TEORÍA DE LA INVOLUCIÓN HUMANA
Eduardo Nabal Aragón
El mono y después Dios- dijiste una vez.
Y luego te reíste de tus palabras, para quitarles importancia. Tenías que decir algo para relajar la tensión, después de hacer el amor, mientras yo seguía mordisqueando esos pelillos juguetones que luchaban por llegar hasta tus tobillos. Necesitabas poner una fachada intelectual entre tú y el mundo, entre mi cuerpo y el tuyo, entre dos mundos que pueden chocar pero nunca confundirse. Y cuando te diste cuenta del precio que eso iba a costarte ya era demasiado tarde. Estabas atrapado entre tu cuerpo, ansioso de caricias, de nuevas caricias, de besos distintos, y una muralla de palabras que decían cosas importantes, que deseaban ser publicadas. Una muralla terrible.
Querías ver tu rostro en la solapa de un libro. Pero entonces tendrías que prescindir del cuerpo. Porque en las solapas, dijiste también otra vez, sólo aparecen los rostros, no los cuerpos. Los cuerpos son defenestrados o las cabezas descuerpadas. Tu piel no te permitió escribir y las palabras te impidieron amar. Incluso, a veces, desear. Esto, pensaba yo, te lo diría al pie de tú tumba, cuando ya no pudieras replicarme y cuando tus numerosos familiares ya se hubieran ido con la música y la fiesta a otra parte y sólo quedáramos tú, yo y el bosque.
Nuestros cuerpos, que se habían conocido en un recatado bosque se retirarían ahora, se separarían para siempre en otro recortado jardín con árboles o troncos de árboles. Especies protegidas- decía un letrero la primera vez que nos encontramos en el pinar. Los árboles entonces, parecían bien enfilados. Coto de caza- disparaba otro cartel, pintado en rojo sobre una lámina de hojalata. Nuestros cuerpos, a veces rebeldes, a veces sumisos, como tú mente confusa o apagada, llena de palabras que reñían con tus neuronas, ahora estarían separados nada más por algo más de un metro de tierra fría y húmeda. Sólo que la tierra sería ahora hacia abajo. No podría cruzarla. Y habría también una caja de pino barnizada por tu familia, yo nunca hubiera tenido dinero para eso. Y separados por un letrero, otro cartel de prohibido o permitido, donde ominosamente, pondría R.I.P.
Diego acaba de llegar a la facultad. Y cómo siempre irá primero al bar. Saludar, tomar algo, ver el periódico, jugar una partida, ver a los colegas, saltarse alguna clase, todo eso le da fuerza paras seguir en la Universidad, aguantar a los profesores, para presentarse a los exámenes. “¿Pueden estos patanes examinarme?” debería poner bien clarito en las camisetas que los estudiantes de educación social habían hecho este año. Eso debería leerse en su pecho en vez de “Teoría de la evolución humana” como se leía y veía en la que llevaba puesta ahora, de color amarillo, donde se mostraban varios dibujos negros de un estudiante asiendo una jarra de cerveza y descendiendo, en cuatro imágenes mal dibujadas, del licenciado al mono, del universitario borrachín al primitivo Homo ergaster.
Imágenes negras sobre fondo amarillo. Esa camiseta podía haberla diseñado su padre, piensa Diego, o incluso su hermana Clara que odiaba la cerveza, las fiestas y los fiesteros y que huía de casi todas sus compañeras de curso menos de una con la que pasaba toda la tarde estudiando en su cuarto. Sí, estudiando. Ja! Ja, murmuró Diego para sí mientras le ponían el café y el pincho. Despellejando a otras chicas, a las otras chicas. Eso es lo único que sabéis hacer las mujeres, despellejaros las unas a las otras- había dicho una vez su padre a su madre durante una comida y esta se quedó quieta, mirándole, atravesándolo con la mirada, como si en lugar de ir a servirle otro cucharón de cocido fuera a atravesarle con él.
- Sólo las putas y los curas trabajáis en domingo
Esa frase pronunciada, salida de los labios, que acaban de chupar su pene, de uno de sus mejores clientes, se le quedó grabada a Alberto. Y el hombre después de decir eso no volvió nunca.
Y eso impresionó todavía más al joven, el silencio que dejó más que la propina. Era como si hubiera dictado una sentencia, dicho la ultimísima frase, y se retirara con su triunfo, a ver el fútbol o vivir plácidamente el resto de su vida con su esposa e hijos, si los tenía.
Estaba harto de los sermones de los viejos que después de follarle o ser follados, después de desfogarse con él, se compadecían de él y de su oficio. “Claro, estás en esto porque necesitas dinero, siento habértelo hecho pasar tan mal”. Y Alberto pensaba: tú que sabes si me lo paso bien o mal, si todos los que vienen son como tú, si necesito el dinero o sólo quiero lucrarme más, si tengo una herencia millonaria y me dedico a esto para joder a mis parientes o para hacer obras de caridad. Iros a la mierda, pensaba Alberto. Iros al confesionario y haceros una paja, que os sale más barato.
Pero ese cliente no. Nunca hablaba. Nunca intentaba ser guay o simpático. Ni quedar luego con él, ni saber su verdadero nombre. Pagaba siempre primero sin que se lo pidiera, lo hacían y se decían adiós con un beso. Nada más. Pero aquel domingo, triste y frío, al despedirse le soltó esa frase, esa maldita frase que se le había quedado grabada como el hierro al rojo vivo sobre una res adolescente. Solo los curas y las putas trabajáis en Domingo.
Porque Alberto era puto en la capital y el resto de la semana lo pasaba en su pueblo, ayudando a ordeñar las vacas de su familia. Hasta que un día su tía lo llamó vago y degenerado y le acorraló en el establo. Y él se preguntó: y está bruja ¿cómo se ha enterado?
Ella le prometió no decir nada, mantenerlo todo en secreto y seguir manteniéndole a él en aquella casa, que al fin y al cabo era de su propiedad. Pero tenía que prometerle una cosa. Alberto iría, después de comer, después de la siesta y trabajar con las ubres de las vacas, a ayudar al párroco en sus tareas todos los días de entre semana. A ayudar con las labores de la Iglesia. A echar una mano a Francisco Javier, que ya era mayor para tanto trabajo. Tendría que tragarse alguna misa y aguantar el maniático, senil poner y quitar cosas de Paco, el cura del pueblo. Que le había bautizado y era tan amigo de su tía, de sus padres, de toda la familia y todo el pueblo, porque como decía en sus sermones “este pueblo es como una gran familia” y “no hay nada más sagrado ni más amenazado, hoy día, que la institución familiar”.
Cuando Alberto y Diego se conocieron tenían los dos una resaca horrible y no sabían que hacían en el bar de la facultad. Diego pensó que no iba a poder aguantar una sola clase, ni siquiera llegar o llamar a la puerta sin llamar la atención. A pesar de su embotamiento a Diego le sorprendió la presencia de Alberto en el bar.
Su aspecto no concordaba con la del resto de la gente que pululaba por allí, ni alumnos ni profesores, ni camareros, ni secretarios, ni señoras de la limpieza ni técnicos informáticos. No parecía tampoco un deportista que fuera a hablar con el dueño del bar de la facultad que coordinaba el equipo de fútbol masculino.
Su indumentaria era decididamente extraña, con una cazadora de cuero gastada, unos vaqueros nuevos, pendientes en las dos orejas y un pelo visiblemente teñido de rubio. También unas gafas casi opacas. Mientras estaba pensando quién podía ser Alberto y que hacía allí este le devolvió la mirada, sonrió y le dijo, ¿Te tomas otra para reponerte? Una sólo se pasa con otra. Así es. Diego dijo que no con la cabeza, no quería que la gente del bar oyera su tonillo ebrio, pero él pidió dos cañas y el dueño se las puso bajando un poco la mirada.
Le tocó amistosamente el hombro y le preguntó ¿Qué estudias tío? Diego esbozo una sonrisa alcohólica y contesto con voz de borracho: Pues ya vez, “Teoría de la involución humana”. ¿Y eso que coño es tío?- pregunto Alberto al que le hubiera dado igual cualquier otra respuesta. Lo que hacemos tú y yo. ¿Me acompañas al baño? El joven vaquero, prostituto y monaguillo-cómo le gustaba definirse- miró al frente, al vacío, se puso serió pero recapacitó un poco y sonrió. Estaba sólo ante un crío borracho, no ante un potencial cliente.
–Pues, claro, vamos, a ver si echas la pota-. Salieron del bar dando tumbos, haciendo el menor ruido posible, apoyándose el uno en el otro aunque era Alberto, más resistente y musculoso el que marcaba los pasos. ¿Dónde está el baño, tío? Ahí enfrente-y mientras señalaba con un dedo Diego empezó a temblar de pies a cabeza. Su más fornido acompañante lo agarro con su brazo por el sobaco y lo hizo atravesar la puerta. Sin soltarle lo condujo hasta un váter y lo dejó agachado frente a cisterna. ¿Puedes tú sólo? –añadió mientras entornaba la puerta.
Si, si- oyó decir al estudiante pero le sonó a no, no. Se quedó un momento parado pero cuando empezó a oír el eco de las profundas arcadas se tranquilizó un poco y se encaminó al lavabo. Se quitó las gafas oscuras, se lavó la cara con el agua helada que salía de los viejos grifos y se atusó el cabello. Los sonidos guturales cesaron al otro lado de la puerta donde se encontraba Diego.
Tío, tío- oyó susurrar. ¿Puedes venir aquí? ¿Por qué? ¿Qué te pasa? contestó Alberto con un tono desconfiado. ¿Puedes venir aquí? Las palabras eran una extraña mezcla de súplica desesperada y orden a la que no se debe desobedecer. Se asomó y a parte de los vómitos en el fondo y sobre las paredes de la taza del inodoro, se topó con una extraña postura en el cuerpo de Diego, que arrodillado en el suelo se había bajado los pantalones y los calzoncillos, dejando asomar su culo respingón. Estuvo a punto de salir con cautela pero encontró a su inesperado acompañante increíblemente hermoso, mostrándole como por accidente, provocado por supuesto, sus nalgas medio formadas y los pelos abundantes que llegaban hasta la parte trasera de sus muslos.
Se agachó, a pesar de que aquél olor ácido empezaba a rechinarle, y le levantó con cuidado, después de una caricia suave en el culo, le subió la ropa, le abrochó el cinturón y salieron juntos de aquel departamento donde había dibujadas en la puerta esvásticas tachadas, pollas y números de teléfono. Vamos, te llevo a casa- acertó a decir Alberto.
Tengo el coche esperándonos fuera. Allí, al lado del bronce. Junto a la estatua del profesor ausente. Al lado del final de la verja.
Clara y Luís se conocían desde pequeños pero sus vidas se habían separado de un modo algo brusco en la adolescencia. No hubo una pelea ni una simple discusión, simplemente dejaron de llamarse. Se asentaron el uno de la vida de la otra.
Todo empezó cuando él publicó un relato breve en el que se dejaba clara su preferencia por las personas de su mismo sexo.
Clara tuvo miedo. No por él o por la homosexualidad sino porque ella misma estaba confusa respecto a sus sentimientos y sus deseos hacia su única amiga de verdad. Habían empezado a pasar mucho tiempo juntas y hacerse confidencias. Eran muy íntimas pero ella, estaba cada vez más convencida, de que había algo en Elvira que le hacía dudar de sí misma, no estudiar lo suficiente, querer tenerla siempre a su lado, pensar más en ella que en cualquier chico que se hubiera acercado a ella.
De hecho no sólo había dejado de llamar a Luís, con él que siempre tuvo una estrecha complicidad, sino que se había salido del grupo de compañeras del instituto, justo en el último curso. Había cometido la torpeza de despreciarlas justo antes de poder separarse de ellas con elegancia y discreción. Pero lo más importante para ella ahora eran Elvira y su hermano Diego, que cada vez bebía más y estudiaba y se cuidaba menos.
Este debía ser ahora su único mundo, su presente y su futuro. Por eso cuando le llegó la noticia de que su antiguo colega y casi vecino había quedado finalista del “I Premio Joven de Novela Histórica Comillas” se quedó muy sorprendida. Ahora era un flamante columnista del triste periódico local escribiendo largos y aburridos artículos sobre el paisaje de la ciudad.
Compró la novela, que no era barata, y le prometió a Elvira que se la dejaría, que sería muy interesante. Pero se sintió totalmente defraudada. Era el tipo de novela llena de datos y hechos, encima localizados en Burgos, que Luís había dicho detestar siempre. Por eso cuando lo vio, con su nuevo aspecto, en la portada del periódico, como una celebridad literaria y local, no quiso leer la entrevista. ¿Tenía tal vez envidia? No.
Clara pensaba que, en cierto modo, la había traicionado, no sabía muy bien porqué y, sobre todo, se había traicionado a sí mismo. ¿Qué pintaban los Reyes Católicos y luego Franco, los comuneros y el General Yagüe en un libro del chico rarito e inconformista que ella había conocido y admirado? No había nada sobre sí mismo sino que estaba como escrita por otro u otros, por alguien a quién le han dicho como escribirla y ha seguido meticulosamente las instrucciones para ganar un premio como ese. Un premio que le había permitido coger un billete de ida a Madrid y dedicarse casi únicamente a vivir la literatura. Aunque fuera con modestia, él nunca se había dado a los grandes excesos.
Y en su cuento, aquel que, en cierto modo, le separó de ella, hablaba muy mal de los bares gays, de ambiente madrileño, criticaba el lujo y alababa la ascesis. Nada ascético, aunque sí soporífero, le pareció aquel voluminoso y aburrido volumen que todos compraban porque el autor era de Burgos y además un chico joven, humilde y majo. Incluso oyó por la radio que era todo un éxito de ventas en las librerías de otras ciudades españolas y que lo iban a traducir al catalán, al francés y puede que hasta el italiano.
Clara no podía creérselo. Ella que se había acercado a él al leer algunas cosas suyas y se había distanciado al leer otras se sintió sencillamente defraudada. Elvira tardaría todavía una hora en llegar de clase. Puso música bajita en su cuarto para no despertar a Diego, que dormía todavía, a la una de la tarde, después de la última juerga. ¡La tercera fiesta de “Humanidades y Educación” que daban esta semana! Ella no se creía nada. Pero sus padres, pensaba Clara, se lo permiten por ser un chico y, bueno, por ser un poco mayor que ella. Bueno, allá él y allá ellos. Pero le preocupaba que empezara a beber tan pronto por la mañana, una profesora de la Uni, conocida suya, se lo había contado con detalles sórdidos. Bebía en lugar de ir a clase y una jarra pequeña detrás de otra, sin intermedios. Y a veces sólo o mal acompañado.
Ella no iba a decir nada a sus padres. No era una chivata. Pero tenía que hablar de dos cosas importantes con las dos únicas personas que le importaban: Diego y Elvira. Y las dos conversaciones le daban un miedo atroz. Entonces volvió a abrir el libro de Luís “De los destierros” pero no leyó nada, se quedo mirando la foto de la solapa, una foto reciente, dónde estaba a la vez igual y totalmente distinto, los mismos ojos tímidos detrás de unas gafas pero su barbita, que antes era revoltosa, aparecía tan recortada y pulcra como su escritura.
Parecía una de esas estatuas de bronce que habían empezado a llenar la ciudad. Cuando estaba más ensimismada contemplando aquel cambio físico sonó el teléfono y se sobresaltó. No esperaba llamada de nadie. Sólo esperaba a Elvira. Y era Elvira la que con un ruido atronador a gente, música, alcohol y humo de fondo le pedía desde su móvil que bajase, que estaba con unas amigas en “El Tornado bar”, dos manzanas más allá, que creía que habían estado antes juntas en ese bar y que conocía a las chicas.
Pues peor sí las conozco y ese bar es un antro de mala muerte. Te estoy esperando. Tenemos que hablar-añadió aullando Clara para hacerse oír. Vale, baja, tomamos algo y luego hablamos- fue la respuesta a gritos de su amiga. Clara se sintió mal pero tras decir, esta vez en voz baja, - Voy, esperadme colgó y empezó a ponerse el abrigo.
Era carnaval pero nevaba. La puerta del “El Tornado Bar” estaba flanqueada por un grupo de chicos, grotescamente disfrazados “de chicas”. Clara pensó que para disfrazarse así era mejor seguir disfrazado de hombre. Y encima ocupaban groseramente la puerta del local, sin dejar entrar ni salir a nadie a sus anchas. Parece ser que tenían que seguir demostrando que lo abarcaban todo. Que eran machos con pelucas.
Unos tiarrones a pesar de las faldas mal puestas, las botas altas y aquellos pechos de papel de periódico que se les caían. Ella se había disfrazado una vez de hombre pero había seguido meticulosamente algunos patrones. Estos se disfrazaban de tiarrones disfrazados un día de tías. El carnaval les daba excusa pero ellos no se la daban. Mientras pensaba esto esquivó a dos de ellos, que se pasaban un voluminoso cachi de cerveza, y logró entrar. La cerveza le recordó a su hermano Diego. El local estaba tal y cómo lo había imaginado.
Pocos cambios. Ahora sólo faltaba encontrar a Elvira y sus acompañantes. Estaban al fondo, sentadas, comiendo pinchos de chorizo, cacahuetes y bebiendo vino. Se dirigió tímidamente, las saludo con versallesca cortesía y le pregunto a su íntima ¿Cuánto tiempo más vais a estar aquí? Cómo no hubo respuesta alguna, pues en ese momento un borracho del bar se arrancó a cantar a pleno pulmón, se sentó en la mesa. Elvira le invitó a probar algo de lo que estaban tomando. Ella cogió un cachi vacío y se echó una gran cantidad de vino. Las otras chicas, mientras hablaban de temas variopintos, la miraron de reojo. Se puso a beber. El vino era barato y peleón pero enseguida tuvo un pequeño efecto calorífico y anestésico. Ahora podía tener una perspectiva más clara del lugar.
Pero seguía preguntándose qué hacía Elvira con la inevitable y trepadora Martita y rodeada de aquellas chicas con las que ella no se hablaba hace meses. ¿Querría enseñarle o demostrarle algo? Las ¿amigas? de Elvira o sus antiguas amigas, ahora sólo conocidas de triste recuerdo, habían empezado a hablar entre ellas, a cuchichear, aprovechando que el barman había puesto la música a tope y que el bar también a tope se había llenado de ruidos horribles, de sonidos chirriantes, de alcohol que desorganizaba algo que Clara quería organizar en su cabeza. Aves de rapiña enfundadas en trajes de burgalesas de pro. Futuras madres y abuelas en la iglesia.
Entonces se levantó y le susurró a su amiga que tenían que hablar fuera. Elvira la siguió a pesar de las miradas de desaprobación de las que le rodeaban. Salió de la mesa con un tubo de cerveza en la mano. Clara percibió aquel tubo como un arma alargada y cristalina, como una ridícula forma de defensa, porque seguro que ella sabía lo que iba a decirle. ¿Qué haces con ellas aquí? Elvira contestó, cortantemente, con otra pregunta: ¿De qué querías hablar? - De que te quiero, de que me gustas, de que mis experiencias con los chicos han sido, han sido, nada… Clara la cogió del brazo y trató de atraerla hacía sí. Pero ella se apartó con violencia, dio un grito y le estampó el vaso de cerveza en un pecho a su amiga, dejándola empapada. Una de las chicas se levantó y se acercó a ellas con expresión de que lo veía venir, con expresión de suficiencia, o eso le pareció a Clara que se sentía humillada, dolida, empapada del desdén y el asco de su amiga.
– Me quería besar, es una borracha asquerosa- aulló Elvira. Mejor nos vamos- dijo otra chica e hizo una seña a las demás que se levantaron al unísono de la mesa y salieron como en una fila india escolar, con expresión severa, mirando a Clara toda mojada, como si hubiera sido ella misma y no Elvirita, con su furia de reprimida y su aspecto de pocas luces, la que se hubiera derramado el líquido dejando la lana de color negro húmedo y vejado. ¿Adónde vais?- gimió. Pero las otras no respondieron sino que se limitaron a abandonar el lugar. El sonido del premio en metálico de una máquina tragaperras cubrió su llanto entrecortado. Ella sabía que iban al Centro de Arte Contemporáneo; a ver la misma exposición una y otra vez, pero se limitó a secarse la cerveza y las lágrimas con un montón de servilletas de papel.
Lauren ha cogido el correo y como siempre, salvo los compartidos recibos, todo es para Luís. Hay una de la editorial, con pinta de formal invitación. Se resiste a abrirla y se limita a darle vueltas mientras sube en el ascensor. Está en su habitación, totalmente enchufado al ordenador, escribiendo o corrigiendo. Lauren le da un beso en la mejilla y deja el correo sonoramente sobre la mesa.
Hola, ¿Qué tal el día?- es la mecánica pregunta de Luís. Fatigado-contesta él, que cómo no domina bien el español se defiende muchas veces con cultismos. – Creo que te ha arrivado la invitación para la cena de la editorial. Ah, bien- dice Luís que está embebido en la segunda parte de su trilogía “De los destierros”.
Hay una pila de libros de historia de Burgos sobre su mesa. ¿Cuándo voy a conocerme Burgos?- pregunta. Pronto- responde su cada vez más distante y distinto amante. O eso piensa Lauren. Distante y distinto. Un día el ordenador va a tragárselo o va a hacer el amor con un tomo de historia medieval en lugar que con él. - ¿Vas a ir a la cena?- pregunta Claro, espera que cierro esto- responde cortante Luís.
Apaga el ordenador y luego abre el sobre que está encima de la pila de cartas que ha traído su novio francés, compartiendo la curiosidad de Lauren que se acerca y lee en voz alta. – La editorial le invita a una cena de jóvenes autores. Puede acudir sólo o con un acompañante. Silencio. ¿Iremos no?- se atreve finalmente a preguntar Lauren, sabiendo de antemano la respuesta. Pero el laureado escritor no contesta sino que sigue leyendo la invitación. Luego se vuelve y clava su mirada en él. Que miedo dan a veces esos ojillos tímidos y que falsa le parece ahora esa barbita bien recortada.
Pero esta vez en lugar de dejarse amedrentar por la cada vez más frecuente aspereza de su novio él va más lejos. - ¿Por qué no escribes una historia de amor, sobre ti y sobre mí, de sentimientos mais de desamour? Luís contesta con una entonación ronca, inesperadamente salida de su siempre suave garganta- Porque eso es tuyo y mío y de nadie más. Intimo y privado. Y además tengo que trabajar mucho en esto. Es lo que nos da, me da dinero. Bueno y tú trabajo, añadió dijo con cierto desdén. Lauren permanece allí unos segundos, luego se levanta y sale silenciosamente de la habitación.
Alberto ha cambiado de opinión y ha llevado a Diego a su propio cuarto. Le ha desnudado y le ha acariciado toda la noche, como se acaricia a un muñeco de peluche o a un príncipe envenenado por el efecto del alcohol y quién sabe si algo más.
Ha tenido una noche agitada, combinando pesadillas e insomnio. Se ha fijado en esos pelillos que luchan por llegar todavía a sus tobillos finos y a sus pies alargados.
Ha pensado en su tía y ha tomado a una decisión: ella, el cura Paco y todo el pueblo tendrán que buscarse otro monaguillo. Y los señores casados y ansiosos de desfogue sexual, otro puto. ¿Dónde queda el vaquero? En el cine. En una pantalla oscura. Una nueva somnolencia se apodera de él.
Está amaneciendo y se ha dormido y despertado varias veces. Pero el sol ya se está asomando con cierto descaro.
Acaricia la melenita de Diego y éste, por fin, abre los ojos y la boca- bueno, amable desconocido ¿Qué coño vamos a hacer hoy?
-Salir de la papelera de reciclaje, tú y yo- susurra Alberto con una enigmática sonrisa
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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.