"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


3 de octubre de 2010

Cuando los perros ladran (cuento)

Autor: Danny Echerry (narrador cubano, Santa Clara, 1981)


- Papá, déjame abrir la puerta, quiero ver la luna. – dice Yaima mientras trata de abrir la ventana.

Afuera se escucha un silencio pesado. Yaima está dibujando en el aire muchas letras. Con el dedo índice pone el nombre de su padre. El de su madre. Me mira y se sacude haciendo repiquetear las bolas que tiene en cada punta de sus trenzas: dos trenzas gruesas y castañas. Parecen sogas.

El padre la mira con una seriedad neutral, tan neutral que no sugiere orden. Se confunde a veces con desgano, incertidumbre, y muchas emociones más. La madre, por su parte, tiene una mirada ojerosa, triste y no me la quita de encima.

La luz del candil comienza agonizar. La oscuridad se cuela poco a poco. A lo lejos se escucha una guitarra. Es como un lamento. Tan lamentable que no se puede describir. Más lamentable que estos últimos tiempos llenos de luto y procesiones nacionales. Unos llorando, otros disimulando la alegría. Las calles están pintadas de negro. Los edificios vestidos con banderas oscuras. Todo el país de luto. Qué será de nosotros.

Está anunciado un huracán de grandes magnitudes: “Hasta la naturaleza o Dios están en contra nuestra”, dijo la abuela antes de quitarse la vida con un batido de pastillas. Dijo que una vejez así no valía la pena. La enterramos en el cementerio. Desde hace más de dos meses los cuerpos se botan por las ventanas. Nadie sale a la calle. Hay a miedo enfrentar el futuro:

- Papá, déjame abrir la puerta, quiero ver la luna. – dice Yaima mirando por la ventana.

Armando no responde y se recuesta a su mujer. La claridad de la luna nos permite ver un poco los movimientos. No sé como mi tío dejó entrar a esta gente. Amigos del campo, con dinero y comida, han hecho fortuna en los mercados y ahora aquí: sin una idea que aportar.

Armando saca de un nylon el último pedazo de carne salada. La devoramos rápido, nos chupamos los dedos y Yaima juega con su pedazo. Los demás nos apuramos en comer. Un día terminaremos comiéndonos. Se me ocurre que un día nos vamos a comer.

Se han acabado los chistes. Ellos llegaron hace dos días y ya están agotados los recursos para evadir la realidad que tenemos: El galón de agua y unas viandas crudas. Y la fe, la fe también.

La mujer reza. Toma cada bolita del rosario en sus manos. No sé como se llaman exactamente esas bolitas. Mi formación atea y mi falta de curiosidad en temas religiosos me niegan la posibilidad de conocer sus nombres y cuántas hay que rezar, o qué oraciones decir según el momento. Pero la escucho pedir. Conchita pide por su hija, por su marido, por mi tío tan bueno que les dio abrigo para que el huracán no se los llevara junto con su casa.

Mi tío de pronto se pone en pie. Dice que va al baño. No tropieza con nada pues conoce bien cada rincón. Lo conoce ya mejor que mis padres tan alejados de estas tierras y ajenos a lo que nos pasa. Ahora viven pegados a un televisor comiendo papas fritas y atentos a Walter Mercado que hace pronósticos sobre nuestro país. Mis padres odian los noticieros, desgracias, los noticieros son para decir desgracias, el mundo se ha vuelto loco- Siempre ha estado loco- les diría- por eso da igual donde estés.

Yaima raya las paredes con una de las bolas de sus trenzas. Lo hace para sentir que está viva. Armando se levanta y le da un bofetón. La niña no dice nada, y siento a mi tío en la cocina que agita un vaso de agua. Parece música, se detiene y luego siento su andar seguro llegar hasta mí. Se sienta a mi lado. Me da un beso y un abrazo fuerte y me dice que extraña la cama y le duele que estemos viviendo como miserables. Había que pagar las deudas de la abuela. No sabíamos de donde salía tanta comida. Nunca se cansó de pedir prestado y tuvimos que vender todo. Tío dice que por lo menos esta gente nos ha ayudado a subsistir un poco. Tío se tira boca arriba a mirar el techo como si fuera la noche, y no un pedazo de cemento lleno de marcas de humedad que deja caer un humito blanco de polvo y que Yaima trata de atrapar como si fuera un regalo del cielo. La niña aún tiene fuerzas.

Conchita ahora se me acerca. Se arrastra lentamente y me dice en el oído que tiene miedo y que la lleve al baño. Armando no dice nada cuando Conchita y yo nos paramos. Se queda junto a la pequeña.

Conchita entra al baño. El baño no tiene puerta y la taza está muy sucia. Le noto el asco al orinar. El sonido de las gotas refleja descuido y salpicaduras que tiemblan. Conchita se limpia con un trozo de periódico viejo que tiene la noticia de que nos sobreviene un huracán de grandes magnitudes y nadie sabe qué hacer.

- Armando hace mucho no me toca-dice bajito mientras se quita el blumer- le preocupa más la familia que cuidar los deberes con su mujer. ¿Tú me entiendes?

Le digo que sí con la cabeza. Conchita me toca la cabeza con sus manos gastadas. Yo le digo que sí acercándome a su cuello. Le digo que entiendo todo. Ella toca mi vientre peludo- soy flaco y con muchos pelos-un gato, así me diría mi novia: “eres un gato” y comienzo a lamer a Conchita. Ella baja su boca hasta mi glande y frota despacio. Luego más fuerte y se sube la saya. Lo hacemos rápido. Ella tapa mi boca y yo tapo la suya, rápido, como engañando al cuerpo:

- A lo mejor es nuestra última oportunidad- me dice- hace rato te estaba mirando y me dieron ganas- .

Ella va delante de mí. Entra a la sala caminando a tientas y se tira al lado de Armando. Yo busco acercarme a Tío.

Armando ha dejado de jugar con la niña:

- Papá, ¿y ese olor?

Conchita y yo tosemos un poco. Disimulamos. Armando se levanta y agarra a su mujer por el cuello. La lleva a la cocina:

- Vigila a Yaima- me dice Armando mientras se alejan.

Yaima me dice que su papá le da golpes a su mamá casi todos los días. Mamá es muy confianzuda con los amigos de papá. ¿Tú eres amigo de papá? Le digo que no.

Se demoran. Mi tío no está roncando. Duerme con la boca abierta y la niña me pregunta por qué mi tío se llama Ismael. Le digo que los nombres tienen mucho que ver con la época. Con la gente. Que cuando crezca lo va a entender. Armando entra con Conchita. Vienen de mano. Yaima escribe Mamá y Papá en el aire, mamá y papá en aire. La luna deja ver la silueta de sus dedos.

- ¿Y ese olor? Ahora es diferente al de ahorita.

Armando me mira. Está muy serio. Llama a la niña y de pronto quedamos divididos en dos bandos. Yaima está en el medio:

- ¿Tú no tienes novia?-pregunta Yaima.

- Ya no, se fue del país. Todos mis amigos se fueron también.-le digo.

- Y tú te quedaste.

- Me gusta mi país.

Armando saca una tijera de la jaba donde estaba la última carne con sal. Chasquea la tijera. Entonces llama a la niña y le da dos tijeretazos secos. Uno por cada trenza: “pueden servir para algo”. Le quita las bolas y se las da a la niña que comienza a llorar- parezco un varón- dice, y da un alarido fuerte, grande, y de pronto, como cuando los perros ladran, todo el espacio se llena de lamentos. Vienen de la calle, de las casas, de todos los rincones de la ciudad. Los gritos duran mucho, unos primeros, otros después, gritos guturales, finos, melódicos incluso. Yaima se queda callada. Como si fuera la directora de orquesta y la gente para de llorar también. A lo lejos se escucha uno que se pierde poco a poco, muriendo en la oscuridad.

Yaima está en el centro. Armando dice que mi tío apesta. Armando acerca su cara gorda y pone su bigote en mi oreja:

- Está muerto, encontré pastillas regadas en la cocina cuando subí a mi mujer en la meseta. Está muerto, hay que botarlo.

Yo abrazo a mi tío. El cuerpo es como el de una rana seca. Tengo deseos de llorar pero no puedo. Es como si una barrera de hierro aprisionara mis lágrimas. Un dique de lágrimas. Sí, ahorita se descompone, lo arrastramos. Abrimos rápido la puerta. El tío ya estaba viejo y los huesos pesan. Lo tiramos a la calle. Luego se escuchan unas puertas abrirse y cuerpos cayendo al contén.

Me pongo boca arriba para buscar el sueño. Conchita y Armando hablan en secretos. Yaima ríe pícaramente. No puedo dormir. La imagen del Tío. El miedo al futuro. No puedo.

Siento de pronto una bota en mi vientre. Entonces Conchita me tapa los ojos. Yaima se ríe y me tapa la boca:

- Estamos jugando a la guerra-me dice entre risas-.

Armando ha juntado las trenzas de Yaima. Las siento muy fuerte en el cuello. Armando aprieta y yo pataleo incesantemente. Yaima ríe pero siente mi miedo en sus manos. El aliento apagándose en sus dedos. Me suelta la boca y empuja a su padre:

- Lo matas, si sigues lo matas, papá.

Conchita se aparta asustada. Me pongo en pie y corro. Yo conozco estas cuatro paredes. Corro por toda la casa, qué comida, qué compañía, él me obligó Armando, dale, mátalo, queda poca comida. Armando me alcanza. Le pongo una zancadilla. Forcejeamos y Conchita observa riendo mientras Yaima chasquea la tijera que ha recogido del piso. Yaima me da la tijera y mira a su padre con odio. “Parezco un varón”, le dice, le clavo las tijeras en un ojo. Armando grita y lo tiro como a un tronco viejo. Lo pateo. Él grita como un Polifemo, grita. Conchita se me encima furiosa y la tumbo a patadas. También le doy muy duro y los llevo a empujones. Así medio muertos. Al medio de la calle.

Yaima está en una esquina. Solloza casi en silencio. No dice nada. Camino hasta ella y trata de gritar pero no puede. Como pasa en los sueños. La abrazo y le digo que esta es la guerra. Por eso la gente está trancada. Porque ahora no saben como ponerse de acuerdo. No juegues a la guerra. Ni jugando hagas la guerra. Ella dice que abra la puerta porque quiere ver la luna.

Caminamos. La luna inmensa alumbra los cuerpos. Nos tapamos la nariz. Y vemos que algunas personas comienzan a seguirnos, luego se desvían. Yo quiero ir a un lugar tranquilo para que Yaima mire la luna:

- ¿Por qué la luna no se cae?

- Porque siempre brilla, las cosas que se apagan siempre caen- le digo- cuando crezcas lo entenderás mejor.

Ahora nos dirigimos hacia el mar. Buscamos un poco de aire sano. Atrás dejamos los edificios. Las grandes avenidas.

Frente al mar encontramos mucha gente ordenadas unas al lado de las otras. Como era antes del duelo nacional. Yaima pregunta por qué están así. Tan bien ubicadas -Buscando el orden- le digo-anhelan un orden espontáneo.

La noche se aclara. Pero arriba se ven las sombras grises de las nubes. De pronto la gente, sin decir palabras, se sientan de espaldas al mar y miran lo que tienen en frente: su mundo. Yaima se ríe y los demás también. Yaima dice A y los demás también. Yaima escribe en el aire la palabra miedo y todos hacen lo mismo. Ya están acostumbrados- Yaima, tienen miedo- le digo.

El sol sale. Alumbra pero no muy fuerte. Las nubes se muestran negras, apocalípticas. Llamo a Yaima y le digo que repita muchas veces: “Necesitamos quien nos prepare para lo que está por venir”. Yaima lo repite y ellos también y yo digo que sí, que es verdad y ellos también. Sobre todo ahora, es verdad. Nos sobreviene un huracán de grandes magnitudes.

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.