"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


11 de mayo de 2013

Agustín Villaronga..., de Eduardo Nabal Aragón


AGUSTÍ VILLARONGA
 ESE GRAN DESCONOCIDO

 “Fuimos niños de la guerra…”

Decía Djuna Barnes de sí misma que era la escritora desconocida más famosa del mundo. Algo así podría decirse de  Agustí Villaronga y su cine. Desde el malditismo de culto de su espeluznante “Tras el cristal” hasta su fascinante  episodio en blanco y negro del filme coral  “Aro Tobulkin, en la mente del asesino” –donde se mezcla la ficción, el verdadero y el falso documental-  el realizador mallorquín ha tenido tantos seguidores  fieles como silencios en la Historia  con mayúsculas del cine español. Pilar Pedraza  acaba de dedicarle una monografía que viene a paliar, en parte, la injusticia histórica que la vasta literatura sobre el cine español ha cometido contra uno de los realizadores de trayectoria más personal e intransferible de nuestra cinematografía. Las películas de Villaronga, como parte del arte más sólido e impactante de las últimas décadas, están filmadas  de espaldas al público, como si este director estuviera esculpiendo de forma obsesiva una y otra vez los mismos espacios y las mismas obsesiones y de vez en cuando -enteras o en fragmentos- vieran la luz pública causando alternativamente admiración, repulsa, desconcierto, pánico, interés o indiferencia. Obviamente hoy el abordar sin complejos  la homosexualidad y la confusión de los sentimientos en el cine español está -por lo general- más aceptado, pero la perspectiva  de Villaronga (como de otro modo la de Almodóvar -La mala educación- o el propio Garay de la campy “Manderley” o la lésbica, lánguida y onírica  “Eloise”)  sigue causando cierta conmoción.

Si “Tras el cristal” es “la película que John Waters no enseñaría a sus amigos”, tampoco “El mar” es una película  que  haya despertado demasiado entusiasmo más allá de ciertos círculos de la crítica especializada, los admiradores del realizador, los interesados en la postguerra o en la novela,  la cinefilia gay y los  incondicionales del cine fantástico y de terror , porque Villaronga  ha erigido otra fábula incómoda, (llena de religión, morbo, fetichismo y sangre) sólo aparentemente más clásica en su trama y sus personajes, e igualmente radical en su resolución estética, que además pone en evidencia algunas las constantes de su cine: la sexualidad fuera de la norma, las heridas, la infancia, la violencia, la soledad  y la muerte. “El mar” es una película menos lúgubre, oscura y opresiva que “Tras el cristal”, menos surreal y fantástica   que “El niño de la luna” y menos ceñida al cine de género que “99.9”, menos rica en su escenografía e implicaciones sociopolíticas   que “Pan negro”,  pero la construcción del relato, su “mise en abisme” la convierten en otra sombría, cruel  e implacable bajada a los infiernos del cuerpo y la mente. Tras su brillante y estremecedor prólogo - con una de las panorámicas circulares  más audaces del cine español de los noventa-, asistimos a la historia de un reencuentro que desbarata las expectativas del melodrama psicológico al uso para construir otra pieza de cámara obsesiva, a la vez dolorosa y fascinante, sensual y turbadora, pasional y funeraria.
Villaronga ha hecho películas buenas (“Tras el cristal”, “El mar”, “Pan negro”), regulares (“Pasajero clandestino”, sobre la novela homónima de Georges Simenon, “El niño de la luna” “99.9”) pero nunca ha hecho un filme malo o inútil porque su personalidad fílmica es demasiado fuerte y su universo visual demasiado potente. Estuvo cerca del proyecto de Almodóvar y “La mala educación” (cuya atmosfera turbia, a ratos enfebrecida –teñida de sexo, culpa, deterioro psicológico  y religión- recuerda algunos pasajes de “El mar”) y ha intervenido como actor en pequeños cameos  en algunas de las películas  más apreciables del cine fantástico español reciente  como “El celo” de A. Aloy  o el filme de Morales  “El habitante incierto”. Morales se dio a conocer en el exiguo panorama del “cine queer o protoqueer”  español con su polémico cortometraje “Back room” rodada íntegramente en el cuarto oscuro de un bar de ambiente gay. Así como Marisa Paredes pasó el teatro al cine gracias a películas como “Tras el cristal de Villaronga”- donde hace un inquietante papel de madrastra y ama de llaves -  o como monja poco común en la comedia satírica   “Entre tinieblas” de Almodóvar.
“El mar” está basada en la novela homónima de Blai Bonet (poeta y novelista) ,  y en ella se encuentran algunos de  los personajes más “enteros” de toda la filmografía de Villaronga, a pesar de sus resonancias folletinescas; sus símbolos y referencias históricas son más claras (con la guerra civil española como terrible leit-motiv, algo que se repetirá con mayor realismo  e implicaciones históricas y  sociopolíticas  en “Pan negro”), pero su puesta en escena desbarata la construcción novelista del relato y  nos incomoda al situar placer y displacer en los momentos más inesperados de la historia. Al contrario que en “El niño de la luna” o “99.9”- donde recuperaba a la buñueliana Terele Pávez en un personaje terrorífico de bruja rural  fugada de  un psiquiátrico - , el director reduce al máximo los elementos de cine  de género o los alardes futuristas,  de forma que su historia no se saldría de los cánones del relato melodramático, la novela    de infancia y reencuentro, amor y muerte, sino fuera porque su puesta en escena quiebra de nuevo las líneas de la racionalidad  compositiva de la narración y rompe con  lo que esperamos de los personajes y sus acciones. Entre las influencias que encontramos en el cine de Villaronga están el “Arrebato” de Iván Zulueta, el cine de Buñuel, Bergman, Borau, Pasolini, Bigas Luna, Jesús Garay (“Manderley”, “La bañera”) o  la narrativa de Agustín Gómez Arcos (“El niño pan”, “El cordero carnívoro”). Directores y escritores siempre polémicos y obsesionados por la escisión entre el cuerpo y la mente, la sexualidad y el encierro, la sombra y la huella  del fascismo, las obsesiones juveniles  y la reinvención de “la historia”. Entre sus herederos el Almodóvar de “La mala educación” (un proyecto del que estuvo cerca y bañado por su imaginería a la vez religiosa y herética), Elio Quiroga (“No-Do”),  algunos de los primeros  trabajos de Julio Medem  o incluso los internacionalmente conocidos Guillermo del Toro (“El espinazo del diablo”, producida por El Deseo film y con una inquietante Marisa Paredes) o  Alejandro  Amenábar (“Tesis”, “Los otros”).
El filme comienza con un prólogo brillante, desgarrador e implacable en el que se nos dan unas pinceladas violentas sobre la infancia de los protagonistas, sacudida y espiritualmente “rota”  por el sangriento  final  de la guerra civil española que ellos escenifican en una breve y a la vez terrible y bellísima secuencia. En “El mar” encontramos una de las panorámicas circulares más atrevidas y subyugantes del cine español de los noventa.  El recuerdo de una muerte violenta “un niño que mata salvajemente a otro  y después se suicida”  va a pesar de un modo obsesivo sobre el resto del filme y sobre esos personajes que quieren vivir hacia fuera y hacia delante,  pero viven en el interior de recuerdos vergonzosos, sueños incumplidos, heridas sin cicatrizar y vanas esperanzas de libertad. Las heridas mentales se van convirtiendo en heridas físicas que recuerdan que el pasado de violencia y sexualidad reprimida no ha desaparecido, con claras connotaciones sadomasoquistas.
“El mar” no es una película redonda, no es una obra coral, áspera  ni  tan compleja como “Pan negro”, donde como en “9.99” vuelve a dar un gran protagonismo a las mujeres de todas las edades y condiciones sociales, mujeres que luchan contra los hombres y sus leyes  o se enfrentan entre sí;  los actores jóvenes se muestran algo titubeantes en sus difíciles papeles y hay ecos de la narrativa decimonónica que enturbian un tanto la pureza obsesiva y la deslumbrante oscuridad de sus imágenes, pero  es, sin duda, uno de los ejemplos más sólidos del cine y del universo de un autor condenado a ser un mito entre los desconocidos. Hoy por hoy, Villaronga sigue siendo una figura errante en el panorama del cine español contemporáneo, un nadador contracorriente en un mar lleno de escollos, intereses espurios, pequeñas perlas y faros de papel.
Sólo el  estreno de “Pan negro”-adaptación personalísima y potente  de la novela homónima de Emil Teixidor y de algunos de sus cuentos como “El asesino de pájaros” - parece haberle abierto las puertas  al gran público (con Goya  a la mejor película y director incluidos)  sin haber abandonado algunas de sus constantes temáticas y estilistas: el horror de la guerra y la postguerra, la lucha por la autenticidad, la identidad y la pérdida de la inocencia en un mundo sacudido por el oscurantismo, la falsedad  y la intolerancia donde conviven  la  luz y la oscuridad, la infancia y la madurez, la vida y la muerte, la mirada inquisitiva de los niños, la literatura y el cine, la lucha por la individualidad, la mentira y la verdad como imposibles,  el amor más allá de las normas…

Sus últimos trabajos han sido para televisión como el filme en dos capítulos “Cartas a Eva” donde, apoyándose en un gran reparto femenino,  aborda, de nuevo, cuestiones de nuestro pasado histórico que a muchos no les interesa recordar.

 1 Pedraza, Pilar. Agustí Villaronga. Ed. Akal. Cine. Madrid, 2007.

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.