- El poeta mecánico
José Borlaz era conocido en la ciudad por ser un honrado mecánico, provisto de una boina roja y unos brazos todavía ágiles que se abrazaban a los bajos de los coches y se manchaban con gusto de la grasa vehicular. Jamás r...etenía un automóvil más allá de lo necesario y cobraba a buen precio sus horas de obstinado tesón arrodillado junto a las carrocerías, inclinado sobre los motores o entreverado con los neumáticos. Ya se hallaba próximo a la jubilación e instruía en el taller a dos muchachos carentes de su vigor y de su vitalidad. Los dirigía con la determinación de un general, pero su condescendencia era más propia de una madre: la que habían perdido.
Sin embargo, de espaldas al mundo (y de frente consigo mismo) José Borlaz se consideraba un mecánico correcto irradiado de una invisible vocación de poeta. Desde los veinte años dedicaba al menos una noche de viernes al intento de escribir poesía, aunque en realidad solía borronear no más de tres o cuatro versos que repasaba con incurable obsesión. Sus temas eran variopintos e inconexos. Si el primer verso trataba sobre la nostalgia del futuro, acaso el siguiente lo transformase en espía infiltrado en una guerra de flores.
José Borlaz solo llegó a compartir sus anhelos poéticos con un ser de carne que, a los pocos días de su confesión, murió a causa de un accidente de tráfico. La noche en que falleció su mujer, escribió: “Si, como aventuran ciertos literatos, una novela es comparable a una esposa y un poema a una amante, hoy me he quedado sin novela, sin poesía, sin esposa y sin amarte”. Pese a su decaimiento nunca faltó a la cita ajedrecística de los viernes, en la que el combate versificado casi siempre concluyó en rendición suya.
En sus últimos meses la vida de José Borlaz habría transcurrido en una monotonía soportable, modulada por los progresos de sus hijos en el taller y los de la enfermedad terminal en su cuerpo, de no ser por las enigmáticas cartas que comenzó a recibir cada viernes por la noche en su buzón: lacradas, sin remitente, con un sello en el que se dibujaba el Coliseo de su Roma natal. Una caligrafía montañosa describía caligramas de flores, pechos femeninos, animales, ruedas, etcétera. Al principio supuso que su llegada se debía a un error, pero la puntual reiteración de los envíos le convenció de que alguien, acaso procedente del Más Allá al que se acercaba a ritmo presuroso, le estaba enviando un mensaje en clave.
El mecánico poeta abandonó por primera vez en cuarenta años su hábito de enclaustrarse cada viernes en su habitación para escribir versos. Ese tiempo lo dedicaba al análisis de los poemas recibidos. No sacó nada en claro. Al igual que los suyos, trataban de abarcar diversos temas sin apenas precisar ni profundizar en ninguno. Solo el caligrama ofrecía pistas acerca de la verdadera intención del autor… o tal vez contribuía a oscurecerla, pues no era excepción el poema cuyos versos dibujaban la forma reconocible de un pájaro o una amapola, por ejemplo, sin referirse en ningún momento a ellos. En cualquier caso resultaba más inteligible el dibujo que las palabras, embadurnadas en ocasiones de saliva, tinta o sudor, como si el poeta las hubiera horneado pocos minutos antes de que él las recibiera.
Su inquietud lo llevó a convocar a un viejo amigo calígrafo. Este se inclinó con una lupa sobre los versos y los leyó en todas direcciones, de atrás hacia delante, en orden alterno o sin orden. Su mayor descubrimiento fue que el autor siempre evitaba escribir la J mayúscula y la B mayúscula. Desistió de ulteriores averiguaciones, desesperado por la combinación demente de líneas y espacios; al menos no le cobró.
Cinco semanas después de haber recibido la primera carta, José Borlaz sintió un dolor sordo en el páncreas que le obligó a cambiar de estrategia. En contra de sus convicciones, según las cuales un misterio es más interesante cuanto más se dilata y aleja su resolución, resolvió zanjarlo como si se tratara de un problema mecánico. Calculó la hora en que el mensajero depositaba cada viernes la carta sobre el agujero de su buzón. Dedujo que tal vez el autor no se arriesgara a entregarla en persona, por lo que se armó con un martillo y unas tenazas, determinado a amenazar con ellas al ejecutor del enigma. Transcurrieron tres horas de aguardo en las escaleras hasta que el sueño le venció, se le cayeron las herramientas de las manos y, derramándose sobre la pared de enfrente, durmió: el buzón amaneció yermo de poesía.
El mecánico aprendió la lección y no volvió a desafiar lo sobrenatural con martillos ni tenazas. A la semana siguiente observó un cambio en la sexta carta: el sello no representaba El Coliseo de Roma, sino una iglesia perteneciente a la ciudad donde se había trasladado con sus padres en su sexta semana de vida (y en la que seguía residiendo).
José Borlaz no perdía las esperanzas de comprender el misterio antes de morir. Los poemas comenzaron a aclararse un poco. Cada semana los descifraba mejor, ya fuera por la mayor firmeza de sus trazos o por los progresos de su entendimiento. Pero, por desgracia, cuando pudo leer la mayoría de las letras se desdibujaron los caligramas.
Renunció a los hospitales y decidió que moriría en su dormitorio. Se propuso resistir un viernes más. Entre sufridos estertores, suplicó a sus hijos que acudieran al buzón y le trajeran la última carta. La sujetó con sus manos amarillentas y la leyó con ojos llorosos; en esas lágrimas se condensaba su vida. Sus dedos temblaban de anhelo, su corazón trotaba como un niño. Dos únicas palabras escritas en letras mayúsculas, inconfundibles, trazaban un caligrama límpido: José su cara, Borlaz su cuerpo.
"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges
10 de febrero de 2013
El poeta mecánico, de Carlos Alberto Gamissans López
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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.