OLVIDÓ QUE ME QUERÍA (FRAGMENTO DE LA NOVELA)
AUTOR: MIGUEL ÁNGEL FRAGA.
LA MADRE DE DESABEL no era de las que se detienen a conversar con su prole, pero esta vez se sentó junto a la hija con expresión autoritaria y le dijo que no consentía tal disparate. Eres muy joven, mi perla, y tu novio lo es todavía más. ¿Cómo crees que podrán aclararse si los dos estudian en la universidad? Los matrimonios de hoy no son como los de antes que duraban la vida entera; en cuanto se les ponga la cosa difícil… a volar paloma. Odlanier tendrá que buscarse un trabajo pronto como mecánico o lo que sea; algo que de dinero, pues de mantenido que ni piense que va a vivir. ¿Y qué harás cuando quedes embarazada? Perderás los estudios y adiós tu sueño de doctora. ¡Qué espanto, con 40 años me convertiré en abuela! De eso nada mi santa, si apenas tengo arrugas en la frente. Desde ahora te advierto que yo no crío nietos. ¿Cuántos hijos piensan tener y quién te los va a cuidar? En esta casa no cabemos ni nosotras. Imagínate tú, cuatro chiquillos corriendo, ensuciando, rompiendo... ¡Ay, mi Dios, qué locura se avecina! ¿Tú sabes cambiar pañales? Si apenas sabes freír un huevo, mi perla. No, no, no, no… no estoy para estos trotes. Si quieres buscar marido tendrás que arreglártelas sola, mi sol; ya estás grandecita y sabes lo que haces.
Al padre de Odlanier el casamiento le desentonó también el estómago. Lo que más le preocupaba era la confesión de su hijo de que nunca había tenido relaciones sexuales con Desabel ni con ninguna otra mujer. Qué le podrá enseñar en la cama si no tiene experiencia. Al matrimonio hay que llegar, lo que se dice, en forma, bien documentado, para que su mujer no se desanime. Él tiene que sorprenderla con algo que le guste de verdad para que ella sea fiel toda la vida. Tiene que convertirla en una mujer dependiente enamorada de su hombre. Yo a la edad suya hacía rato que saltaba de cuarto en cuarto buscando entre las piernas de las chiquillas. Fue mi propio padre quien me mostró como uno debía hacerse hombre y me llevó, apenas cumplí los quince años, a un burdel del barrio chino para que conociera lo que era la vida y nadie me hiciera cuento. Él me enseñó lo que un hombre debía aprender. Yo no he podido hacer lo mismo con mi hijo porque los tiempos han cambiado y la vida te impone otras condiciones. Me hubiera gustado que Odlanier hubiese heredado algo mío. Yo me casé a los 40 años cuando me cansé de probar las jebas que me dio la gana. Me decían Piquito de Oro: no había niña que me dijera que no. Después de una hora de labia, qué culito se iba a resistir. Lo que les ponía era mambo chá: para la niña y para la señora, como dice La Aragón. Las dejaba chorreaditas, calientes como un fogón, y había días que me tenía que escurrir porque me buscaban como al palo de la canela. ¡Mi chamaco está loco! La estupidez de llegar virgen al matrimonio sólo le traerá dolores de cabeza. Su mujer, desde la primera noche de boda, va a ser una insatisfecha sexual, una mujercita frígida que no se enterará de nada. Mi hijo en cuanto la toque, con lo inexperto que es, se va a venir enseguida y luego a dormir la borrachera. Sabes lo que temo, que la vuelva infeliz y eso seguro termina en fracaso, te lo digo yo que conozco a las mujeres. Si esa muchachita encuentra otro que le brinde lo que él no ha podido darle, seguro le pega los cuernos antes del año, y comprenderás que es muy doloroso para un padre tener un hijo tarrú. Mira a tu hijastro Lovilli, él si es faldero cien por cien. Qué le importa matrimoniarse; lo que busca es divertirse mientras se pueda. Yo lo aplaudo, ya tendrá oportunidad de casarse cuando tenga edad para eso. Mi hijo no piensa así. Yo respeto su decisión, si quiere casarse... no tengo otra opción que dejarlo antes de que se vuelva maricón. Ya cumplió dieciocho años y en estos momentos lo que le hace falta es una verdadera mujer que le enseñe lo que tiene que saber para que se convierta en hombre y deje a un lado esas ideas románticas y absurdas.
Libélula miró al padre de Odlanier con desdén. Estaba ocupada cosiendo el vestido que le habían encargado y aquella perorata la distraía de su tarea. Heliodoro hacía cuatro días que no aparecía por casa y no tardaría en regresar de un momento a otro de Camagüey. ¿Por qué no te vas de una puñetera vez, Reinaldo? –fue lo único que se le ocurrió decir. Quería que todo estuviese en orden antes de que llegara el ordinario del marido que, como siempre, aparecía ofuscado y cansado de manejar el camión de la empresa portuaria que no le traía más que desgracias, según él. Llegaba, aparte de hambriento, olisqueándolo todo en busca de pruebas de adulterio. No tenía duda de que su mujer lo traicionaba a pesar de las ínfulas de macho que presumía en el solar.
–Ya me voy, pero antes quiero pedirte un gran favor –se le acercó con cautela por la espalda y acarició los pechos de Libélula que no dejaba de pedalear en la vieja máquina Singer.
–Dime lo que vas a decirme, no ves que estoy trabajando.
–Quiero que le des algunas lecciones a mi hijo. Nunca te he pedido un favor de este tipo, espero que no te moleste.
Libélula levantó la vista por encima de sus espejuelos para mirar mejor al padre de Odlanier. No sabía si asombrarse o iniciar un escándalo de esos que ella sabía dar cuando se sentía mujer-objeto.
–Tú piensas que soy una puta o qué. Que me vaya a la cama contigo no significa que también tenga que encamarme con tu hijo y tu parentela. ¿Acaso, me pagas por esto? Yo soy una mujer decente, no ando buscando hombres por ahí. Si me acuesto contigo es porque mi marido se pierde semanas enteras y una necesita engrasar el cuerpo, y lo he hecho durante tantos años que una vez más qué importa. Pero también con tu hijo... ¡Chico, tú eres un degenerado!
–Mi bombón, todo quedará en familia. No tengo a nadie a quien acudir y no quiero pagarle a una guaricandilla que me lo va a pervertir y puede que le pegue una enfermedad de esas que andan por ahí. Tú eres una mujer seria, decente como bien tú dices, y yo soy el único papi que tú tienes –creo yo– aparte de tu marido, vaya, por eso te tengo confianza. Tú eres la indicada para que le enseñe este tipo de docencia al chamaco. No lo tomes así, mira que yo soy el primero en ponerse celoso si tú lo disfrutas. Es pura docencia. Oye, chini, tú sabes que en cuanto consiga el divorcio con mi mujer y se vaya a vivir con sus viejos, dejas el solar y te mudas pa’ mi casa. Prometo ser un marido ejemplar y a Heliodoro, lo mandas pa’ Camagüey con camión y todo, seguro que por allá tendrá su querida. Tú y yo somos la pareja perfecta, qué mejor madre para mi Odlanier que hasta le enseña lo que ninguna madre se atreve a enseñarle a un hijo.
Libélula tuvo que levantarse y cerrar un poco la ventana que daba al pasillo. No quería que los vecinos oyeran la conversación, bastantes discretos habían sido que ninguno le había ido con el cuento a Heliodoro de las veces que el padre de Odlanier la visitaba en su ausencia. Estaba decepcionada de que este bribón la hubiera encaramelado, prometiéndole villas y castillas durante siete años y nada: aún seguía en el cuartucho del solar de Trocadero. Estaba cansada de su marido, de Reinaldo y de la maldita costura que no le daba ni para comprarse un vestido.
–Vete, hazme el favor –empujó con furia al padre de Odlanier hasta la puerta y la cerró de un tirón–. ¡Esto es el colmo! ¡Proponerme templar con su hijo!
Lo que no sabía Libélula era que una hora más tarde Odlanier llamaría a su puerta. Ella extrañada de que Heliodoro hubiera olvidado las llaves, abriría con desgano pues sabía lo que iba a pasar: él iría directo a la cocina preguntando qué había de comer, siempre la misma mierda. Iniciarían la discusión acostumbrada; reclamaría sobre el dinero que le dejaba y ella levantaría mucho más la voz haciéndose la ofendida. ¿Qué dinero tú me das, chico? El dinero de la comida lo busco yo cosiendo para la calle. Ni siquiera puedo comprarme una máquina nueva y con estos espejuelos estoy perdiendo la poca vista que me queda porque ni siquiera son míos: eran de mi madre –que Dios la tenga en la gloria– y apenas veo con ellos. Trajiste algo tú, porque en la carretera se consiguen muchas cosas. Antes traías mangos, aguacates, viandas, un pollo de vez en cuando, pero ahora… ¿Pa’ dónde llevas esas cosas? Seguro pa’ la casa de la querindanga que tienes en Camagüey, porque esos viajes tan seguidos al mismo sitio…
Sorprendida, tuvo que aguantarse el monólogo de bienvenida que tenía preparado.
–¿Qué tú haces aquí, muchacho?
–Es que mi padre me dijo que usted tenía un mandado para mí. –Odlanier, aparte de virgen e ingenuo, también era hermoso. Libélula miró al chiquillo que tenía parado ante sí y sus ojos descubrieron a un mulato de casi 1.80 de altura, musculoso y de piel curtida por el sol. Sabía por el padre que Odlanier entrenaba todos los días en el gimnasio de la Ciudad Deportiva y se esforzaba por ser campeón de kárate, corría tres kilómetros diarios antes de comenzar las clases en la Universidad y era vegetariano. Una cosa es lo que te han contado y otra comprobar que la realidad superaba la idea que tenía del muchacho. Sin saber por qué, el enojo de un momento anterior había desaparecido.
–Pasa, no te quedes en la puerta, tú no sabes lo chismosos que son los vecinos de este solar. ¿Quieres un poquito de café?
–Gracias. Sólo tomo té.
–¿Estás enfermo? No tengo té, pero puedo ofrecerte tila, manzanilla, menta, anís, caña santa –ni ella misma comprendía el cambio tan repentino. A su edad, con cuarenta y tantos años vividos, la presencia de un jovencito como Odlanier le renovaba el espíritu y hasta las ganas de vivir. Ahora rogaba a la virgencita del Cobre que no se apareciera Heliodoro porque ahí sí se armaba la grande–. Siéntate en la cama, es que tengo un reguero enorme. Las ropas que están encima de las sillas son encargos que tengo que arreglar. Oye, cómo has crecido, cuando te conocí apenas levantabas un metro del piso. Desabotónate la camisa que con este calor te vas a enfermar. El ventilador lo tengo roto. Si quieres te hago limonada para que te refresques. Espera un momento, voy a pedirle a la vecina unos trocitos de hielo.
Odlanier andaba apurado. No sabía cuál era el encargo tan urgente que su padre le había mandado a buscar y los excesos de amabilidad de esta señora lo pusieron incómodo. Miró el reloj y pensó que ya se le hacía tarde para encontrarse con Desabel, hermoso nombre, en su opinión, que la madre de la muchacha escogió para que su primera y única hija, tuviera un nombre diferente, original e irrepetible; aunque en realidad no fue la madre quien lo halló. Los nombres que ella propuso después de largas horas de meditación como Sedecrem (el nombre de la madre, Mercedes, al revés) y Descemer, otra combinación fallida con las sílabas de Mercedes invertidas, eran más apropiados, el primero para un ungüento para la piel y el segundo para comercializar un producto farmacéutico. Fue a Abelardo, el padre, a quien se le ocurrió combinar las tres últimas letras de Mercedes con las cuatro primeras de Abelardo consiguiendo el nombre Desabel. Y era Desabel o Desabelita, como Odlanier la llamaba, quien lo esperaba a las seis de la tarde en la esquina de Zanja y Galiano para tomar helado y pasear por el malecón donde, tomados de la mano, planificarían el futuro al margen de la vorágine social. Ambos se habían prometido fidelidad y el acto de mantenerse incontaminados antes del matrimonio les parecía la mayor prueba de amor. Pero Libélula no pensaba lo mismo y ya había decidido complacer a Reinaldo, quién, sin que ella pudiera explicárselo, siempre se salía con la suya.
–Ay Ilusión, mi amiga, si ves aparecer a Heliodoro entreténmelo como puedas, allá dentro tengo una joyita que me ha caído del cielo y no puedo desaprovechar la oportunidad porque yo misma no me lo perdonaría.
Entretanto Odlanier (otro resultado de la inversión de letras, esta vez Reinaldo, el nombre del padre) se entretenía mirando las estampitas de santos, los retratos de difuntos servidos con vasos de agua, los relicarios, las medallas, las velas y las imágenes de yeso que colmaban la pieza. En un rincón descubrió cazuelas de barro tapadas y adornadas con pañuelos de colores, aros y metales que imitaban el oro, campanas y sonajeros. Al lado de la cama, casi al pie de la ventana, halló una mesa vestida con un mantel blanco y un sin número de vasos ya marcados por la evaporación del agua; en uno de ellos un crucifijo de metal mantenía casi ahogado al Cristo. Ante este cuadro sobrecogedor no tardó en darse cuenta de que se encontraba acompañado de todo el panteón yoruba, las almas espirituales y los santos católicos. En cuanto apareció la amiga del padre se levantó de un tirón y anunció que tenía que irse. Otro día se tomaba la limonada con más calma.
–Niño, deja la vergüenza. ¿Cuál es la bobería? Con el trabajo que me costó conseguir el hielo. Siéntate que enseguida te la preparo –lo sentó con suavidad sobre la cama y fue al espacio destinado a la cocina a prepararle en un santiamén el refrigerio. Habló de cualquier cosa con tal de distraerlo. Lo miraba enardecida y el vapor le subía desde el pecho hasta la garganta. Pudo haber utilizado sus artes de seducción, pero como estaban apremiados, la solución más rápida y efectiva que se le ocurrió, para disfrutarlo a su antojo, la encontró en unas gotitas de dormidera que con mucha discreción dejó caer en el vaso de la limonada–. Aquí está. La hice para ti. No le eché mucho azúcar porque tú sabes que engorda. ¿Es cierto que te casas?
El dopaje tuvo un efecto inmediato. Ay mi madre, creo que se me fue la mano –pensó. Se volvió hacia la imagen de la Virgen del Cobre y le pregunto–: ¿Qué hago ahora? Dormido no me sirve. ¿Cómo le levanto el manda’o? No era cosa de perder tiempo. Lo descalzó, le quitó la camisa y le aflojó el cinto del pantalón. Esto me parece una violación. Contempló al muchacho dormido con los brazos hacia arriba. Acarició su pecho y deslizó suave su mano por el abdomen. He metido la pata, esto es una locura. Así no va a funcionar; mejor lo despierto y que se vaya para su casa. La culpa es de su padre, mira que meterme estas cosas en la cabeza. Yo soy una mujer decente, casi puedo ser su madre. Aunque... dormido lo que se le marca es… ¿Tendrá un sueño erótico? ¡Ay, Santa Bárbara bendita! Una hija de Ochún no puede hacer esto. ¿Me estaré volviendo titimaniaca? La voz de Ilusión llegó de la habitación contigua; tarareaba una canción de moda, más que cantarla chillaba el estribillo de los Van Van “Esto te pone la cabeza mala…” ¡Ay Caridad del Cobre, llegó mi marido, ahora sí se formó! El aviso de Ilusión llegó oportuno para desmaterializar los planes que la libido organizó en su cabeza. Al menos tuvo tiempo para cubrir con una sábana el pecho del muchacho, sentarse ante la máquina de coser y comenzar a dar puntadas a lo primero que vio a su alcance. Heliodoro apareció en el umbral de la puerta traspirando, oliendo a herramientas, gasolina y más hediondo que el río Almendares.
–¿Qué se cuenta por aquí?
–Na’, lo mismo de siempre, pedal, hilo y vista cansada, cose que te cose el santo día. Ah, en la cama está tirado el hijo de Ilusión, el que vive en el Diezmero. Ilusión lo trajo para que lo conociera, se casa pasado mañana pero parece que hace una semana está celebrando. En cuanto se sentó en la cama se quedó dormido.
Lo dijo todo de un tirón, como previendo la desgracia, con la naturalidad más encantadora del mundo.
Heliodoro miró al muchacho con desconfianza.
–¿Llegó sin zapatos y desnudo? –preguntó con ironía.
–No seas exagerado, no estás mirando que tiene una sábana por encima. El pobrecito, tenía un calor…
–Y tú lo refrescaste al tiro –estuvo a punto de despertarlo, echarlo a patadas y agarrar a su mujer por el pescuezo. La sangre se le iba a la cabeza y las sudoraciones comenzaban a aumentar su intensidad cuando en un gesto de solidaridad entre vecinos, con ánimo de evitar la desavenencia marital, Ilusión se asomó a la puerta.
–¡Hola, familia! Aquí les traigo un buchito de café, como escuché el ruido del camión, supe que llegó Heliodoro. Está acabadito de colar.
–Pasa, aquí está tu hijo rendido. Vino a saludarme y no sé qué le pasó. Tiene una nota…. ¿Por qué no te lo llevas? Mi marido es muy mal pensado y puede ocurrir una desgracia.
Ilusión quedó en una pieza, no esperaba que la amiga tuviera la tenacidad de hacerla cómplice; estaba bien que ella se inmiscuyera un poco con ganas de colaborar, pero que le adjudicaran un hijo que no era suyo… Miró a su nuevo entenado, que con este serían siete en su lista de madre adoptiva. Si bien no había tenido la gracia de concebir a sus cincuenta y dos años, cada vez que iniciaba un romance con un hombre resultaba estar casado o divorciado, con dos o tres chiquillos que a la larga, terminaban llamándole mamá. Hizo una mueca entre amistosa y sorprendida y añadió.
–¡Qué cabeza la mía, mira donde lo dejé tirado! Como nunca viene por casa… Es el hijo de Mauricio, el panadero de la esquina de Toyo. Pobrecito, aún se acuerda de mí. Su verdadera madre lo abandonó para irse para el norte. Le prometió mandarlo a buscar pero el padre no le autorizó la salida; así que en mis brazos encontró una mamá. Lo quiero como si fuera mi hijo; en realidad lo único que me faltó fue darle el pecho y cambiarle los pañales. Cuando lo conocí tenía tres años y mira lo que ha crecido. ¡Qué bello es! Despierta, cariño. ¿Qué te pasa a ti, Heliodoro? Quita esa cara de vena’o y sostenme el café; todavía se lo voy a echar encima a mi bebé.
–A mí no me parece tan bebé, se te casa pasado mañana –dijo Libélula sin interrumpir la costura, ahora más animada por la paleteada de la amiga. Heliodoro no sabía si creer lo que estaba viendo o gritarles lo cínicas que eran. Abrió su camisa para ventilarse y al no hallar otra cosa que hacer, mostró su panza enorme llena de vellos enroscados. Se acarició el vientre y preguntó–: ¿Qué tienes para comer? Vengo con un hambre que me comería una vaca.
–Lo que hay es lo mismo de siempre. Los tres mosqueteros: arroz, frijoles y huevo. Y da gracias a Dios. –Ya se disponía a dispararle el monólogo acostumbrado pero reconociendo que el horno no estaba para panecillos calientes, prefirió ser amable. Dejó a un lado la costura y con mucho teatro y zalamería se dispuso a preparar el almuerzo al marido. Eso sí, contrariada pues le facilitaba a la vecina la tarea que Reinaldo le había encomendado. Verdad que una no tiene suerte –pensaba–. Mira que aparecerse Heliodoro cuando menos lo necesito. Bueno, a veces lo que sucede conviene.
Me ha encantado. Una pregunta sobre la foto de la portada. ¿Es la del edificio de la esquina de Neptuno frente al Parque de Mella, delante de la Universidad de la Habana?
ResponderEliminarCreo que es un edificio de La Habana Vieja. Pregúntale a Miguel Angel Fraga, él sabrá si...
ResponderEliminarMe encanta! Si hasta me parece que estoy leyendome la novela en ese solar, vigilando las sábanas para que no me las roben, y perfectamente concentrada -por costumbre- a pesar de las radios, las teles, las broncas, los muchachos, los perros, y hasta las cucarachas.
ResponderEliminarMuchas felicidades! Muy bueno Miguel! Pero ya esto te lo dije cuando me leí la novela la primera vez!
ResponderEliminarBesitos