Autor: Miguel Angel Fraga, narrador cubano residente en Suecia.
El tipo se ha sentado frente a la máquina con la intención de escribir una historia. No procura un melodrama, hace algún tiempo le rondan algunas imágenes y cree que es el momento de volcarlas sobre el papel.
No es su historia pero sin querer, los recuerdos lo mantienen disperso, está preocupado por lo que va a contar, una anécdota que trascienda el estrecho marco de su vida. Acentúa las variables, busca con insistencia una frase que despierte el interés de los futuros lectores, sin notarlo, una escena sustituye a la otra y a la otra y a la otra. Presiente ser una noria. Va a escribir una historia y resulta que lo que llega a su mente es la vanidad de su existencia, la torpeza de caminos mal cruzados, el tiempo que de tanto retorcerse se ha dilatado. Tiene que echar a un lado los pensamientos que lo dispersan; quizás debieran pasar la noche afuera. El aire se cuela y está frío, por el ventanal pasa toda la claridad de la luna. Tengo que concentrarme. Enciende el primer cigarro.
Estuvo parado cerca de la estación aproximadamente una hora. Su rostro reflejaba la juventud de los dieciséis años y la severidad de los que tienen que decidirse. Su cabello cayendo sobre la frente, rozando los ojos. Una mano se niega a temblar y aparta los mechones que le impiden la visión del mañana. Ha dejado partir dos trenes, el próximo determina su vida: viaja o se queda en casa. En su espalda carga una mochila con las pocas cosas que pudo tomar, las imprescindibles. La decisión fue inesperada, tanto ruido, tanto alboroto lo hizo saltar hacia los riesgos, apartarse de la mediocridad cada vez menos soportable de la familia. Todos le han echado en cara su abandono, su interés por un mundo diferente. No necesariamente tengo que convertirme en ingeniero, puedo ser mecánico o aprender algún otro oficio que me quede cómodo. Por qué tengo que soportar los libros si no los resisto; el uniforme de estudiante no va con mi carácter. ¿Y los amigos? Ay, mi’jo te estás perdiendo, esas amistades van a acabar contigo. Anoche te vieron en el parque con gentes un poco rara. Mi vida la decido yo, toda esa gente no es rara; los raros son los que no comprenden a esa gente. Y la mujer que andaba contigo, ¿quién era? Debe de tener por lo menos cuarenta años, hasta puede ser tu madre. Y no sólo son las quejas, demasiados hermanos compartiendo la incomodidad de dos habitaciones, su catre tan cerca de la cocina, ábrelo, ciérralo. Siempre ha soñado una cama únicamente para él. La vida de provincia no le entona el estómago, los requisitos van por encima de lo que le permite su ambición. En su mano aprieta el papel casi deshecho por la transpiración. Ahí está mi dirección por si alguna vez pasas por la Habana, recuerda aquella voz y se humedece los labios. Respira con prisa absorbiendo en bocanadas la mayor cantidad de aire posible, aspira también la nostalgia que carga en su mochila y avanza hacia el andén. En su pecho le acompaña una discreta esperanza que lo anima a seguir adelante. El cielo muestra el azul de un sueño.
No sabe por qué los dedos no presionan las teclas. La idea estaba ahí, pudo percibirla, la tenía prácticamente en sus manos. Pero el papel continúa en blanco. Mira a través de las rejas del ventanal y descubre a la luna, grande, como queriendo participar de la creación al oprimir su redondez contra el enrejado tratando de leer lo que escribirá el hombre, el tipo que ya perdió el hambre y el hábito de llamarse a sí mismo escritor. Siempre soñó su fama, escribir un gran libro, obtener el reconocimiento crítico, saber que sus libros se venderán edición tras edición por varios países del continente. Pero está aquí, esforzándose por escribir algo diferente que lo aleje de su realidad, de las contradicciones que no terminan su cotejo. ¿Vale o no la pena seguir? Pudiera enajenarse, inventarse otro sueño, pero la idea se mantiene, está ahí y no piensa abandonarle. Ahora intenta dejar la mente en blanco, al menos por unos segundos. Quiere echar a un lado los pensamientos invasores que sólo logran entorpecer la historia que se ha dispuesto a contar. Pero igual se mantienen las cosas, una música de fondo marca un ritmo no apropiado para el momento. Siempre en la misma cuerda. Cerca está la botella, al alcance de su mano. Es un buen pretexto para darse un trago. Llena el vaso y consume el contenido a sorbos. No hay prisa, sabe que tiene que escribir y va a comenzar ahora.
Un chiquillo baja las escaleras del tren y pone sus pies en un andén que nunca antes ha visto. El final del viaje fue anunciado, los pasajeros se apresuran para ser los primeros en la cola de los taxis. El gentío lo confunde todo. El andén es inmenso y el cielo igualmente azul. Va con la multitud arrastrado por la marea, algo nuevo lo sacude y no es capaz de recuperarse. Todo es nuevo y se siente ajeno al universo al que recién penetra. Como el resto, se agolpa frente a la puerta estrecha de la salida. Desea superar esta prueba, escapar de los hombros y caderas que le oprimen y lo hacen sentirse pequeño, incapaz de defender el espacio insignificante al que se ve relegado, nunca antes ha experimentado esta sensación de asfixia, cuerpos ajenos unos sobre otros atropellándose, ejerciendo la fuerza bruta en medio de un oleaje humano que no lo toma en cuenta, tropieza con equipajes extraños, la gente fuma irrespetuosamente y su olfato aún remeda el óxido del tren que se le ha colado en la ropa. Evita caer sobre una mujer que carga a una niña de tres años y por fin gana la avenida para sorprenderse nuevamente. De inmediato es cautivado por una ciudad que exhibe sus antigüedades, edificios enmohecidos que descubren su tristeza de tantos años sobre el mundo, comercios semiabiertos, vendedores que ofrecen muy poca cosa, portales inmensos y grises que cuentan los estragos de los amantes trasnochados y de borrachos que han descargado su orina al pie de alguna columna, historias que conocerá muy pronto si no anuncia su regreso. Pero lo importante es que había llegado.
Su mirada viaja lejos, cruza las rejas de su escritorio y se extiende más allá de la maraña del jardín, del otro lado de la acera en la que cualquier mujer pasea un perro y la vida transcurre sin contratiempos. No sé por qué siempre llego tarde, qué fuerza me detiene y me hace ser el último. Sus recientes intentos son una malograda esperanza de algo que no conseguirá jamás, la tentativa de un hombre que busca lo imposible o lo que parece tener y no. ¿Qué objetivo tiene mi vida? El confort de unos libros, una casa, un prestigio, no alivian mi vacío o la maravilla de sentirse solo. No soy más que el desaliento, la inconformidad a largo plazo. Mi éxito lo he engavetado, perdido debe andar entre papeles. ¿Por dónde voy ahora? ¿A qué altura del siglo me encuentro? ¿A qué distancia estoy de mi muerte? Conmigo viaja todo de una vez porque marcho con el peso de las equivocaciones y los caprichos. Pero qué hago pensando en mí si lo que importa es ayudar al muchacho. ¿Cómo hacer para salvarlo? Buen oficio haré para que no llegue a mi edad con los miedos del principio. Un trago más. Si ella estuviera aquí para que me obligara a renunciar, la necesito tanto, si calmara al menos el fuego que me quema por dentro. Necesito beber algo, prometo que este será el último.
Sus dedos rodean el vaso que ya está lleno: su mano lo eleva hasta el nivel de los labios y se detiene. Los ojos van tomando la coloración de las ojeras, observan el contenido, el movimiento del líquido aumentado por la poca firmeza del brazo, se humedece la boca, acerca el vidrio, se abren los labios. Qué puede pensar mientras baja por su garganta lo único que admite su anhelo. La historia, quiere seguir la historia.
Hace un esfuerzo para no disgregarse, trata de imaginar al muchacho caminando por las calles, haciendo algunas preguntas con el propósito de orientarse en busca de la dirección memorizada en el tren; intenta describir el ambiente, el encuentro con la urbe, no quisiera adelantar detalles que luego presentará en el conflicto. La introducción, piensa, debe ser pausada, con caracteres apenas apuntados. Prefiere centrar la atención en los ojos del recién llegado, ojos deslumbrados, abiertos y cansados, reaccionando a cada golpe de vista. Y los detiene frente al número colocado sobre el muro de la calle Inquisidor, que coincide con el que está dibujado en el papel. Acciona el timbre.
Debe recrear la escena, lograr tal vez cierta atmósfera de suspenso por lo que sucederá después, describir cada emoción del muchacho le dará más credibilidad a la historia, su preocupación por saber si habrá alguien en casa, si su visita será oportuna o si debió haber avisado previamente con un telegrama. Organiza sus pensamientos pero la puerta no se abre. Hace que el muchacho vuelva a tocar el timbre y alarga un poco más la espera. El joven piensa en el encuentro, en las palabras preconcebidas que ha ensayado para que se escuchen naturales. Abren. Ante sí una escalera muy inclinada y una voz profunda baja desde arriba preguntando quién está ahí. Inserta el diálogo, se hacen las presentaciones, se anuncia como un amigo de la dueña de la casa y la otra voz sube su intensidad aclarando que el único dueño de la vivienda es el que habla. La mujer que anda buscando el jovencito es su hija y no ha regresado del trabajo; si quiere puede volver más tarde, después de las cinco.
Media vuelta y otra vez la ciudad, sus calles, el tránsito de personas que van y vienen rumiando asuntos. Sus pasos han creado un recorrido de huellas sobre huellas por las manzanas de edificios plenos de balcones, rejas y guardavecinos hasta alcanzar las cinco de la tarde, hora en que nuevamente acciona el timbre.
Es el momento de enfrentar al muchacho con la mujer que conoció hace un mes. Ella no es tan amable, ya no es extranjera en provincia. Está en su medio y la sonrisa suena hipócrita, arrepentida. ¿Cómo va a presentar la conversación de un niño que busca refugio y una mujer que evita compromisos? ¿Hasta dónde llegará la embarazosa situación? ¿Quién dejará pasar la brisa? Tal vez ese aire que se cuela por la ventana sea bueno insertarlo en la historia, es un aire que hiela la piel y lo trastorna todo. Se levanta y va hacia el ventanal, busca en sus bolsillos la cajetilla de cigarros. Al azar escoge uno. ¿Dónde habré puesto el encendedor? Regresa al escritorio, busca entre los libros, el desorden de papeles, ceniceros, bolígrafos y todo lo que cabe suponer sobre la mesa de un creador de ficciones. Por fin lo encuentra debajo de unas revistas. Activa la llama. La imaginación retorna al muchacho que es invitado a tomar café y responder a preguntas convencionales en la que la mujer sabe de antemano las posibles respuestas. En el pueblo todo sigue igual, los mismos vecinos, el mismo aburrimiento, las habladurías, en fin, no soporté más y vine a visitarte. Gracias por acordarte de mí, no pensé que lo harías. La mujer se reclina sobre el sofá sin darle mucha importancia a las palabras del jovenzuelo. La siguiente frase también puede colocarse en boca de esta mujer. Apenas intimamos una semana, no pensé que lo tomarías tan en serio. Me dejaste escrita tu dirección, por eso he venido. Sí, ya lo sé, pero debiste haber avisado antes, así de sopetón, me desconciertas; por suerte mi marido está en el extranjero, pero aún así no puedes quedarte: qué podría inventar para justificar tu presencia, no se me ocurre nada. La cara del muchacho se ha contraído, la alegría de haber encontrado a la mujer de tantas promesas comienza a disiparse. ¿A qué hora sale el tren? Espera, no tienes que irte tan rápido. Por esta noche podrás quedarte, no aquí por supuesto, sino en casa de un amigo mío. Él te ayudará, estoy segura...
Hola
ResponderEliminarMe llamo Cristina soy administradora de un directorio web/blog. Tengo que decir que me ha gustado su página y le felicito por hacer un buen trabajo. Por ello, me encantaría contar con tu sitio en mi directorio, consiguiendo que mis visitantes entren también en su web.
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Miguel Ángel, me he quedado con ganas de seguir leyendo... Esto es el comienzo de una novela. Saludos. Alberto Lauro
ResponderEliminarme gusta este relato, me gusta el libro completo, me ayudó en momentos de angustia y me llevó a pensar en algo diferente, grande Miguelón, Gloria.
ResponderEliminarMe alegro mucho que les haya gustado mi relato. Me gusta participar en este blog y leer todo lo que aquí se publica. Es una fuente de cultura increíble.
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