Por Armando Almada-Roche*
(Buenos Aires, especial para ABC Color)
José Lezama Lima, todas las tardes, convertía la sala de estar de su casa de Trocadero 162, en su cuarto de trabajo. Apoyaba una libreta sobre el brazo del sillón en que invariablemente se sentaba y escribía. A veces, cuando el asma no lo dejaba dormir, se iba a una segunda noche y sus manos volvían a penetrar el hálito de la palabra; pero al parecer las horas más productivas eran las del crepúsculo.
La generosidad era un rasgo que distinguía a Lezama; otro, era la ironía. Nadie, ni sus más íntimos amigos han podido librarse de ella. Si Paradiso dividió en dos su vida; la fama, sin embargo, no había logrado alterarla. Sencillo e inmodesto, amable y desdeñoso, apasionado e indiferente. Lezama, más allá del bien y del mal, insensible a la diatriba y al elogio, era el mismo de siempre. La fe en su obra, la convicción de su valor, de las que en su momento dio muestras, son idénticas a las que hizo patentes cuando era un escritor desconocido.
José Lezama Lima, poeta, ensayista y narrador cubano que un 9 de agosto moría en La Habana, su ciudad natal. Figura descollante del grupo Orígenes (en el que también participaron Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith, Ángel Gaztelu, José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera), no sólo su gravitante poesía sino también su papel de animador cultural adquieren relevancia a partir de 1937, año en que aparece Muerte de Narciso, su primer título. Max Henrí- quez Ureña sostendría años más tarde que si ese libro inicial “fue una revelación”, el segundo, Enemigo rumor (1941) “fue una revolución”. La obra de Lezama se va completando posteriormente con Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949), Dador (1960), en poesía; Analecta del reloj (1953), La expresión americana (1957), Tratados de La Habana (1958), La cantidad hechizada (1970), ensayos; y Paradiso (1966), novela. El conjunto siempre ha sido altamente estimado, a nivel latinoamericano, por una élite intelectual que a menudo se envanece de su propia admiración, como si el mero hecho de entender a Lezama les otorgara una patente de talento y erudición.
Nouveau roman
¿Por qué escribir si de alguna manera ya todo ha sido escrito? Gide observó sardónicamente que como nadie escucha, hay que volver a decirlo todo, pero una sospecha de culpa y superfluidad mueven al intelectual europeo a la más extrema vigilancia de su oficio y de sus medios, única manera de no rehacer caminos demasiados andados...
Entre tanto, Lezama en su isla amanecía con una felicidad de preadamita sin corbata de pájaro, y no se sentía culpable de ninguna tradición directa. Las asumía todas, desde los hígados etruscos hasta Leopold Bloom, sonándose en un pañuelo sucio, pero sin compromiso histórico, sin ser un escritor francés o austriaco; él es un cubano con un mero puñado de cultura propia a la espalda y el resto es conocimiento puro y libre, no responsabilidad de carrera... No era un eslabón de la cadena, no estaba obligado a hacer más o mejor o diferente, no necesitaba justificarse como escritor. Tanto su increíble sobreabundancia como sus carencias procedían de esa inocente libertad, de esa libre inocencia...
José Lezama Lima era uno de los últimos escritores incorporados a ese movimiento espléndido, corrosivo y fulgurante que ha irrumpido en la literatura universal y que constituye la novela latinoamericana actual. Movimiento donde existen figuras muy dispares en edad, nacionalidad, estilo y actitudes ideológicas que engloba a escritores de todas las latitudes del subcontinente sobre cuyos libros los críticos más importantes del mundo se inclinan con una atención extremada y se vuelcan las grandes masas de lectores de Occidente. Consumida en sí misma la escuela de la nouveau roman francesa, agotado el neorrealismo italiano, mordiéndose la cola con sucesivas complejidades la narrativa estadounidense –donde los best sobrevivieron a duras penas ahogados por un intelectualismo creciente– y sumida en la pobreza estética la novela de los jóvenes airados ingleses, los novelistas argentinos, guatemaltecos, cubanos, peruanos o mexicanos irrumpen en el mercado internacional con un desenfado estético y una envergadura creadora verdaderamente excepcionales.
Pero, desde luego, no se trata de un grupo, de una escuela ni de un movimiento orgánico, sino de una actitud, de un talante creador que da lugar a resultados a veces divergentes; otras, dispares, aunque siempre nacidos de una actitud profundamente renovadora de desmitificación y desbordamiento expresivos. ¿Qué tiene que ver Juan Rulfo con su paisano Fuentes, Elizondo con Juan Carlos Onetti, Vargas Llosa con García Márquez, o Julio Cortázar con José Lezama Lima? Intentar “organizar” artificialmente este movimiento, sistematizar sus fuentes, sus resultados, o catalogar ordenadamente las ideologías de estos artistas –y mucho más intentar rastrear motivos políticos en el momento de su lanzamiento– es una empresa condenada de antemano al fracaso. Se trata, creemos, de una erupción en libertad, del hallazgo de una mecánica creadora similar que no es otra que la expresión barroca del mundo, y la utilización desenfrenada y crítica del lenguaje.
“...al piélago de la fantasía”.
Lezama Lima se incorporó a esta erupción en el año 1966, con la publicación de su gigantesca novela Paradiso, obra de casi toda una vida, cuyos primeros cinco capítulos habían aparecido ya en 1954 en la revista Orígenes, que por aquel entonces dirigía el escritor. Desde la aparición de este libro la figura de Lezama ha centrado la curiosidad de la crítica, se han multiplicado los panegíricos y ya han sido publicadas muchas ediciones de esta novela tan voluminosa como insólita y difícil de leer. Se habla de Lezama siempre de oídas, como “presumiblemente genial”, y los artículos que sobre él se escriben revisten un tono mágico donde la creación prima sobre la información y la crítica, y en los que es inútil la tentación de resistirse a seguir al propio escritor en sus meandros expresivos, en sus magias verbales y conceptuales, antes de efectuar un análisis medianamente explícito o clarificador. Parece como si Lezama contagiara a sus críticos, que dejan de serlo para lanzarse también al piélago de la fantasía.
El poeta, novelista y ensayista Mario Benedetti, cuya obra figura ya entre las mejores de América por su novedosa calidad, escribe: “Cuando en alguna entrevista me preguntan por mis poetas, nunca incluyo a Lezama Lima. Siempre he hallado que se levanta un muro entre su poesía y mi atención de lector, pero ese muro no es precisamente el hermetismo, sino cierta extraña sensación de que la poesía es en él una empresa estrictamente privada, un enfrentamiento entre esa mirada fija o retador desconocido, que, según Lezama, es la poesía, y el poeta que acepta su reto y la resiste. Quizá el voluntario aislamiento no se limite a la poesía, y tenga su clave en el propio carácter de Lezama”. Algo de eso mencionó en alguna de las jugosas entrevistas que a veces concedía:
Creo en la intercomunicación de la sustancia, pero soy un solitario. Creo en la verdad y el canto coral, pero seguiré siendo un solitario... Creo que la compañía robustece la soledad, pero creo también que lo ensencial del hombre es su soledad y la sombra que va proyectando en el muro.
Tal vez por eso en su poesía no hay puentes hacia el lector, o cuando los hay son tan frágiles que aquél teme emprender su travesía. Sin embargo, el hecho de que rara vez me haya atrevido a cruzar esos puentes precarios, no ha impedido que, desde mi orilla, distinga lo esencial de sus aventuras sigilosas y admire a plenitud la extraña coherencia y la deleitante libertad con que este poeta insólito se maneja en su mundo. Quizá haya en la poesía latinoamericana de este siglo sólo otros dos escritores pertenecientes a la misma familia de solitarios libérrimos: los argentinos Macedonio Fernández y Juan L. Ortiz.
Sus ensayos están también construidos como si fueran obras de creación, auténticos poemas en los que la metáfora conduce al razonamiento, y ambos se entrelazan estrechamente en un brillante chisporroteo cultural que, sin embargo, encierra siempre un proceso de conocimiento implacable. Entre sus ensayos estéticos de destacar “Las imágenes posibles” y “Sierpe de don Luis de Góngora”, incluidos ambos dentro de la recopilación de Analecta del reloj. Pero muy posiblemente sea La expresión americana el libro más típico en este aspecto. Está formado por cinco conferencias en las que Lezama expone los sucesivos pasos que ha recorrido la literatura latinoamericana, desde la mitología telúrica indígena hasta la sensibilidad contemporánea, pasando por el golpe del barroco español, el Romanticismo y el nacimiento de la expresión criolla con el modernismo. En estos ensayos pueden aparecer desde Marco Polo a la poesía medieval, de la cultura india al conde de Villamediana, desde los primeros arquitectos americanos a Simón Bolívar, a Picasso o a Walt Whitman, pero siempre en un contexto poético donde el silogismo se parapeta –hasta casi desaparecer– tras la imagen, la simbología, la mimesis, las analogías y las condensaciones históricas. En este sentido, se trata de un libro heterodoxo, con respecto a la razón tradicional y perfectamente sugestivo, que aparece, además, como perfectamente eficaz en sus esquemas generales.
La cubanidad de Lezama
Nada más fácil que equivocarse al leer Paradiso, la ya célebre novela de José Lezama Lima, del gran poeta cubano que había circulado –en el momento de su aparición– casi clandestinamente por todo el orbe hispánico. La edición original, publicada por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), constaba sólo de cuatro mil ejemplares, la mayor parte de los cuales no consiguió burlar el bloqueo cubano. De ahí que se conociera más la novela por lo que sobre ella habían opinado con entusiasmo que a veces rayaba en el delirio gente como Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, y hasta por alguna polémica que habían suscitado numerosos y brillantes episodios homosexuales. Pero el libro mismo circulaba entre unos pocos que el azar había hecho propietarios, a veces fugaces, de un ejemplar de la primera edición. Ahora que el libro anda por toda América Latina y Europa conviene detenerse a mirarlo un poco y apuntar algunas trampas que esperan al lector desprevenido.
En la obra de Lezama se podrían rastrear diversas influencias europeas (Proust y T. E. Eliot entre las más notorias). No obstante ello, si se expresa que Lezama es esencialmente cubano, se dice la verdad (el propio Lezama lo dice de sí mismo), pero también en esa verdad hay un malentendido, ya que la cubanidad de Lezama no le viene de la realidad tal cual es, sino de lo que Vitier llama “su experiencia vital de la cultura”. No importa que en varios capítulos de Paradiso y en muchos poemas (verbigracia: “Venturas criollas”, “Oda a Julián del Casal”) surja una terminología palmariamente cubana; Lezama nunca toma la fauna, el paisaje, o los simples objetos, en su estado natural, sino que “cada color tiene su boca de agua” y “el agua enjuta se trueca en la lombriz”, o sea que el mundo se le da en imágenes, que es un modo de decir que se le da en cultura. Lo cubano en Lezama pasa por la cultura; alguna vez, incluso, dijo que “las culturas entre el Paradiso y (su continuación inconclusa) el Inferno se hacen más cercanas, pues en realidad el júbilo del placer y el rechazo del dolor forman parte de un mismo éxtasis”. Nótese que dice: “las culturas”, o sea que cada novela tiene su cultura; yo agregaría que también la tiene cada poema.
Paradiso
Podemos decir que Paradiso se trata de una novela, más o menos autobiográfica, a la manera de A la Recherche du temps perdu, de Marcel Proust, recalcamos, uno de sus modelos más obvios y confesos. Para practicar esta lectura bastará advertir que, como su héroe, José Cemí, también Lezama es habanero, hijo de un militar, huérfano, estudiante rebelde en la época de Machado. También como José Cemí, el autor ha sufrido de asma desde la infancia (ese primer capítulo que describe los horrores de la asfixia no es reminiscencia de la obra proustiana sino profunda elaboración de vida vivida) y también como Cemí es dado a cultivar visiones y a ver el mundo entero bajo especie metafórica. Futuros biógrafos sin duda más sutiles hallarán enlaces entre el personaje y el autor. Pero lo que ya se sabe autoriza naturalmente a leer Paradiso como una transposición novelesca del mundo de la infancia y adolescencia de su autor.
La lectura autobiográfica no es, por sí misma, despreciable, ya que Paradiso contiene (entre otras cosas) una crónica deliciosa de La Habana de las primeras décadas del siglo. El libro crea hasta la mitad por lo menos una apasionante galería familiar en la que se destacan la sombría virilidad del padre, la ternura envolvente de la madre y esa constelación de parientes, que dan a toda narración un calor y un color inolvidables. Si la obra sólo funcionara en este nivel, si sólo fuera como el Combray de Proust, aun así sería el más notable libro de reconstrucción de infancia que han producido las letras latinoamericanas de este siglo: libro en que la pasión familiar, el subsuelo edípico, alimenta una lujuriosa flora de pasiones menores y en el que la comida, el ritual de la comida desde su preparación hasta su exégesis práctica, ocupa un lugar absolutamente central.
En la segunda parte, a partir del escandaloso capítulo VIII que contiene copiosas permutaciones sexuales, la novela pierde bastante de su carácter costumbrista, se hace más esquemática y hasta toma sus ribetes de tratado. Es que Cemí ahora es un adolescente y el mundo de las ideas, las discusiones sobre el sentido del universo, la búsqueda de explicaciones para todo (incluso para la homosexualidad), la amistad entendida como coloquio perpetuo, ocupan cada vez más las horas de la vigilia. También es Cemí un poeta y sus visiones, reales o literarias, empiezan a invadir cada vez más la crónica hasta ocupar un territorio enorme. Si la sombra de Proust preside la primera parte e inspira, tal vez, algunos episodios de la segunda en que la súbita revelación homosexual parece reconocer alguno de sus signos, es en El artista adolescente, de Joyce, donde se puede encontrar un modelo para la línea general de la segunda parte.
Pero, vuelvo a insistir, este tipo de lectura que persigue la anécdota de la novela, que se detiene en el decurso externo de sus personajes, que cataloga temas visibles, corre el riesgo de ser (aunque válida) una lectura apenas superficial. El libro de Lezama es algo más y algo menos que una novela y todo análisis que busque descifrarlo por el camino de la interpretación narrativa habitual se quedará sólo con la corteza. Sin perjuicio de reconocer que el capítulo VIII no aporta ningún mérito excepcional a una obra y una trayectoria que no necesitan motivaciones anexas para fundar su prestigio, conviene no obstante señalar que el fragmento aludido no es en absoluto pornográfico sino más bien erográfico, pero también que esa descripción de lo erótico está salpimentada, y en consecuencia reivindicada por un humor de redonda eficacia.
Quien se acerque a este paraíso –al intento de recobrar el paraíso de su infancia, que es el proyecto de Lezama en esta obra, repetimos, y así explicar toda su vida y concepción del mundo– como si fuera una historia novelada, con sus personajes y su argumento, se verá desagradablemente sorprendido; para llegar a Lezama Lima –según la feliz expresión de Cortázar–, hay que disponerse a leer un libro híbrido y gigantesco donde la búsqueda del sentido trastrueca todos los sentidos, donde se funden todas las hipotéticas arbitrariedades, se atirantan las significaciones y se enlazan los temas –como el sexo y el espíritu– de la manera más explosiva posible.
En este libro se realiza además la vieja aspiración de Lezama de cumplir cada palabra en su contexto más completo, con toda su carga histórica de significados. Esta densidad remansa el ritmo del libro, lo encierra en sí mismo en cada página y caracteriza asimismo su lectura como un permanente ejercicio estético. La fusión de estas palabras autónomas y universales, de estos episodios fulgurantes donde se interrumpe el pensamiento racional en la búsqueda del contacto catártico, artístico y espiritual, provoca la grandeza y la difícil complejidad de esta obra singular, verdadero fenómeno de la literatura de todos los tiempos, que está llamada a ser un eterno punto de polémica, discusión, centro de admiraciones y rechazos, monolito que solamente puede ser explicado desde su propio interior.
*Armando Almada-Roche nació en Formosa, Argentina, de padres paraguayos. Ha sido cantante, bailarín, dibujante, actor y periodista. Ha trabajado para los diarios más notables de Argentina y Paraguay. Actualmente colabora con el suplemento cultural del diario ABC Color.
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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.