"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


1 de octubre de 2011

Un viaje imaginario de Don Quijote (fragmentos del cuento), de Pedro Merino


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...Tanto insistió don Quijote que ni apenas  atinó, más cerca que su escudero Sancho Panza que sí veía 40-20, a ver las aspas de los molinos de vientos. Al intentar clavarle  la lanza en uno de los brazos del gigante, cayó a tierra y rodó. La lanza se le jorobó y el escudo se abolló, mientras su escudero se acercaba a él.
¿Aún vive, mi señor?
Eso me parece, hijo mío. Le rezo a Dios que haya sobrevivido a esta infernal batalla. El hombre puede ser derrotado, pero jamás destruido. Ayudadme, pues, a tomar mi zafarrancho de combate.
Pero, mi amo, ya no hay viento, no se mueven las aspas del molino. Cesó la batalla.
Está bien, querido amigo.
El día se fue apagando y no tuvieron más remedio que pasar la noche debajo del molino de viento.  Al caballero andante le dolían los huesos. No quiso dormir. Toda la madrugada se la pasó en busca de una próxima aventura. Recostado al muro de carga del molino, creyó haber tenido una pelea con un religioso. Había huido el muy cobarde, sin ofrecerle una revancha, y vio cómo  se marchaba hacia Málaga. Entrecruzando ideas, rememoró todos los libros de caballería que leyó en la adolescencia y la juventud y siguió a la luz verde de su imaginación. Al amanecer le confió a Sancho Panza todo lo que  había absorbido su cerebro a través de la telepatía. En verdad, para él, eran ideas más allá de lo creíble sin llegar a lo increíble. Así se las transmitió a su escudero:

Amigo mío, compañero de causa, mientras usted dormía tuve  lo más feliz de mis pensamientos que pronto será aventura.
¿Pues qué vio, mi señor?
El monje aquel que huyó, piensa abordar un barco en Málaga hacia una isla del Nuevo Mundo. Si nos apuramos, podemos darle alcance.
El escudero no recordaba a tal monje y sí a las aspas del molino de viento.
Pero, ¿para qué, mi amo?, le repetía la pregunta Sancho Panza.
Dado es que los cobardes, como de ellos nada se ha escrito, con tal de no morir en una contienda entre caballeros andantes, pues cometa bajezas o sabotajes contra aquel que lo agravió.
ÉL huyó, vuestra merced. No es más que un monje.
Trataba de borrarle esa idea Sancho Panza.
Es menester, amigo Sancho, que me escoltes. Recuerda que te prometí una ínsula barataria  y aprende bien este sermón: “El que no recoge conmigo, desparrama”.
Habiéndolo escuchado Sancho Panza, se quedó un poco retrazado. Hincó a su burro con las espuelas y logró darle alcance a don Quijote de la Mancha encima de su Rocinante. Llevado por otra voluntad superior, al escudero del caballero andante no le quedó más remedio que escoltarlo. Sancho Panza poseía ese espíritu subordinado a seres con independencia de ideas.
Le rogaba al propio Dios que socorriera a su amo, porque si en verdad le había prometido una isla, si seguía desafiando a transeúntes y confundiendo a gigantes con molinos de viento, no heredaría ni siquiera un cayo.
Al aproximarse al barco, con dos motores estacionarios, percibieron a personajes de la nobleza.  El viaje los impregnaría de cierta hipocresía burguesa, al decir de don Quijote. Es por ello, mi querido Sancho, que es más fácil encontrar una aguja en un pajar  que un rico entrar en el reino de los cielos. Diciéndole eso, penetraron en el barco. Antes se bajaron de las bestias para que un miembro de la tripulación acomodara al caballo Rocinante y al burro de Sancho Panza, sin nombre, en un establo de segunda clase.
Al tomar asiento don Quijote y su escudero en un local de segunda categoría, al caballero andante se le antojó preguntar acerca del monje que había huido. La respuesta lo decepcionó a medias.
Ese señor, le respondió el cobrador, partió en el viaje de madrugada. Exactamente a las dos a.m.
Sancho Panza le hacía señas al cobrador para que no se le metieran  más “guayabitos en la azotea” al caballero andante y borrara de una vez para siempre al monje aprensivo, capaz de cometer un acto de bajeza.
No importa, expresó don Quijote, sólo unas horas nos separan para un mismo destino. Ese cobarde, quien osa ser caballero de la Mesa Redonda, ha escapado de mi lanza…
Oh, disculpe, le interrumpió el cobrador, pero debe dejar la lanza, el escudo y la espada…
Comenzó a reírse el cobrador. El escudo  parecía la tapa de una olla de treinta y seis pulgadas.
…Disculpe, disculpe, alteza…o caballero andante. Por favor, déme la lanza, la espada… y la ta… que diga, el escudo.
Sancho Panza se había tapado la boca con una mano para aguantar la risa. Sabía que tal gesto irónico encoleraría a su amo y prefirió cocerse los labios con los dedos.
La moral y el respeto, expresó don Quijote, forman parte del linaje de un caballero andante. Tome usted mis armas benéficas, puesto que al medio día llegaremos a esa isla caribeña y, al seguro, le daremos alcance a ese canalla.
El viaje en ese barco al ingenioso hidalgo le pareció el más corto de su vida. Conocía, a través de lecturas, a Cristóbal Colón y sus proezas. Hasta más, imaginó que una fuente de energía, superior a la que después utilizaran los barcos de vapor y, posteriormente, los cruceros, era la que impulsaba su aventura hacia el Nuevo Mundo. Sobre  este último medio de transportación marítima derrochó sus ilusiones. Su escudero, Sancho Panza, solo le miraba a los ojos y guardaba sus palabras. La penúltima frase le insinuaba que quizás una isla del caribe sería la tan mentada ínsula barataria que su amo le concedería a costa de acompañarlo a América. Entonces, don Quijote, terminaba por pronunciar al monje cobarde, ante el cual, si lo tendría delante, le mentaría desde la madre hasta el mal del que se iba a morir.
Por el trayecto consiguieron entretenerse con los delfines juguetones que volaban a través de una circunferencia hasta hundirse en el profundo añil marino. También percibieron sirenas, pero a don Quijote no le cautivó tanto. A ratos levantaba sus ojos y hablaba con su Dulcinea del Toboso que a la vuelta lo esperaría en el Palacio.
Se engulleron de galletas que conformaban el abecé de toda alimentación marina, en aquella época, y un vino en abundancia que ofertaban como catering. Justo a las doce del medio día el barco (o crucero) se adentró en el puerto de aquella ciudad. Un tripulante le mostraba un mapa a los pasajeros y le señalaba la isla donde desembarcarían.
A decir verdad, expresó don Quijote, esa isla parece un cocodrilo dormido a flor de agua.
De paso, el tripulante les narró de cuántas maravillas verían en la isla. Que solo permanecerían veinte y cuatro horas para satisfacer los gustos más imperiosos, pero, si querían, podían quedarse y esperar el próximo barco.
Por otra parte, Sancho Panza se preguntaba si la tierra que veía en frente, por donde ahora andaban, pertenecía a una isla o a un continente. Había escuchado que al sur de España se encontraban varias islas. Por lo que creyó que sería una de ellas.
Para don Quijote, mientras bajaban por la rampa de la embarcación hacia el  andén, le pareció que Rocinante ahora poseía dos ruedas. Que las riendas que manipulaba eran un manubrio. En efecto, para él, era un cuadro (o caballo 28). A su escudero, como siempre lo veía a un nivel inferior, acertó en verlo encima de un burro (o chivo 24) que, por intervalos, se detenía, al igual que Rocinante: la travesía los había mareado. Tal imaginación surtió efecto en don Quijote al ver que los nativos de aquella isla se desplazaban en bicicletas y no en bestias como ellos. Los ciclos habían cambiado la vida pública y laboral de esa ciudad caribeña.
Viendo Sancho Panza que su amo se detenía e iba a la zaga, insistió en conocer por qué don Quijote lo observaba:
Si vuestra merced me lo permite, veo una nube de asombro en su vista. ¿De qué se trata, pues?
Oh, Sancho amigo. De cierto te digo que encima de una de esas bestias rodantes se mueve el monje. Pero mis ojos han de perseguirlo, cueste lo que cueste.
¿Sus ojos, vuestra merced?
Sí, mis ojos.
Oh, mire, excelencia, le digo que esas bestias no son rodantes sino de cascos de hierro, como los que usa su caballo y mi burro.
Don Quijote, al ver pasar delante de él a Sancho Panza, se alegró. Era un motivo más de orgullo para el caballero andante. En la mayoría de sus aventuras el ingenioso hidalgo iba siempre a la vanguardia. Los demás pasajeros ya habían abandonado la embarcación. Cada quien se dispuso a recorrer la ciudad. El calor y las inmundicias callejeras eran para don Quijote motivo de estudio. En lugar de basuras, veía residuos de queso y de carne, desperdiciados, inclusive, por los perros, sueltos sin dueños que a decir del caballero andante no eran más que canes con permiso para husmear por la ciudad también.
Se empinaron de las cantimploras y mataron la sed. Apenas anduvieron unos metros sobre las bestias rodantes, una pareja de criollos se entrometió en su itinerario improvisado.
Hola, hola, expresó el criollo, este es un paí‛ faffci. ¿Desean algo? ¿Un souvenir… o comer en un rancho?
Don Quijote, al escuchar el manojo de palabras con que los criollos le rendían pleitesillas, a través de apretones de manos, les respondió con un tono de firmeza:
No es menester en estos momentos aceptar dádivas ni dar gusto al paladar que desvirtúe nuestra meta.
¿Qué buscan, fáriners, les preguntó la criolla, o qué quieren que les busquemos?
A un monje malvado que huyó por un trillo que conduce a Málaga y se embarcó, primero que nosotros, hacia este destino, en esta ciudad. Y les ruego, no cualquier respuesta, que pueda conducirnos a él.
Los criollos, al escucharlo, creyeron que eran policías, detectives o criminalistas. La criolla musitó al oído del criollo:
Pipo, como se parece el de la lanza y el escudo al Caballero de París, aunque no usa un traje.
El criollo le devolvió la indiscreción a la criolla:
Sí, mami, también su acompañante se asemeja al  Watson de Sherlock Holmes.
Ambos criollos, en plena marcha por la calle, comenzaron a reírse. Viendo don Quijote que no le daban indicios de hacia dónde había  ido aquel monje cobarde, hincó sobremanera a su Rocinante de hierro, mientras Sancho Panza volvía a rezagarse. Con permiso, les dijo el escudero, y espueleó a su burro (o cuadro 24). Lograba ponerse a ras del caballero andante.
¡Oigan, oigan!, exclamó el criollo, esperen.
Le dieron fuerte a los pedales de su ciclo. Los criollos al ver que muy pocos extranjeros habían desembarcado, decidieron, como pasatiempo, ocupar el tiempo ocioso.
¿Y cómo es él?, prosiguió el criollo, a ver ¿cuáles son sus señas?
De mediana estatura, le respondió don Quijote, de piel blanca, con el centro de la cabeza ausente de cabellos… y un tobillo con un lunar o una mancha negra.
¡Oh, sí, sí!, exclamó la criolla, síganme.
Sancho Panza notó una rareza en esas afirmaciones criollas. Con el  rabillo del ojo intentaba decirle al caballero andante que los tales no eran, para él, lo que asemejaban sus gestos, sino más bien salteadores de caminos. Viendo el escudero el caso omiso del ingenioso hidalgo, intentó desviarlo al tomar otro rumbo.
¿Adónde vas, amigo Sancho?
Pues… pues, sígame, señor.
De esta ciudad, adujo don Quijote, nada sabemos. Gracias a la hospitalidad de estos criollos, daremos con el monje cobarde.
No lo son, no lo son, le repetía, bajito, Sancho Panza.
El escudero, a decir verdad, no tenía conocimientos de marinería ni de mapas. Pero a oídas le vino, otra vez con desconfianza, que en el sur de España vivían unos isleños, caribeños o no,  y que dado el parentesco  de los criollos, bien podían serlos por la mezcla racial, ya que, su merced, cavilaba Sancho, ellos viven en cualquier parte del mundo, aunque la gente no entienda su castellano. Don Quijote más o menos lograba descifrar lo que los ojos de Sancho le dictaban.
¿Qué pretendes, amigo Sancho?
Oh, su merced…
El escudero no quería decirle a regañadientes lo que pensaba. Era de mala educación, también, hablarle al oído.
… Que ahorremos, su merced, que ahorremos energía hasta mañana. Quizás el ‛ monje cobarde ‛ haya virado en una balsa.
Dado es, mi querido Sancho, que quien duda de la suerte antes de ganar, acaba de perder la gesta recién comenzada. Y ese monje cobarde de la Mesa Redonda…
¿De la Mesa Redonda?, le interrumpió el criollo. Ellos siempre usan una gorra o casco, así que, mi ambia, diffici será encontraclo por lo del cabello.
No hay tarea, criollo, que con ambiciones no se logre; si falta ella, dada es a la flaqueza con que se encuentre, pues muy ardua ha de ser la batalla cuando de ambiciones, por muy difíciles que sean, se fomenten.
No entendí el trabalenguas, expresó la criolla.
Ecobios, intervino el criollo, sigamos, sigamos, los llevaremos muy cecca del Seminario de San Taclo. Pasaremos por la Iglesia del Pilar, por Las claves y el güiro, de bendita comida criolla. Por allí venden souvenir muy bonitos, buenos, baratos.
Veo que vuestra amiga poco ha leído, expresó don Quijote.
Al mirar hacia la criolla, esta le prometió presentarles a varios libreros. Si bien no había leído lo suficiente, sí conocía de títulos y de papeles impresos.
Ahora transitaban por una espaciosa avenida los cuatro jinetes. A cada transeúnte con que se cruzaba el caballero andante, le tiraba unos rayos x para verle más del alma. En verdad aquel monje cobarde podía transformarse en un criollo y volverse a escapar de entre sus sienes. En esa época se había desatado una explosión de ciclos, o de bestias rodantes, según veía el ingenioso hidalgo que, con mucho cuidado puesto en sus riendas, o en su manubrio, a veces se detenía por el flujo de bicicletas que en ambas direcciones le salían al paso, se le colocaban delante o detrás, y le impedían distinguir los rostros, tanto de transeúntes como de jinetes.
Bueno, puro, ¿ya le dije que si quería un souvenir?
No le entiendo, joven jocoso, acotó don Quijote.
Un souvenir, puro, es un regalo. Pa‛ que usté se lo enseñe a su familia y le diga que estuvo en esta isla caribeña.
Nuestras intensiones no son las de…
No se preocupe, puro, le  interrumpió la criolla, es muy barato, usté verá.
Se adentraron, ahora a pie, con los ciclos al lado, entre sombrillas que sombreaban a los artesanos, metidos de lleno en su negocio, en pregonar maderas preciosas,  talladas y con brillos, que le daban vida a tronquitos y tarugos muertos. También vieron a pintores de manos hábiles, llevar al lienzo la belleza de las criollas en poses vestidas y desnudas. Don Quijote observaba con paciencia el rostro de los que vendían como de los que compraban, sobre todo de los últimos. Ninguno se asemejaba al monje temeroso.
A un pasajero que había abordado el barco en Málaga, junto a él, le preguntó:
Dispense usted, pero desearía saber si en su breve estancia en esta isla caribeña ha visto a un religioso que parece ser monje, rapado en el centro de la cabeza, de tez blanca, mediana estatura y con una mancha en un tobillo.
El ex pasajero, más risueño que asombrado, le respondió:
Creo no poder satisfacer a vuestro caballero.
Un vendedor que escuchaba a los dos, interrumpió el diálogo y, sin identificarse, les indujo:
A quién buscan, visitantes.
Don Quijote le formuló la misma pregunta. El vendedor, contagiado de risas, le insinuó a un adyacente:
Como se parece al Caballero de París. Y el gordito a ... CONTINUARÁ...

Nota: Pueden continuar su lectura en el volumen de cuentos La laguna roja. Espero les guste.

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.