"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


14 de julio de 2010

EL NABO DEL DIABLO (relato)


Autor: Alexie Dumpierre, escritor cubano exiliado en Brasil

Nadie sabía cómo aquella infausta enredadera, conocida también como Nabo del Diablo, había ido a parar allí. De color marrón con manchas escarlata, exactamente debajo de la ventana de la sala, le llamó la atención desde que compró la alquería y no dejaba de pensar en cortarla. Por sus ramas secas y color se infería que había muerto hacía muchos años, aunque a veces daba la impresión de ser un ente vivo espiando todos los movimientos en el interior de la centenaria mansión situada en la Sierra de Guadarrama, en la vertiente opuesta al Real Sitio de San Idelfonso. Sus gajos, que más bien parecían alambrados con púas de hierro oxidado, se entrelazaban formando una enmarañada y espesa estructura multiforme. Unos, mucho más pequeños y concentrados, constituían unas especies de esferas deformadas que sobresalían en distintos puntos de la superficie. Ahora, mientras desayunaba, Enrique observaba una de ellas, que parecía que iba a desprenderse.
- Esta misma semana te cortaré, desgraciada. Hoy compraré el ácido para matar tus raíces y nunca más te veré en la ventana. – Susurró entre dientes con el rostro ceñido.
- ¿Estás hablando solo, mi amor? Ese es un mal síntoma. ¿Tanto te preocupa ese proyecto? – Le preguntó la hermosa mujer.
- No, no es nada. Pensaba en voz alta. En realidad los planos están bien adelantados. La empresa no comenzará las obras hasta no tener la seguridad de la existencia de otros posibles pozos en la región. – Respondió y sonrió, al tiempo que acarició con la diestra el rostro de la esposa.
Volvió a mirar hacia la enredadera y la pequeña esfera de gajos espinosos ya no estaba donde él la había visto. Se levantó de la mesa despacio para evitar que la mujer sospechara algo y fue hasta la lumbrera. Buscó con la vista por los alrededores y en ninguna parte se veía aquella extraña configuración globular. Observó el arbusto con detenimiento y sintió la sensación que respiraba, que su complicada estructura se movía levemente al compás de un ritmo aciago, parecido al sonido de un corazón acelerado. Contempló con calma otra de las pequeñas esferas muy próxima a la ventana y sintió su cuerpo temblar de pies a cabeza.
- Creo que ya es hora de salir. Debo regresar temprano para terminar la última planta de la plataforma. – Dijo en tono poco común.
- Yo ya estoy lista. Déjame sólo limpiar la mesa y dejarle agua y comida a Pupy.
- Iré sacando el carro del garaje. No demores – Concluyó esbozando otra sonrisa.
Por el espejo retrovisor del lujoso Ford Enrique vio alejarse los densos jardines de la vieja estancia y sintió un escalofrío en todo el cuerpo. La había comprado el año anterior a petición de Elisa, quien era más joven que él y había terminado la licenciatura en botánica. Ella tenía la intención de construir allí viveros y un pequeño laboratorio para estudiar el comportamiento de las plantas. Él había nacido en el seno de una familia de clase media alta y como prestigioso ingeniero en petróleo acumuló una cierta fortuna que le permitía complacer a la joven científica. Dedicado por entero a los estudios, el trabajo y la mujer, era un hombre introvertido y flemático. Tenía pocos amigos y su tiempo libre lo empleaba en la lectura de las mejores obras de la literatura universal. Por tales motivos, la residencia construida con el material que sobró de la Basílica, a pocos kilómetros de Segovia y abandonada hacía años podía ser un sitio ideal para el lozano matrimonio, pero Enrique nunca se sintió totalmente conforme con la adquisición del inmueble, subastado a un bajo precio por los descendientes de los primeros habitantes de la región.
- Me gustó el colchón de paja que colocaste en la casita de Pupy. – Lo interrumpió Elisa.
- No entendí lo que dijiste. – Respondió él mecánicamente, pues estaba abstraído en sus pensamientos.
- Es mejor que te concentres en el tránsito. Aquellos coches vienen en alta velocidad. – Pero en la mente de Enrique se grabaron como un eco perturbador las palabras de la mujer.
Emplearon todo el día en las múltiples gestiones que tenían que resolver, entre ellas la contratación de la empresa que iría a comenzar la construcción de los viveros la próxima semana. Realizaron compras y él no se olvidó de adquirir la botella de ácido para quemar las raíces de la enredadera, pues había convencido a Elisa durante el almuerzo que iría a cortarla. Regresaron a las siete de la noche y al apagar el motor del carro dentro de la cochera escucharon los ladridos del perro muy agitado, lo que era poco común en aquel manso animalito. Enrique fue con las compras directo hasta la cocina y lo primero que hizo fue escudriñar dentro de la casita de Pupy, pero allí no estaba el colchón de pajas al que Elisa había hecho referencia. Para no inquietarla, se abstuvo de hacer comentario alguno, le dio un beso y fue directo al estudio para trabajar en el proyecto mientras ella preparaba la cena, que sería una fabulosa paella, acompañada de vino importado. Al atravesar la sala miró hacia la ventana detrás de la cual estaba la enredadera y pensó: “Mañana mismo acabaré contigo. Ni un día más, ni menos” Pero en la oscuridad no se percató que sobre el arbusto ya no había ninguna de las decenas de estructuras esféricas. Colocó los planos de la segunda planta de la plataforma sobre la mesa y se concentró en el trabajo. En realidad le faltaba poco y podría concluirlo antes de sentarse a la mesa.
No había transcurrido más de una hora y media cuando los aterradores aullidos del perro y los gritos de la mujer llamándolo lo dejaron sobresaltado. Al levantarse como un resorte y salir corriendo en dirección a la cocina tropezó con algo que se arrastraba y cayó al piso. Desesperado con los chillidos de Elisa no se detuvo a ver lo que era, le dio un fuerte puntapié y se incorporó bruscamente. Corría como nunca lo había hecho y entró en pánico al escuchar nuevamente aquel sonido arrítmico que parecían golpes cada vez más fuertes sobre las paredes y el techo. Era una resonancia ensordecedora que contaminaba todo el ambiente de la casa. Le faltaban pocos pasos.
Al atravesar el umbral de la puerta lo primero que vio fue una enorme configuración de aquellos gajos enmarañados creciendo y avanzando en todas direcciones. En una de sus cóncavas irregularidades contempló todavía afuera el hocico ensangrentado de Pupy. Escuchó los gritos apagados de su mujer y al levantar la vista divisó otra de aquellas amalgamas de bejucos espinosos debajo del fregadero, en la que todavía estaba afuera una de las piernas de Elisa. Enrique dio un salto descomunal por encima de la primera y aseguró con las dos manos la extremidad inferior de la mujer. La haló por algunos segundos con todas sus fuerzas, mientras el resto de la pierna era engullido, hasta que finalmente cayó para tras con el pie mutilado entre las manos.
Se incorporó a la carrera y comenzó a gritar de forma descomunal, mas nadie lo podía oír. Sintió que sus piernas estaban siendo presas entre aquellos maléficos tentáculos por las espaldas. Con enorme dificultad tomó el teléfono móvil y a duras penas logró llamar a los bomberos, pero únicamente pudo gritar auxilio y balbucear el nombre de la calle. En ese instante una poderosa fuerza venida desde el jardín rompió en pedazos los vidrios de la puerta, estremeciendo las paredes y techo de la casa.

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.