quedó dentro de la mochila por los gritos de los gritos hasta el fin de los tiempos). Todo un alef maléfico que se retorcía a lo largo y ancho de la Avenida de las Américas, hasta alcanzar la sede del Parlamento Nacional.
Entonces las Damas de Blanco, en una doble fila que parecía partir en dos al mediodía de odio a su alrededor, corearon desafinadas aquellos mismos decibeles de domingo que, gracias al salvoconducto del Papa Juan Pablo II en persona, retumbara alguna vez en la Plaza de la Revolución: ¡libertad, Libertad, LIBERTAD...!
Y bajaron tranquilamente hacia el mar, yo imantado con ellas ante tanta ecuanimidad: mujeres no, mitos. Yo con la piel enchumbada de sus su-dores tras tantas cuadras. Y bajaron nada menos que hasta la parada de la ruta P1, en Playa, ómnibus que abordé entre empujones profesionales como si yo no las conociera. De hecho, todavía no las conozco. Sus nombres se me trocan en los titulares que en Cuba nadie publicó. Ni siquiera una foto conservo de nuestro via crucis. De (buena) suerte que a mi colega de Letras Libres le envié imágenes no tan actuales de otro colega que me compadeció. Aún no he obtenido respuesta editorial.
Sé que han seguido produciéndose con frecuencia feroz, pero desde 1980 yo no sobrevivía a un acto de repudio en mi patria (no tenía entonces ni diez años; hoy cargo con ya casi cuarenta). Sé que no debo regodearme en esa debacle para nada espontánea, pero las imágenes reverberan cada vez más en mis pesadillas no sólo de fin de semana sino de muchas otras cosas que se rompieron y sanaron aquel Día del Señor.
Por eso prefiero ponerlo todo en palabras ahora, como el exorcismo de un extranjero que no entiende nada en principio, pero que enseguida todo comprenderá. Sé que hasta el Cardenal de Cuba ha tomado cartas de caridad en el asunto y que mi voz es inverosímil en cuestiones de Estado o Real-politik. Por eso mismo lo apunto, para apostar no por las masas con mazas, sino por la piedad de una nueva Realpersona.
Para que, como pueblo pío, se nos olvide esta práctica perversa lo más pronto posible. Para no tener que contárselo a los cubanos que vendrán. Para que no existan nunca los cubanos que se vengarán. Para que el dolor que quema al blanco vivo a estas damas no se tiña de otro color vital. Para que el diálogo de las hordas no culmine en desastre. Para que un error dominical no convoque más los demonios del horror.
Y para seguir creyendo en el poder de las letras.
Y para seguir creyendo en el saber de la libertad.

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.