Rosas para Margaritas
(Del libro Cuentos de lo Probable, lo Posible y lo Imposible, de Miguel Ángel Fraga)
Estoy solo, tan solo como la soledad del vacío, tan vacío como el aire que se enrarece en el interior de una jeringuilla hipodérmica. Estoy solo, condenadamente solo como la ausencia.
Apoyado sobre sus nalgas, allí en medio de la oscuridad, imprime movimientos oscilatorios a su cuerpo para mantener el equilibrio. Sabe que la única alternativa para que le sigan considerando vivo es moverse de esta forma. La quietud es sinónimo de muerte. Mientras su voz deje escapar el hilillo moribundo de su queja, habrá esperanzas. “Esperanza” significa para él sólo esperar; aunque el acto de la espera no implique una sorpresa, una felicidad al término. No espera nada, ni a nadie. Esperar es en sí su victoria: hacer tiempo, vivir un lapso más.
Al principio miraba en el espejo sus despojos, los restos de una naturaleza perfecta. Con quince años había alcanzado una belleza inmejorable: líneas, curvas, volúmenes; cada tramo en proporción, cada músculo insinuado bajo su piel adolescente. Pero hace un año retiró los espejos. ¿Para qué enfrentarse tantas veces al avance de su decadencia?
Lo que perdió primero fue el meñique de la mano izquierda. Fue durante un juego, mientras quería demostrar su hombría. Otros hicieron apuestas y él con una venda en los ojos y cuchillo en mano fue saltando cada dedo bien extendido a un ritmo de palmadas en aumento. Sin quererlo, clavó el cuchillo en su meñique; le faltó precisión, no acertó al medir la distancia. Perder lo más mínimo, después de tenerlo todo, era como si lo dejaran desnudo. Con veintiséis años se sintió el ser más desgraciado de los hombres y naturalmente, era la mayor desgracia que admitía en esos momentos. No imaginaba que vendrían otras. Al contemplar su mano izquierda se lamentaba con insistencia.
Su pena no disminuyó hasta que, dos días después del accidente, recobrara la conciencia junto con los fuertes dolores que le producían las lesiones en las piernas y los brazos. Había caído desde el segundo piso en el que vivía cuando, inclinado sobre el balcón, contemplaba una joven paseante, y casi debía agradecer no haberse fracturado la columna o el cráneo. Sin embargo, una cojera permanente lo acompañaría desde entonces. A partir de este día la pérdida de su dedo meñique fue insignificante. Lo más importante era conservar la vida. Y se juraba, pasase lo que pasase, mantenerse aferrado a la existencia, o más aún, a la conciencia de su existencia.
Al cabo de los doce días recibió el alta del hospital, aunque el regreso al hogar no fue todo lo feliz que deseara. Un resbalón absurdo lo mantuvo en cama, con la clavícula quebrada, durante tres semanas. Parece que la caída anterior había dejado resentidos algunos huesos y bastaba un pequeño accidente para que su ruptura fuera absoluta. Por suerte no tuvo mayores percances durante su recuperación, pero tanto tiempo encamado menguó sus fuerzas. Llegaron con ironía las enfermedades no padecidas durante su infancia. La viruela, el sarampión, la varicela le acompañaron por un tiempo demasiado largo: en cuanto convalecía de una, allí estaba la siguiente.
La herida en la cara sucedió para acabar con su delicado cutis y el perfil griego del cual presumía. Tiempo tardó en recuperarse de esta mala nueva. Sus hermosas facciones habían quedado escarificadas con una enorme cicatriz. Maldita sea la noche en que no advirtió la presencia de la alambrada. Con su rostro en estas condiciones, pocas conquistas lograría. Ya no era el mismo. Llegaba a la edad en que la juventud no gana belleza, sino oficio: sólo manteniendo lo tenido prolongaría su estado. Pero él no hacía otra cosa que desterrar lo que la propia vida sin mayores esfuerzos le había regalado. No le imponían un sacrificio, sino el cobro de tanta bonanza. A destiempo llegó la depresión, las cosas no estaban en el lugar donde fueron colocadas. Hubo momentos de abandono, deseos de transmutar. Pero a todo se acostumbra uno. La convivencia con lo que no se puede cambiar lo proveyó de fuerzas y terminó amándose a pesar de los despojos. Lo más importante era permanecer vivo y lo estaba. La vida, siempre la vida.
Cuando comenzaron a caérsele los dientes, sintió miedo, pero no se alarmó: siempre quedaba la posibilidad de los implantes. Lo mismo ocurrió con el pelo que se le deshebraba dejándole un claro reluciente en el centro del cráneo. Sencillos procedimientos de belleza suplantarían, si él lo quisiera, la naturaleza debilitada. Pero estos trucos apenas le interesaban. Su misión no era la de encubrir, la de restaurar una belleza acabada, sino la de resistir. RESISTIR, RESISTIR. Esta era su consigna. No le importó que le amputaran el brazo al quedársele trabado en el ascensor de su edificio. Antes de morir por la gangrena, perder el brazo. Tampoco sufrió los traumas recurrentes cuando fue atropellado por un vehículo en medio de la calzada. Sus piernas quedaron cercenadas de forma violenta, pero él había aprendido el riguroso oficio de dejar de existir, parte a parte. Durante el cruento aprendizaje de su vida, una pérdida más, una pérdida menos, no menguaría las fuerzas conque se agarraba a la vida.
Decidió retirarse a un lugar discreto para descansar y escribir –con la mano que aún le quedaba íntegra- sus memorias. Papeles y más papeles se acumulaban en la estancia. Su prolijidad creativa le había descubierto una nueva manera de caminar –y de correr y de amar y de existir– por esos otros espacios que era capaz de crear con su imaginación, después de descubrir que su vida no merecía ser contada. El retiro, sin embargo, consistió en una reclusión prácticamente obligatoria. Dada su minusvalía, apenas tenía la suficiente asistencia exterior (de amigos y familiares) para no morirse de hambre.
Nadie pudo socorrerle el día del incendio. Todos creyeron que se había incinerado junto a la inmensa papelería que, como pira funeraria, se acumulaba en el salón. Desde su sillón de ruedas trató de hacer cuanto pudo por detener el avance del fuego, por impedir que su otra vida, la literaria, quedara también amputada. Cuando fue encontrado a las dos horas del siniestro, después que los bomberos lograran sofocar el incendio, todos buscaban afanosos su cadáver. Pero él estaba vivo. En un acto de valentía o irracionalidad había saltado por la ventana.
Irreconocible, deformado, con llagas y lesiones en la piel, aún se atrevía a soñar y planificar el futuro. No recordaba los años de juventud, para qué despertar nostalgias. El presente era una calamidad, pero era su presente. Se entretenía anotando las más recientes pérdidas; hacía rato que había renunciado a inventarse historias. Logró llevar una relación pormenorizada de todos sus quebrantos y de esta manera, al releer sus anotaciones, se asombraba de que alguna vez hubiese tenido pelo y vellos en la piel.
Ya no podía ver con nitidez, tenía que hacer un gran esfuerzo para componer las imágenes, hasta que, definitivamente, dejó de escribir. Fue entonces cuando desarrolló la costumbre de pensar en voz alta aunque nadie lo escuchara. Tampoco podía oírse, pues todos los sentidos fueron deteriorándosele progresivamente, pero fue un aliciente para él saber que emitía sonidos al mundo. Consideró la acción como necesidad de vida. Su existencia se reducía a esperar los próximos acontecimientos. Vivir era el sacrificio y esperar, su mayor condena. Pero ambas cosas no resultaron antagónicas, marchaban una junto a la otra, en comunión. Vivir, tenía que vivir.
Las úlceras reinaron poco a poco, y por entre las carnes, aparecieron los huesos. Las tetillas muy pronto dejaron de existir, igualmente los hombros, lo que trajo consigo la desarticulación del brazo derecho. Cabeza y tronco eran las únicas piezas que le quedaban a su andamiaje. Entonces se esforzó en dar mayor lucidez a su cerebro. Era lo que no podía perder bajo ninguna circunstancia pues, evidentemente, lo diferenciaría de los seres irracionales. Esperaba quedar reducido a la nada pero consciente.
En medio de la oscuridad, con un distanciamiento total de todos y del mundo, se mantiene apoyado sobre sus nalgas oscilando su cuerpo como el péndulo de un reloj, único movimiento que puede imponer a sus residuos. De esta manera logra el equilibrio y comprueba que existe, que aún está vivo. Así permanecerá hasta que una a una vayan cediendo las vértebras de la columna y las costillas. En ese momento quedarán sólo el cerebro, la garganta y un hilillo de voz tan fino y resistente como el de la tela de las arañas. En él espera dejar atrapada, aún por algunos años más, a la vida que aletea, moribunda, a su costado.
Estoy solo, tan solo como el hambre, tan solo como el frío, tan solo como el miedo. Estoy lejos, tan lejos como la distancia, tan distante como el susto. Poco o nada ha quedado de mí. Pero lo importante es no estar muerto. Aún me queda la voz y hablo, canto y grito aunque sé que me estoy volviendo ronco.
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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.