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LA SALIDA
Ahora o nunca, repetía Mandy, mientras memorizaba qué echar en la mochila. Pepinos de agua, barras de guayaba, dextrosa, gravinol, a ver qué más. Entraba la madre, lo observaba, ¿te vas de campismo? Sí, mima, pal Narigón o... ¡Puerto Escondido! ¿Y cuándo regresas? Ah, no sé, tú sabes que me puedo pasar una semana, dos, no sé.
Daba vueltas por el cuarto. Miraba el techo, la torta de concreto amenazaba con caerle encima. Las cabillas estaban explotadas. Las paredes con la pintura desprendida por secciones le recordaban la infancia, el azulito con que el padre pintó el cuarto antes de irse para la Zafra de las Diez Millones, y allá, desesperado por la sed, vio la carreta halada por bueyes, la garganta reseca le hizo dejar de machetear, mientras se abalanzaba hacia la tanqueta de agua, qué fresca debe estar, seguro pensó, cuando un tarugo atravesado le hizo tropezar y caer debajo de las ruedas. Mandy recordaba la última tarde en la funeraria, donde mostraban los diplomas que había ganado con escasez y sacrificio por el romanticismo socialista.
Tengo diez fulas, compro la bolsa de leche, pensaba, y el par de tenis lo vendo. Salía sin despedirse. Mandy, busca los huevos en la carnicería, le gritaba la madre. La oyó, pero era tarde. Se dirigía a casa de Anier. Pisaba con cuidado, no quería caer en un bache, las piernas debían estar ágiles, nadie sabía si habría que correr. Había charcos de aguas negruscas. Los brincaba. En la esquina vio a Anier. Lo esperaba en bicicleta. Móntate, le dijo, vamos a la ponchera, no, a avisarle al otro. Mandy iba en la parrilla. En un solar
vendió los tenis y Anier le retuvo la leche en polvo, nos hará falta. Recorría con la vista el barrio, los derrumbes, las alcantarillas tupidas, los basureros sin tanques sanitarios se elevaban en pestilentes bultos, mientras los perros regaban la hediondez por la calle y el mosquero transportaba el olor. Se detuvieron y llamaron a Yadel. Se asomó al balcón. le gritó que ya, baja. A los minutos estaba montado en una bici 28, le daba una 24 a Mandy, es pa ti, pequeña, pero tiene un piñón trece, aunque vas a pasar trabajo en las lomas. Escuchen bien, decía Anier, partimos hoy, vamos a recoger a Adrián y después Alejandro nos llevará en Lada hasta el primer anillo de las Ocho Vías, ¿o.k?, nadie habla con nadie a partir de ahora.
Partieron hacia el cuarto expedicionario. A ver si está borracho, dijo Mandy. Si está curda sabe que se queda, agregó Yadel, de los locos se puede esperar cualquier cosa.
Las piedras hacían brincar a las ruedas. Anier decía que suave, no se apuren. Llegaban al aposento de Adrián, enseguida lo escucharon. La mujer le dijo que si llegaba de madrugada no le iba abrir la puerta, y no vomites en la sala, ¿oíste? Adrián revisaba los pedales con las manos, inspeccionaba la piñonera, yo soy Adrián alias Tres Paticas, y Mortadella porque tengo madre, qué bolá, asere. Los vecinos dejaban lo que estaban haciendo para verlos. El pasillo estaba lleno de tendederas y varas que las levantaban. La peste a mierda y a orine se sentía en la calle. Encima de los chivos estaban Anier y Yadel. Mandy apuraba a Adrián, conversaba con su mujer, le decía que a un negocio, no te preocupes, China.
La vecindad volvía a sus faenas, dentro de las construcciones de madera con paredes forradas de zinc, que las pintaban de cuando en cuando. Volvió a chiflar Anier y señaló para el reloj. Yadel movió la cabeza cuando vio a Adrián.
Partían.
Llegaron a casa de Alejandro. Salió enseguida. Les dio refrescos y pan con mantequilla. Es larga la travesía, decía, ustedes están locos. Acomodaron las bicicletas en la parrilla del Lada y las mochilas y otros trastes en el maletero. Encendió el motor. Regreso en media hora, le dijo a su mujer, voy a dejarlos en Habana del Este.
Al llegar al primer anillo, no esperaban lo que vieron hace meses. Ventas de alimentos caseros, cientos de gentes que llevaban días, negociantes, familiares de presos que viajaban kilómetros para llevarles comida.
Se armaban revueltas, el gentío subía a los camiones. Un camionero con exceso de pasajeros empezaba a subir el volteo, mientras los jóvenes se tiraban, luego apagaba el motor: caballeros, es verdá que no se puede ser bueno con los cubano, ñooo. Llegaba la policía y parecían carneros degollados. De uno en fondo, a ver... hasta aquí, arranca, chofe.
Alejandro se despidió de los cuatro, ustedes no saben lo que hacen. ¿Qué no?, tú verás, le dijo Anier, a que llegamos hoy a Sagua. Iba hacia el gentío, después que la policía se marchaba. Les sacaba un carné de auxiliar de la PNR y repartía tickets con su firma.¿Con qué nos vamos a limpiar el culo?, le preguntó Yadel. Cállate, comemierda, que hay que salir de aquí. Le repartía a los tres, Alejandro empezaba a reírse, accionaba el chucho, el motor arrancaba, sacaba la zurda por la ventanilla con el pulgar levantado, van a llegar, bye-bye, los quiero. El Lada giraba y se perdía en la distancia.
Al llegar el primer camión, enseguida Anier movilizó a los suyos. Los bicicleteros que suban. Oye pero ellos llegaron de último. No se preocupen, que cabemos más. Cuando estaba atestado el camión, montaba en la cabina. Qué descaraos son esta gente, escuchaba Anier. Siseaban las ruedas. Se alejaban.
Despierten, vamos, arriba. ¡Eh, chofe!, le gritaba Yadel. Anier se asomaba, yo te aviso, falta poco... sí, sí, es por aquí, coño, danos un chance.
Desmontaron las bicicletas. Estaban bien de aire. Se colocaron las mochilas a la espalda y acomodaron los bultos en la parrilla. Anochecía. Atravesaron por un trillo al costado de la línea férrea. A veces se detenían para orientarse. No había problemas. Miraban a los lados, ni un guajiro... hasta que al fin apareció. Todavía les falta, les dijo, cojan por allá.
Los ciclos andaban ligeros. La brisa los avivaba, pero sentían hambre. Nadie come hasta que no lleguemos, advirtió Anier. Tuvieron que bajarse por los accidentes del terreno. Empezaron a preguntar por la dirección, mientras la memoria les decía que estaban cerca. Empuñaban los ciclos, hablaban, hacían chistes. Adrián se sacaba el rabo, déjate de locuras que en el campo se escucha desde lejos y la gente son águilas, le decía Yadel. Es allí, señalaba Anier.
El bohío parecía un establo de caballos, cerca de otras construcciones de maderas. Sin radio ni refrigerador. El televisor no se veía, pero podía escucharse. Los colchones reposaban en el piso, separados por un nylon. En la cocina dos personas no podían entrar al mismo tiempo. Escasez de muebles para sentarse. El tubo vertical del fregadero estaba roído y lo esperaba abajo un cubo de hierro oxidado que espiraba un ambiente de olor a agua mugrienta, confundida con otro olor anormal que se aspiraba en el baño, donde la taza no descargaba bien, y rebosaba, casi siempre la mierda. Ni hablar del servicio eléctrico y todas las atenciones por trescientos pesos al día, pal carajo, repetía Yadel. No es para siempre, decía Anier. Pero vamos a dormir bajo techo, agregaba Mandy.
Este es mi mundo, decía el dueño, y no lo cambio por naitica. Era un viejo que no le importaban los credos de cada quien. Esa noche Anier y el dueño salieron en busca del práctico de la zona; pero el paseo fue inútil.
Algo les inquietaba a medida que se acercaban al bohío: Yadel y Adrián intentaban pelear, y en medio de ambos, Mandy trataba de disuadirlos.
—Estaba en la cocina y rompió un plato —lo regañaba Yadel—. No se le puede dar bebida, hay que sacarlo de aquí.
Se detuvo ante los contrincantes y miró con reprensión a Adrián, éste miraba a través de una de las ventanas, donde lo desaparecía todo e ignoraba que era observado.
—Haz las cosas bien —le dijo Anier—. No, no, no... ponte pa esto, que te vas a ir pal carajo.
Adrián musitaba. Casi toda la piel del tronco y las extremidades estaba tatuada. Estuvo preso en El Pitirre unos meses. Después de la condena mantuvo irregularmente un tratamiento psiquiátrico. A veces sorprendía con el alma neurótica y compulsiva que se volvía a la normalidad. Cuando se calmó, percibió una conspiración y comenzó a enmendarse:
—Yadel, broer... tú eres mi yunta, somos del barrio. Me quieren dejar afuera, ¡coño! Oye, yo no te guardo rencor, esto se murió aquí.
Al instante vomitaba lo que parecía su destino: una mezcla de arroz con frijoles.
Despidieron la noche con un seco congrí. Adrián no quiso volver a comer. Sus compañeros pensaron apartarlo. Al día siguiente le iban a dar dinero para que retornara a La Habana. Pero, por la mañana, le tuvieron lástima. En realidad había fallado y podía reconocerlo, además de la pesada mole de billetes que había aportado, y el hurto de cámaras de repuesto.
Nota: Espero les haya gustado estos fragmentos. Pueden continuar su lectura en el volumen de cuentos El pescador y la cámara.
Es una invitation a leerlos para compartirlos? Vale todo
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