"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


13 de marzo de 2011

Envuelta en llamas (fragmento), de Ena Lucía Portela





Y ASÍ MISMITICO estaba, clavada en la silla anatómica frente
a mi computadora, con la respiración anhelante y una pertinaz
revoltura de estómago, aquella mañana tan caótica de
mediados de julio de 2007 en que me enteré por el Granma
digital de que los fianas habían capturado al Lobo Feroz la
noche anterior.
Por aquel entonces yo aún no había matado a nadie.
Pero en Cuba, cuando se investiga algún homicidio, todo
sospechoso de complicidad queda arrestado de manera automática
hasta la fecha del juicio. La fiscalía dispone prisión
preventiva sin que los jueces puedan conceder libertad bajo
fianza en ningún caso, aunque el detenido no tenga antecedentes
penales ni recursos para salir pitando de la isla. Es
un procedimiento de rutina. Yo lo sabía porque parte de mi
profesión consiste en saber esa clase de cosas.


Por lo mismo, tampoco ignoraba que, aun sin evidencia
física (huellas dactilares, ADN, etc.) de que yo
hubiera participado en alguno de los crímenes de mi papucho,
aun cuando todas las pruebas en contra mía fueran circunstanciales,
cualquier fiscal con media neurona podía
levantarme cargos por encubrimiento, o peor todavía, por
conspiración para cometer asesinato, y lograr fácilmente,
dada la sevicia extrema de tales crímenes y aquella enorme
e incontrolable polvareda que habían desatado en las calles
de La Habana, que me condenaran a unos 20 o 25 años de
cárcel, o incluso a cadena perpetua.
Cuando un serial-killer encara a la maquinaria jurídica,
más le vale estar loco. Es decir, legalmente loco. Pero
casi ninguno lo está, ya que las neurosis, por agudas que
sean, no sirven de excusa para andar por ahí despachando
gente. De la responsabilidad legal de tus actos sólo te libras
con una psicosis bien florida, algo dificilísimo de simular. De
modo que ni el Lobo Feroz ni quien les habla podíamos
alegar demencia. Aunque lo nuestro tenía su pinta de folie a
deux, a los efectos de la ley estábamos cuerdos.
Dudo que mi titi quisiera dañarme. No porque yo, con
treinta y pico de años y un look de mamucha buenota, no
encajaba en el perfil de sus víctimas habituales, ni porque
un par de meses atrás, en aquella horripilante nochecita del
19 de mayo, había rectificado una pifia suya, salvándole el
culo, sino porque yo era la única persona en toda esta puta
ciudad ante la cual él podía jactarse impunemente de sus
artimañas para confundir a los sabios del DTI (Departamento
Técnico de Investigaciones), de sus trucos para joder al no
tan sabio Chino de la Pistola, de su incapacidad para compadecerse
del prójimo, de lo maligno que era, de cuánto se
divertía siendo maligno, en fin, de su innegable talento para
el crimen, y recibir además toda la atención que merecía y
que tanto le escatimaban los periódicos y los programas
dizque informativos de la radio y la tele. No es por darme
balijú, pero me temo que el Lobo Feroz, sin mí, se habría
sentido más solo que un perro callejero.

Aquella mañana, sin embargo, nada de eso importaba.
Mi asesino predilecto debía llevar unas cuantas horas en la
unidad de policía de Zapata y C, y ya sabemos lo apapipia
que es nuestra insigne PNR (Policía Nacional Revolucionaria).
Cierto que aporrean más a los negros, pero tampoco
iban a desaprovechar el chance de sacudirle el polvo al
puñetero blanquito que había estado humillándolos durante
meses. A las 7:59 am, cuando supe del arresto, ya debían
haberle propinado su buen pase de tranca. Seguro le habían
roto varios dedos, o le habían hecho escupir algunos dientes,
entre otras delicadezas. Y él, claro, había cantado cual
tomeguín del pinar, delatándonos a mí, a Kremlin Navarro,
alias “Cocodrilo” —su proveedor de cocaína, ignaro de sus
hazañas nocturnas—, y a la madre de los tomates. No sólo
por el vapuleo, sino también porque enfrentaba la pena de
muerte, algo que suele inducir en los reos un noble afán por
cooperar. Y en definitiva, si su carrera criminal ya se había
ido al carajo, ¿qué rayos ganaba protegiéndome? Lo raro,
pues, no era que los fianas estuviesen al caer por aquí, sino
que aún no hubieran llegado.
Para eludirlos yo habría tenido que pirarme de Cuba
en el acto, lo cual no me era factible por la ruta legal.
Tengo dos pasaportes: uno azul pizarra, con la menorah en
la tapa, que se abre y se lee “al revés”, como todos los
libros en hebreo, y otro azul plomizo, con el escudo de la
llave y la palmita. Pero ninguno me servía para abordar el
avión de Copa que despega cada mañana de Rancho Boyeros
con destino a Ciudad Panamá y ponerme a buen recaudo en
algún paisito del área que no tuviera convenio de extradición
con la isla.
Mi pasaporte israelí no es válido en territorio cubiche.
Nuestro gobierno, aunque las relaciones diplomáticas son
muy tensas, reconoce al Medinat Yisra’el. Lo que no reconoce
es la doble ciudadanía de nadie que haya cometido la
imprudencia de nacer en Cuba. Para franquear el control
fronterizo en cualquier aeropuerto internacional de este
país, ya sea en La Habana, en Santiago o en Varadero, debo
mostrar mi pasaporte cubano con alguna visa extranjera,
amén de un “permiso de salida”. Y lo malo es que dicho
salvoconducto hay que solicitarlo previamente en la oficina
de la Dirección de Inmigración y Extranjería, sita en la calle
J, acá en el Vedado, cuyos funcionarios te lo conceden o no,
según les dé su real gana, o según dictamine la DSE
(Dirección de Seguridad del Estado), trámite medio complicadito
que involucra planillas, cartas, pagos, fotos, sellos
y… paciencia, ya que jamás se resuelve en menos de una
semana. ¿Soborno? ¡Juas juas! Ninguno de esos burócratas
me acuñaría el pasaporte de inmediato así le ofreciera un
alucinante fajo de cucos y, de propina, meterme debajo de
su buró y mamarle la pinga con un fervor que ni Monica
Lewinsky. Porque nadie quiere problemas con la DSE. ¡Ni
hablar del peluquín!
Y cancelada la partida lícita, ¿cuáles eran mis opciones?
Fletar un yate en la marina Hemingway, poner la
proa hacia el Norte y huir a toda máquina rumbo a Key
West. Fue así cómo el intrépido Henrik Nielsen, ingeniero

naval, logró sacar de la isla en octubre de 1999 a mi amiga
Leticia junto con su hijita de cuatro años. Aquel gigante de
pelaje rojizo no iba a renunciar a la mulata más bella del
cabaret Tropicana sólo porque a la bola de sátrapas coño’e
sus madres de Inmigración —él los insultaba en sueco— no
les salía de los timbales otorgarle el jodido “permiso de
salida” a Naomi, la niña de Letty.
Pero Henrik, vikingo al fin, sabía pilotar un yate entre
el oleaje cálido e insidioso del estrecho de la Florida (90
millas náuticas con un largo historial de naufragios, hermanos
que llegaron tarde al rescate, sangre en el agua y
tiburones que en este último medio siglo han devorado a
miles de cubanos) y maniobrar ágilmente para evadir primero
a las tres lanchas guardacostas que trataron de interceptarlo
y después a los dos helicópteros que le arrojaron bolsas
de arena para echarlo a pique, mientras Letty permanecía
en el camarote con su hija, culpándose por haber motivado
aquella loca travesía y prometiéndole villas y castillas a
Yemayá, reina de los mares, para que Naomi no se diera
cuenta de lo que estaba pasando. Por Dios. Yo ni en sueños
habría podido hacer todo eso.
Menos aún me entusiasmaba la perspectiva de transitar
por la “tierra de nadie”, franja divisoria que se extiende
entre el suelo propiamente cubiche y el de la base del US
Navy en Guantánamo, nuestra única frontera terrestre, donde
tantos han perecido al intentar futivarse de Cuba por esa
vía, que es campo minado.
Tampoco podía refugiarme en alguna embajada,
acogiéndome al derecho de asilo, puesto que el affaire Lobo
Feroz no era un chanchullo político. En cierta forma lo era,
pues como decía mi ex, el trotsko Rafael Bencomo, aquí
TODO es política. Pero aun así no me parecía muy probable
que hubiese en esta capital muchas sedes diplomáticas disputándose
el privilegio de amparar a la cómplice de un
serial-killer.
Descartadas todas esas variantes de fuga, ¿quedaba alguna
otra alternativa, alguna grieta por la cual escabullirme?
Tal vez. Quién sabe. Yo no veía ninguna.
Para mayor infortunio mío, a esas alturas del match el
Lobo Feroz ya conocía mi verdadero nombre. Me refiero al
que reza en todos mis títulos, contratos, tarjetas, licencias y
pasaportes, en el registro civil, en la guía de Ciudad de La
Habana y en el fichero de la DSE, esto es: Raquel Newman
Mordzinsky, alias “Caperucita Roja”.
Bueno, lo de Caperucita no reza en ningún lugar. Nadie,
salvo mi papirriqui, me ha llamado jamás así. Me
endilgó ese apodo entre jadeos, en un paroxismo de calentura,
hacia finales de marzo de aquel mismo año. Se la ponía
como una cabilla —alardeó— el nickname de la chulita
retozona y desobediente que mataperreaba por el bosque
frondoso en busca de acción. Y siguió aplicándomelo aun
después de conocer mi nombre oficial, pues ese otro le sonaba
—sentenció con fingida tristeza— muy cheo. Cuando
sobrevino el arresto ya me había comentado que yo, con un
semejante primer apellido, New-man, traducible del inglés

como “hombre nuevo”, debía ser la chula más ñángara del
planeta.
En realidad la ortografía de ese patronímico, en alemán,
es “Neuman” —se pronuncia Noiman—, sólo que mi
abuelo paterno, sabrá el diablo por qué, sustituyó la U por
una W luego de su arribo a San José de Costa Rica, adonde
fue a carenar en 1941, prófugo de su natal Lübeck. Ni se
imaginaba que a la vuelta de unas décadas el bellaco de
Shimi, para gran furia de mi padre, también chotearía nuestro
apellido con W, pontificando que todos nosotros (él,
Dudu, el viejuco furibundo y yo) habíamos nacido marxistasleninistas,
materialistas dialécticos, ateos, progres y fans
del Che Guevara.
Pero volviendo a mi cielito azul en julio de 2007,
resulta que, además de mi nombre y mi número de teléfono
fijo, sabía mi dirección. Yo misma le había regalado ese
dato, con tal de engatusarlo, como ronroneándole provocativamente
al oído: Ojo, pipo, estoy acá muy solita, encuerita,
inerme… ¿qué, no te embullas a visitarme?
En la certeza de que nunca iban a cogerlo, con aquella
revelación había ligado mi destino al suyo. Y ahora estaba
acá muy solita, encuerita, inerme, sin plan B ni salida de
emergencia. Acorralada. Contra la esquina. Envuelta en llamas.
Cuando al fin logré levantarme, fui al baño intercalado
entre el estudio y mi cuarto. Una tenue claridad se filtraba
por el cristal de la ventana. Saqué del botiquín un sobre con
tres pastillas diminutas y me las tragué con agua de la pila.
En otras circunstancias jamás habría hecho eso. Me sequé
las manos, que me temblaban, y volví al estudio.
En uno de los libreros, tras un obsoleto Manual Merck
del doctor Newman, había escondido seis días atrás, para
evitarme tentaciones, una botella de Chivas Regal. Cuando
aquello aún esperaba que el Lobo Feroz me telefoneara para
salir juntos en la Nissan. Ya no. Agarré, pues, la botella y
me soplé un cañangazo. Luego otro. Y otro.
De nuevo en el baño, cogí del clóset un batín de felpa
negra y me lo puse. Poquito a poco iba relajándome. Entre
las píldoras y el whisky, lo que tenía dentro era una especie
de coctel molotov con la mecha prendida.
Regresé al cuarto. Me arrodillé frente a la mesita de
noche y extraje de la gavetona mi Beretta 22. Le inserté un
cargador, le quité el seguro y la rastrillé.
Me incorporé. A pocos metros había en la pared un
póster de Rusell Crowe con disfraz de gladiador (ahora, en
el mismo sitio, hay uno de Johnny Depp vestido como un
gángster de los años 20). En la postura Weaver, con las
piernas algo separadas, apunté al entrecejo del gladiador,
primero con la derecha y luego con la zurda. Perfecto. Pulso
firme. Cero tembleques. Nada de retortijones de barriga ni
de sudor frío. Aquella opresión horrible que minutos antes
me atenazaba el pecho había desaparecido por completo.
Apoltronada en la cama, con la pistola bien a mano,
encendí un cigarrillo. Estaba lista. ¿Y los fianas qué? Le eché
un vistazo a mi reloj pulsera. Hum. ¿Por qué se tardaban
tanto? Esos imbéciles… Eran las 8:43 am, hora de verano.

De la novela inédita La última pasajera



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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.