"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


22 de agosto de 2012

"El alma que vistes, primera parte: el abuelo" de Francisco José Palacio Gómez

 
 
CAPÍTULO 3:
—¿Las mariposas son flores que se aburren en el suelo y un día deciden volar? —preguntó la pequeña Julia a su abuelo, mientras paseaban por un parque donde el blanco inmaculado de los crisantemos y las azucenas, el color pajizo de los narcisos y los ojos purpúreos de las orquídeas lo elevaban a la categoría de paraíso terrenal.

El amor que Julia profesó a su abuelo en vida determinó que lo idealizara en muerte. La ausencia de un ser querido fuerza a nuestra memoria a ser selectiva en cuanto a los recuerdos, relegando al rincón del olvido las experiencias tristes o negativas (¡cuántas veces había amenazado el pobre anciano con quitarse el cinturón si seguían portándose mal, advertencia jamás convertida en realidad!) y haciendo emerger las evocaciones más felices. La voz del abuelo, rota por la edad y el tabaco, era eficaz bálsamo que apaciguaba el carácter inquieto de las hermanas.

—Las flores pueden ser todo lo que tu imaginación te diga que sean —respondía a la niña con una carcajada.


Desde que era muy pequeña Julia ya apuntaba maneras de escritora. Influyó profundamente en su fecunda imaginación la inusual relación que mantenía con su hermana gemela, Ángela. Llamaba mucho la atención del hombre el carácter dispar de sus nietas: Julia, tan imaginativa y curiosa; Ángela, tan despistada y presumida. La primera siempre inventaba juegos y, la segunda, la seguía en ellos fielmente, hasta que se aburría y se dedicaba a peinar a sus muñecas.

—¿Qué hacéis delante del espejo? —inquiría el abuelo.

—¡Es que ahora somos cuatro hermanas! —reía Julia mientras jugaba a despistar a su reflejo, en vano intento por adelantarse a sus movimientos.

Ángela jugaba un rato y luego, hastiada de repetir lo mismo una y otra vez, agarraba su muñeca favorita, un cepillo, y se sentaba a desenredar su enmarañado cabello artificial.

—¿Son las estrellas grietas en el cielo, abuelo? —preguntaba Julia con harta curiosidad.



Ambas hermanas, por su condición de gemelas, eran físicamente exactas. Sus amigos, sus profesores, los dependientes de los comercios del barrio… todos solían confundirlas, cambiarles el nombre una y otra vez. A Ángela la llamaban Julia, y a Julia Ángela. Incluso cuando a Julia la llamaban Julia y, a Ángela, Ángela, su interlocutor no estaba del todo seguro de haber acertado con el nombre. Con el transcurso de los años, sus personalidades tomaron derroteros distintos, ofreciendo pistas suficientes como para distinguir a la una de la otra.

Al abuelo, devorador incondicional de libros, le gustaba jugar con la imaginación de Julia, que era muy despabilada para su edad.

—Ángela y yo parecemos iguales, ¿verdad abuelo?, pero no lo somos —sentenció la niña sentada en el regazo del hombre. Su hermana se balanceaba con ímpetu en el columpio, indiferente a la conversación. La fragancia que exhalaban las flores al atardecer les hacía agradable el simple acto de respirar. El trino acelerado de los ruiseñores se derramaba desde las ramas de los árboles hasta sus oídos. El alma del anciano encontraba el equilibrio en esos momentos de paz, cuando su mundo se reducía al confortable abrazo de aquel entorno y al placer humilde de disfrutar de sus nietas.

El hombre guardó silencio. Aprovechó que Ángela se había hartado de mecerse en el juguete y había regresado a su lado, para señalarles unos majestuosos arbustos dispuestos con estudiada regularidad sobre uno de los jardines del parque. Entre ellos se hallaba tendido el cuerpo de un gato.

—¿Veis ese gato muerto?

Las niñas miraron en la dirección que indicaba el abuelo.

—¡Puaj! —exclamó Ángela girando la vista hacia otro lugar. Sus rizos dorados ocultaron parte de su rostro.

Julia fijó su mirada en el animal, con mucha atención. Algunas moscas revoloteaban sobre el minino, que las espantaba con imperceptibles movimientos de las orejas y la cola.

—¡No está muerto! ¡Está tomando el sol! —rió la niña comprendiendo la broma del abuelo.

—¿Seguro? —Ángela se atrevió a mirar poco a poco, desconfiada.

—Las cosas no tienen que ser como parecen. Con vosotras dos pasa lo mismo. No estáis obligadas a ser lo que parecéis. Aunque seáis iguales, podéis comportaros de formas diferentes. No es ni malo ni bueno. Simplemente, es así.

Julia sabía lo que el abuelo quería decir, y quedó observando al gato con una gran sonrisa en los labios, hasta que el felino se levantó, se desperezó y marchó a la carrera. Ángela, por el contrario, no varió el ceño fruncido en lo que quedó de tarde. Odiaba que le tomaran el pelo.



 

 

 

CAPÍTULO 4:



No importa si por gusto, por llamar la atención, por no establecer diferencias que pudieran despertar los celos de una niña sobre la otra o, simplemente, por comodidad, la madre de Julia y Ángela adquirió la costumbre de vestirlas con idénticos trajecitos, acicalar sus cabellos con iguales peinados y comprar para ambas los mismos zapatitos de infanta, con hebilla en lugar de cordones. Esta manía lograba su objeto primordial, aunque innecesario: sumar parecido en ambas hermanas, consiguiendo réplicas exactas de la misma niña, cual gotas de agua. No obstante la arquitectura interna que conformaba sus caracteres era absolutamente contraria. Como dos copos de nieve, en lo esencial, las diferencias eran notables.

Ángela era la hermana menor, pues había nacido varios minutos después que Julia. Desde su alumbramiento había mostrado una tendencia al sueño más pronunciada que su gemela. Cuando aún era un bebé dormía incontables horas dando cuenta de su existencia apenas por los leves gemidos que, a ratos, emanaban de su delicado gaznate. Le costaba horrores desperezarse por las mañanas siendo ya carne de párvulos y, en el colegio, no dudaba en simular una gripe para quedarse en cama durante horas si el invierno castigaba con su aliento gélido.

Julia, por el contrario, siempre había sido una niña muy despierta, a quien las sábanas parecían producirle cierto rechazo. Sus ojos grandes y azules examinaban su alrededor de hito en hito desde la cuna. Cuando ya tuvo edad de ir a la guardería, se levantaba antes que su madre y se preparaba ella sola un desayuno a base de galletas y zumo. Durante el colegio, tiraba de la pierna de Ángela para que dejara de remolonear en el catre. Odiaba llegar tarde a clase.

Por su responsabilidad y madurez, Julia se convirtió en causa de admiración para sus padres; Ángela, en el objeto de todas sus riñas, no sin razón.



Un día en el colegio, contando con seis años de edad, Ángela desesperaba antes de un examen de lengua, en el que iban a alternar la escritura en mayúsculas con las minúsculas. Entonces aún usaban lápiz en lugar de bolígrafo, pues los profesores permitían a los alumnos borrar sus respuestas en caso de no estar seguros de haber puesto las correctas. El alboroto general de clase, excitados los alumnos por la inminente prueba, lo que se sumaba a la agitación natural de los infantes, se calmó ipso facto cuando entró por la puerta del aula don Severiano, el profesor.

—Guarden todo debajo del pupitre excepto los lápices.

Ángela no paraba de buscar y rebuscar en su maletita de ruedas. Estaba histérica, pues temía la ira de don Severiano, muy estricto en lo que al cuidado del material se refería. "¿Dónde está mi lápiz?", pensaba muy agitada.

La examinó a fondo. Sacó todos sus libros y cuadernos. La interrumpió la autoritaria voz del profesor.

—¿Le ocurre algo, Ángela?

—No encuentro mi lápiz —respondió la niña con un hilo de voz y los ojos enrojecidos por un llanto contenido.

—¡Siempre está usted igual! Ruego sea un poco más responsable en el futuro. Julia, ¿tiene usted un lápiz para su hermana?

—No… —dijo la niña, mirando de soslayo a Ángela, cuyas lágrimas provocadas por la riña se precipitaban sobre el pupitre.

Entonces Julia, apiadada por la desagradable situación, partió por la mitad su propio lápiz, ante la mirada atónita del profesor. Luego, de su estuche decorado con dibujos de libros, extrajo un sacapuntas y afiló la parte quebrada. Entregó el pequeño lápiz resultante a Ángela.

La chica dejó de llorar. "Ahora te va a reñir a ti, por partir el material", pensó Ángela aceptando el lápiz, y un poco aliviada porque don Severiano descargaría su enfado sobre Julia.

—Aprenda usted de su hermana, Ángela —la riñó no obstante —. Responsable, e inteligente. A ver si se le pega a usted algo de ella.

Ángela clavó la vista en su mesa, avergonzada y con el llanto reavivado. Miró hacia su hermana, quien la observaba apenada. El odio se mezclaba con sus lágrimas.

Aquel día Julia tomó consciencia de que su hermana era realmente rencorosa. Por más que intentaba agradarla, su natural forma de ser despertaba unos celos envenenados en Ángela. Julia no podía evitar ser como era. De hecho, a medida que pasaron los años, procuró acentuar las diferencias con su gemela todo lo que le fue posible.



 

CAPÍTULO 5:



La elección de un regalo marcó el inicio de una nueva etapa en la vida de Julia.


Para probar la teoría del amplísimo abismo que separaba la forma de ser de ambas niñas, el abuelo compró dos objetos muy dispares para el cumpleaños de sus nietas. Llegó temprano a casa de su hija Elena, la madre de Ángela y Julia, y dejó los obsequios sin envolver, sobre la mesa junto a una tarta de merengue. Como era costumbre, marchó a recogerlas del colegio. Normalmente él era quien se encargaba de tales obligaciones pues, tanto su hija como su yerno, trabajaban desde la mañana hasta la noche. De no ser por la inestimable ayuda del viejo, no podrían haber hecho frente a las responsabilidades que habían asumido al ser padres.

Las gemelas se engancharon de su cuello, cariñosas e ignorantes de los problemas de espalda que sufría el abuelo. Bien valía soportar el dolor a cambio de los mimos de Julia y Ángela. Regresaron al hogar dando un confortable paseo. Como siempre, Julia se asía con fuerza a la mano de su abuelo. Ese gesto decía mucho más del amor que sentía por él que cualquier palabra que surgiera de su boca. La otra no paraba de correr para acá y para allá, haciendo gala de su carácter inquieto, lo que le costaba más de una riña, pues el anciano tenía miedo de que se perdiera de vista o la atropellara algún coche.



La sorpresa fue mayúscula cuando se encontraron con los regalos y el pastel en la mesa del salón. Ángela fue la primera en reaccionar. Corrió hacia la mesa y agarró una muñeca morena ataviada con un conjunto moderno de pantalón vaquero y jersey de cuello vuelto. Saltó emocionada elevando el juguete sobre su cabeza como si se tratase de un premio que acabara de ganar por mérito propio. Julia se acercó despacio, observando de soslayo a su hermana. En la mesa no había más muñecas. Un libro esperaba cobijo entre las manos de una de las dos. La felicidad que embargó a Julia fue notable hasta para el abuelo. La chiquilla temblaba al coger el libro y pasar sus páginas con curiosidad. En la primera página alguien había escrito con letra pulcra lo siguiente: "Para Julia; recuerda que nada es lo que parece, que nada es imposible. Tu abuelo que te quiere".

—"La isla del tesoro" —anunció el abuelo con júbilo—. Fue el primer libro que leí de niño.

Resguardó el dulce del calor primaveral haciéndole hueco en el abarrotado frigorífico. Preparó el almuerzo para las niñas y, cuando sus padres regresaron de sus respectivos trabajos, celebraron el cumpleaños.

—Queda otro regalo —dijo el abuelo tomando asiento en el sofá. Sus piernas varicosas reclamaban descanso.

Las hermanas se alborotaron con la noticia y se apostaron lo más cerca que pudieron de él. El abuelo tenía un característico aroma a loción para después del afeitado que solía precederle y que ni siquiera el tabaco había sido capaz de borrar. Julia amaba ese olor. Muchos años después, cuando captaba esa misma fragancia en cualquier parte, seguía despertando dentro de ella una sensación de protección.

—¿Qué es? —inquirieron muy nerviosas.

—Os voy a contar un cuento.

—¡De miedo! —pidió Julia, que era una incondicional de las películas de terror, a pesar de su corta edad.

—¡De un peluche bueno! —gritó la otra rechazando de plano la petición de su hermana.

—Vale, vale, de las dos cosas.

Julia sonrió y Ángela frunció el ceño, frustrada. Odiaba no salirse con la suya.

El anciano guardó silencio durante unos instantes, pensativo. Parecía rumiar una historia. Una buena historia, a juzgar por el rato que se tomó en pergeñarla. Al hombre le gustaba escribir. Era una afición a la que no había podido dedicar mucho tiempo primero debido a su trabajo y, luego, una vez jubilado, por el placer de atender a sus nietas. Las musas parloteaban por lo bajo ignoradas por todos los mortales. El abuelo era una de las pocas personas capaces de escucharlas alto y claro. Pero Julia, a tan temprana edad, ya intuía sus rumores.

Extracto de "El alma que vistes, primera parte: el abuelo"

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