"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


3 de abril de 2013

Casi un mes en la tres del Divino Valles, de Eduardo Nabal Aragón

CASI UN MES EN LA TRES DEL DIVINO VALLES




 

 

No veo el sentido de la privacidad.

O, mejor dicho, no veo que sentido tiene dejar la memoria

en manos y bocas ajenas

Harold Brodkey ("Esta salvaje oscuridad")





¿Adónde va el dolor cuando se marcha?


Audre Lorde ("Sister, Outsider")



 

Una mañana agitada, me he peleado con mucha gente a la que quiero, he dormido mal y me siento sólo, acudo no sé bien por qué a psiquiatría- Urgencias del General Yagüe, Hospital burgalés, casi el único, masificado, vivo cerca. Esta en mi ruta de vuelta a comer. Está en mi ruta de bares solitarios. Espero poco tiempo, cosa rara. Dudo si debo pasar a la consulta... ¿Es para tanto? ¿Qué voy a decirles? ¿Quién me recibirá? Estoy triste y confuso y necesito una opinión imparcial, un desahogo... Una médica que apenas me escucha me receta un antipsicótico (descubro después), casi nada más olerme, sin conocerme, sin historial, sin datos…y toda el agua, toda la cerveza, todos los excesos y la vida disipada que he acumulado rompen el dique. Inundación en mi mente. Lo cubren todo, rompen la capa protectora de mi tejido neuronal, me han dejado mentalmente herido. Voy perdiendo movilidad y ganando fiebre.



 

 

 

 

¿Soy Dios? ¿Hay que crucificarme por ello? ¿O solo estoy en dique seco, transformándome en otra cosa, haciéndome, de pronto, adulto? Zyprexa, que raro nombre, tres veces al día. Si Dios existe puede aniquilaros con las toneladas de agua sobrante en mi cuerpo. Agua, cerveza, soledad, rabia y miedo. Beber agua es bueno, dicen. Si, pero no tanto líquido, no tan seguido, no tan compulsivamente. Mi cerebro ya no tiene protección. Mis nervios están desnudos, torcidos. No hay minerales ni rocas que me resguarden. Universal diluvio dentro y tal vez fuera de mí... Pero yo hablo de Dios y de Zyprexa-Zaratustra, de mi vida que empieza y acaba, y todos creen que es otra cosa, muy diferente al exceso de líquidos. Y lo creen de verdad. Están asustados. Es lo que llaman un brote psicótico, o eso parece. Un brote de esquizofrenia. Ambulancia. Divino. Infierno. Valles. Sirena. Pesadillas. Calma. Cama… ¿Voy al cielo o de cabeza al averno? ¿Dante o Tennessee Willliams? ¿Con una inyección bastaría para anularme? ¿Es el fin de todo o el principio de algo?



Ya estoy en la célebre planta tres del Divino Valles o Vallés -. En una cama incómoda, recostado. Una inyección. Electrodos. Una pastilla negra. Aquí no hacemos daño a nadie- dice un médico joven y rubio, que inspira cierta confianza. No como Manolito, el enfermero cabrón que juega a los marcianitos con los electrodos y me lanza sonrisas irónicas cuando estamos solo. Neuroléptico maligno, me susurra Manolito al oído, maligno él. No le gusto. Recibe a sus amigas en esa habitación basurero que llaman Camas. Le habla de mí también a su madre. Cree que seré un inútil para toda la vida y una carga para la sociedad. Le tengo miedo pero no me hace nada. Me llevan a otra habitación. Subimos en un ascensor atestado de familiares y amigos de pacientes. Cotorrean sin parar, hacen corros en los pasillos. Adiós Manolito, muérete ya, machirulo. Una doctora se rasca los rizos con un bolígrafo por el pasillo mientras juega a la ruleta rusa con los minerales de mi cerebro.


¿Estoy en otro Hospital o es el mismo? Un corredor oscuro, habitaciones que dan a bloques en obras y jardines. Zyprexa tres veces al día y una rara compañía de chicas en bata que me estudian y me escudriñan por el pasillo y un chico anoréxico muy mono que ni siquiera me mira. No es reina ella, ni nada. Me muevo con cierta soltura entre lo que llaman bipolares, anoréxicas, esquizofrénicos de diferente calibre y carácter, fumadores compulsivos, paseantes de corredores eternos y ancianos sin memoria que sueñan frente al televisor que aún son dueños de tierras, casas, posesiones. Se pelean todo el día, en la sala de televisión. Dueños de Manderley. Operación Triunfo en la pantalla, rabioso technicolor para un paisaje en blanco y negro. Yo estoy aquí porque quiero-, sentencia una de las ancianas... pero me iré el lunes. El lunes sigue aquí, algo más drogada. Manderley ya no existe. Lo perdieron o se lo arrebataron o ellos se lo dejaron arrebatar, que más da. Todo es triste y pintoresco a la vez. Estamos incomunicados, no podemos usar el teléfono. Solo pueden llamarnos desde el afuera y no a cualquier hora. Un bipolar esconde chocolatinas y gominolas que le traen sus padres de estrangis, las esconde debajo del colchón, alguien se ha chivado a la enfermera que más manda. Chivarse está bien visto aquí.



Me ofrecen un cigarro pero no tengo fuego. Hay que pedirlo a las enfermeras, no vaya ser que arda Manderley, de nuevo, intencionadamente. Pronto descubres que no eres mejor que nadie. De nada te vale ser más culto o pasear libros que no interesan a nadie. Puedes ser atado a la cama de pies y manos a la mínima. Una experiencia psicológicamente inolvidable. Una herida en la mente tarda más en curar que una herida en el cuerpo, es sabido. Atado con correas a la cama, igual que la violenta y tierna bipolar, que no se cree que no me gustan las chicas, o que la desobediente Cathy, la bulímica, que debe pasar horas y horas encerrada en la pecera, pero se escapa, la muy anfibia. La pecera. Una celda acondicionada, de lujo, toda con cristales para ser visto. Allí no comes a escondidas, no vomitas a escondidas, te ve todo Dios. Cathy lee revistas del corazón detrás de los vidrios. También lee "Muy Interesante", "Fotogramas" y "Psychologies", se da aires. A mi me gustaría hablarle de Sylvia Plath y de R. D. Laing pero aquí nadie tiene tiempo de sobra para nadie. Yo también quiero entrar en la pecera, pero está prohibido. Pecera, agua con espesante, restricciones… Hay uno que fuma desde las siete de la mañana hasta las doce de la noche, sin parar ni un momento. ¿Dónde va? No me atrevo a preguntarle nada. Yo paseo altaneramente los libros, que me han traído mis padres además de su cariño y su paciencia. Sé que no siempre soy razonable. Debería dormir pero no puedo, no quiero, me duele, me resisto...



Llega la temida noche, me paseo hasta la hora del zumo y el somnífero. La enfermedad me ha afectado al área del sueño. No puedo relajarme. Enciendo la luz más suave pero se me cae un libro al suelo, trato de atraparlo y caigo de la cama. No puedo levantarme sólo. Un ruido estrepitoso retumba en el pasillo. Me rompo la clavícula. No se dan cuenta de nada. Yo tampoco, sólo se que me he golpeado en la espalda y duele mucho. Entran tres enfermeros- cancerberos malhumorados - que me atan a la cama y me llevan al sótano para que no me oigan gritar. Me duele la espalda, digo. Pero sus ojos brillan de placer. De nada sirven mis súplicas. Estoy asustado. Nadie viene a ayudarme. Voy al sótano, a las cocinas. Está oscuro. ¿Es la sana traición de Wendy o simple cobardía y el borreguismo dominantes? ¿Nadie tiene compasión? ¿Ahora descubres la crueldad humana? Grito, insulto, parezco la versión gay de la niña de "El exorcista". Soy un mal paciente, o eso dicen todos. Me oyen. Vaya que si me oyen. Tienen que oírme. Desde el fondo, desde lo más profundo. De profundis. El siglo XIX es fashion en el cine pero no agradable para vivir hoy, no debería admitirse. Sus métodos me recuerdan las viejas películas de miedo de la Universal. Boris Karloff en "Bedlam". Gritos entre negras sombras. Sensación de humillación e impotencia. Me juro venganza. En cuanto vengan me vengaré, si mañana, de mañana, al desatarme. Vendrán mañana temprano, espero. Venganza sí. Pero ¿contra quién? ¿Qué venganza? Por aquí no paso la democracia.



La ansiada hora de la comida. Todos los días son iguales, el menú cambia un poco, al menos. Peleas por la comida. Las enfermeras vigilan como halcones a su presa. Cocktail de pastillas para todos y todas. Nadie se libra ¿Quién tendrá más pastillas? ¿Para qué son? Yo no se nada, no debo saber nada al respecto. Soy el último en enterarme de todo. Debo tener paciencia, insisten. Tomo religiosamente montones de comprimidos. Solución rápida, que no soluciona nada pero es efectiva, cómoda para los médicos y lucrativa para las empresas farmacéuticas. Desayuno, comida, merienda, cena. Horas ansiadas en este mortal aburrimiento. El reloj no avanza. Tenemos prisa. Cathy lo adelanta, pero la comida no llega antes. Tampoco llega antes la hora de las visitas. ¿Vendrán hoy mis padres y amigos? ¿Les dejarán pasar esta vez? ¿Quién ha adelantado el reloj? Silencio.



Habitaciones separadas por el sexo y el género. Los chicos con los chicos, ye, ye,…ya se sabe. Normas útiles, inamovibles o normas que permanecen, de momento. Me equivoco una vez y entro en la habitación de las chicas. Cruzo la puerta y me paro en seco. Sólo hay una anciana dulce pintando flores amargas. Soy reprendido duramente. No hay que despistarse. No en esas cuestiones. Los chicos con los chicos, respondo, sumiso.



 

 

 

 

 

El anciano senil, agradable por el día, me amenaza con un cachavazo, con romperme la crisma, si no apago todas las luces por la noche. Pero yo quiero leer, no puedo estar tumbado sin más. Necesito un haz de luz. Mándenme a casa, así no molestaré a nadie. Debería ser más valiente frente a la oscuridad y la quietud. Estarme quieto en la cama. No ser como Sylvia Plath temblando por Johnny Panic y la Biblia de los sueños, con miedo a las pesadillas. Me siento como un niño su primer día en un internado religioso. Quiero hablar con alguien de lo que sea pero apenas nos comunicamos, sólo nos acercamos un poco, unos a otros, un par de confidencias íntimas, echamos pestes del lugar, hacemos algún plan de futuro. Alguno piensa, no muy en serio, en fugarse. Luego nos peleamos. No me dejéis aquí. No tengo paciencia. Una enfermera simpática me bautiza "El Divino Impaciente". Luego me deja solo. ¿Dónde ha ido?



Cuando estoy mejor, en el Yaguë, la universidad de manda a un chico que hace prácticas de terapia ocupacional. Es muy joven y me alegra el ojillo por las mañanas, los jueves, cuando viene. Yo no colaboro mucho y él tampoco puede hacer gran cosa por mí, salvo compañía. Quiere enseñarme a jugar al mus. Es lo que hacen los chicos como él cuando se fuman esas clases donde los profesores de siempre dictan los apuntes de siempre. También quiere hacerme escribir a mano, para ver la evolución de mi grafía. Y mi grafía, pienso yo, va a ser la grafía infantil e incomprensible de un médico. Pero hago un esfuerzo. Escribo frases de libros, citas lapidarias, algunas le gustan otras no las entiende. Hablamos mal de los médicos aunque él dice, medio en serio, quiere ser finalmente médico o investigar, pero no trabajar a en un hospital, les tiene alergia. Escribo. Pero no juego al mus. Además para esa partida hacen falta cuatro y apenas somos dos.



El domingo una anciana quiere obligarme a ver la Santa Misa, en el cuarto de la tele, pero yo le espeto- Dios ha muerto y luego me avergüenzo de mi in-genio, de mi pobre capacidad de respuesta. La anciana ríe y me pregunta si no soy cristiano. No le respondo. Cuando viene el cura, untuoso, repulsivo, a acariciarme la cabeza, con su monserga, le espanto. Le digo que el chico que ha venido a hacer prácticas de terapia ocupacional es mi novio. El anciano sacerdote huye de la habitación. Mi mentira ha surtido efecto.



 

 

 

 

 

Entra la médica que me vio en Urgencias del Yagüe, la primera de la tribu, como una aparición. Va seguida de una becaria, una chica joven, seca y seria, se toma en serio a sí misma en serio en su nueva bata blanca. Llegan a la hora de las visitas, robándome el tiempo, la media hora de visitas. La facultativa sin facultades pregunta a mi madre mientras me señala con el dedo -¿Dice tonterías, tiene risas incontroladas?-. Yo tengo ganas de matarla, de asesinarla con mis propias manos, pero me meto en el baño y escupo en mi espejo. El escupitajo se desvía y cae sobre el bote de espesante. Espesante NESTLE, como el chocolate que tomábamos de pequeños. Ninguno de los que vienen a cuidarme por la noche, para que descanse mi madre, se atreve a darme agua sin espesante. Yo les digo que sólo un chorrito de agua fría y cristalina pero nada. No tomo nada líquido sin el dichoso espesante. Parece harina pero hace todo sepa a tierra, a terruño.



 

Quién es quién en la habitación de fumadores. Confidencias de desencantos amorosos, soledades y rupturas con la familia. Yo no vuelvo a enamorarme, dice una chica gordita que vocaliza casi tan mal como yo. Yo no vuelvo a enamorarme, repite. Parece el título de una canción de Rocío Jurado. Algunos hablan mientras escuchan en discman, otros lo llevan sin pilas pero cantan, pese a todo, canciones pasadas de moda, como si lo oyeran realmente. Una mujer algo mayor inicia una patética danza, inspirada por una melodía del pasado. Cathy, con su cara de gato, se ríe de ella. La mujer se enfada. Abandonamos la habitación del tabaco y sus ventanas siempre abiertas, siempre enrejadas. Una enfermera con cara de perro nos grita: ¡Cada uno a su habitación! Yo le pregunto ¿por que? "No querrás que llamemos a la GESTAPO dice ella, medio en broma" "¡Que llamamos a la GESTAPO!". Me parece un comentario chusco y de pésimo gusto. Propio de gente simple, reaccionaria, sin recursos intelectuales, burgaleses de pro…



Un anciano trata de fugarse a altas horas de la noche. Yo le veo porque no puedo dormir y, contra todas las órdenes, he salido a los pasillos. Está sentado en las frías escaleras, en pijama con su maletita hecha. Inspira ternura. A su lado una enfermera y un guarda jurado. Le han interceptado. Tratan de razonar con él. Pero ¿Quién razona con ellos? Ya nadie se atreve.



 

 

 

En los días peores, al principio de todo, o mejor dicho en los del medio, Urgencias del Yagüe, mis padres me visitan en la UVI o la UCI como la llaman ahora. Allí yo estoy hecho un vegetal, inmóvil, drogado al amanecer y entubado totalmente, pero no les está permitido hablar por la mañana, ni decirme nada Yo creo que se han quedado mudos, sueño que han perdido el habla para siempre y lloro y me muevo y la enfermera me da la vuelta por si estoy incómodo y yo quiero la postura de antes y me agito como un pez recién cogido con el anzuelo. Está perdida. No sabe qué me pasa. No entiende nada. Vaya caso. ¿Qué busca? ¿Que hacer? Me pone una inyección, y acierta con la vena a la quinta intentona. Algo de dolor en el brazo. Me siento algo más vivo y reconfortado. Por la tarde los pocos que vienen a verme han recuperado la voz, me hablan, me acarician con disimulo, me dicen cosas bonitas al oído, pero yo estoy casi dormido, se me cierran los ojos, trato de abrirlos...las pastillas y las inyecciones de por la mañana…no puedo oíros bien…me duermo…no os vayáis. Volved. Volved.



Tengo fiebre, o algo parecido a la fiebre. Fiebre que sube y baja como los ascensores llenos de familiares meditabundos. La enfermera abre la ventana de par en par y me cubre de bolsas de hielo. Tengo sueños raros, calcinados y heladores. Sueño que me devuelven a casa a curarme la fiebre, pero al despertar todo sigue igual. Estoy solo. Logro tirar una de las bolsas al suelo pero no puedo gritar cuando me la vuelven a poner de mala gana, la boca no me responde. La fiebre se va yendo, a pesar de todo. Me vuelven a cambiar de Hospital. Empiezo a recuperar el habla, a balbucear, de trato imposible pero palabras ansiosas de vida. Una amiga me trae una pizarra veleda para escribir mis deseos. Pero mis deseos no pueden escribirse. Me ayudan con una pizarra de letras, mis amigos y amigas. Voy recomponiendo palabras, acentos, letras, construyendo las primeras frases de protesta, de rabia, de indignación, de auxilio, de frustración, de rebeldía. Escribo contra el puré, mi primera comida. Carteles contra el puré de todos los días. Un puré reconcentrado y maloliente. Ningún día hay misterio o sorpresa tras la tapa opaca, puré de lentejas reconcentrado. Estoy dolorido y de mal humor. Empiezo a comunicarme con los otros, a contarles las cosas que me están pasando. Algunos me creen, otros a medias. El Hospital sigue mudo, ciego, sordo y mudo.



Un enema. Que olor. ¿No bastaría con un supositorio? Me limpian ya, una hora después, menos mal. Ya era hora. La habitación sigue oliendo mal pero la ventana no se abre más que un poco. Dicen que da a un tanatorio. Pero yo ya no creo nada, igual que no me creen a mí. Sigo sin poder hablar bien. Ni escribir, casi ni leer. Mis músculos están rígidos y me tiemblan las manos como le empiezan a temblar a mi padre. Otra vez solo con la enfermera de las punciones y las extracciones. Trato de gritar pero no tengo voz suficiente. Paso dos días atado a sueros y goteras. Me arranco la sonda de alimentación y Rosa, la enfermera joven y sonriente, la rubita, me ata con furia a la cama. Mama Roma, pienso. La noche transcurre despacio. Las muñecas y los tobillos están dormidos por el dolor. ¿Qué le he hecho yo? A las nueve promete soltarme una pierna si dejo de gemir, pero yo no acepto el trato. Encefalograma, scanner, resonancia (canto, desafino para no oír los ruidos de la resonancia). Canto de Sirenas. Este chico no es esquizofrénico. Lo dicen todas las pruebas. Sólo bebe para destruirse, para hacerse de agua, disolverse como un efervescente pececillo perdido en un mar devorador. Ha bebido por cuarenta, ¿por qué?.



Yo no siento más que deseo por el enfermero guapo y cruel, el sádico y sexy aprendiz de verdugo que se ensaña con las niñas asustadas, los ancianos chillones y las anoréxicas respondonas. Pero hasta el deseo se ha amortiguado, ya no tiene prisa. Le oigo golpear a una chica y mi deseo muere de indigestión. Ya no me gustas, cerdo. De acuerdo, es un trabajo duro, no tienen dinero, ni personal, ni apoyo de la gente del pueblo, no hay fondos públicos para esto, cada vez menos, cada vez menos... Haría falta un nuevo hospital. Y nuevo personal, pienso yo. Pero eso no ocurrirá. ¿Dónde está el cariño, el trato personalizado? Esto es sólo un vertedero disfrazado. O algo peor…



Un enfermero joven que me conoce de vista y dos enfermeras ríen y comentan sobre mi tatuaje en culo. Ya soy famoso en la planta por mi tatuaje en el culo. Yo no les hago ni caso. No merece la pena. Creo que más que la araña que surge de mi nalga les escandaliza que otro, que no sea ellos, haya podido poseer, moldear, castigar, nombrar mi cuerpo. Lo creen un privilegio de su profesión.



Entra una pequeña jauría de doctores y burócratas en mi habitación. No escuchan mis quejas y observaciones. Me plantean acabar mi recuperación en el hospital donde empecé. Yo no quiero ir , ellos sí. No se hable más. Hablan entre ellos – Podríamos hacer un congreso sobre "Mielonelosis" (mi enfermedad, un nombre bonito para una enfermedad tan fea y poco habitual) piensan en voz alta. Yo les pido que bajen la barra metálica para que pueda levantarme de la cama, moverme libremente por mi habitación. Se miran incómodos, no hacen nada. Silencio. Salen de la habitación. Entra una auxiliar y se lo pido. Baja la barra. Esa es una labor de auxiliares, no de médicos.



Ahora comparto mi habitación del Divino Vallés con un marroquí que permanece atado a la cama. Parece un cristo de piel morena. Grita como un poseso, llama putas a las enfermeras y se caga en los españoles. Intenta masturbarse para escandalizarnos, pero no puede. Maldice en español, árabe y en francés. Sabe idiomas. Es posible que esté por asunto de drogas, o eso dice con hostilidad mi otro compañero de cuarto. El antiguo bebedor. Es un ex alcohólico, al que han echado del trabajo y trata de que le dejen un móvil, pero está prohibido aquí, quiere un móvil para llamar a su familia, avisarles de dónde está... Muestra abiertamente su desprecio por el marroquí. Le dice – ¡cállate moro de mierda!-. Yo no doy crédito. Le digo que le deje en paz. El marroquí sigue gritando, grita y suplica. Tiene unos ojos bonitos, es alto y fuerte y a veces, detrás de sus chillidos rabiosos y sus amenazas de matarnos a todos, se adivina una expresión dulce.



Pijamas franquistas en el hospital Yagüe, pantalones anchos, a rayas, de tela áspera y lazada única que se caen hasta los tobillos y me ponen en apuros cuando ya logro andar por los pasillos, apuros y semidesnudos salvados por mis sufridos cuidadores. Te duchamos. Unas me duchan con cariño, otras con miedo a que me caiga, otras con desprecio. El agua sigue fría. Límpiate tú tus partes. ¿Sólo tengo esas partes? ¿Las demás no son mías? Estoy partido.



Los médicos en la sombra, dirigen todo lo importante. No se mezclan demasiado con los mortales. Rara vez bajan de su panteón y tenemos que hacer cola para que nos reciban dos minutos. Ellos manejan este improvisado purgatorio. Quién sale, quién entra, quien regresa, quién come o no come esto y lo otro. No aguanto más, quiero salir de aquí. Mi madre lucha por que me den el alta. Hay una forma, aunque hay que hacerla bien. Hay que fingir alegría, empatía y conformidad cuando te reciben. No falla. No hay que quejarse de nada ni nadie, menos aún del personal. Me he reconciliado con el mundo, soy uno más en esto, tengo ganas de vivir, trabajar y hacer nuevos amigos, miento. Y me sueltan, me mandan a la calle enpastillado y con libro de instrucciones, al cabo de unos días. Soy libre. Hay una extraña luz blanca afuera. Pero ya me da igual. He visto a la muerte cara a cara. Los que están allí tal vez me entiendan. Yo ya no puedo visitarles. No me está permitido.



Eduardo Nabal Aragón.


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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.