LA COLA DE LA ESPERANZA
Si de algún mito puedo decir que no ha cumplido para mí esa función primordial de los mitos que es dar una explicación más o menos convincente de la realidad o proporcionar algún alivio a los temores íntimos de los seres humanos, ese es el mito de Pandora. Un mito que se ha popularizado entre nosotros, en la expresión “abrir la caja de Pandora” para referirnos a la provocación en cascada de todas las desgracias posibles. Es un mito conocido: nos cuenta que la cólera de Zeus contra Prometeo -por haber robado éste el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres- se resolvió con la creación de la primera mujer, Pandora, nombre que puede significar “la que concede todos los dones” pero a la que, por el contrario, se atribuye el haber dejado escapar todos los males de la tinaja donde los tenía encerrados su esposo Epimeteo, hermano de Prometeo.
Hasta aquí tendría el relato un sentido más o menos clarificador del origen de nuestras tribulaciones, atribuído a una mujer como sucede con la Eva del relato bíblico. Pero el misterio y la incertidumbre aparecen cuando la leyenda nos cuenta que no salió al exterior todo lo que había en aquel recipiente lleno de desgracias, sino que en el fondo quedó encerrada LA ESPERANZA. Alguna tradición nos cuenta que ésta quedó atrapada en la boca de la tinaja cuando Pandora quiso taparla para interrumpir aquella temible escapatoria. Pues bien, de aquí arranca la perplejidad en la que me ha sumido siempre este relato: ¿qué hacía allí la Esperanza en compañía de todos los males? ¿ era también uno de ellos? ¿ no se le permitió salir porque siendo un bien no cumpliría la misión de castigo que pretendía Zeus?.El refrán español que dice que la esperanza es lo último que se pierde tampoco resuelve ese carácter ambiguo…
Incluso los años en que el otoño llega despacio, los mediodías son suaves y se puede disfrutar de esos colores que sólo tiene la naturaleza cuando está a punto de entrar el mes de noviembre, solemos aceptar, como algo merecido, que desde el norte un buen día, sin avisar, nos lleguen ramalazos de viento helado . La mañana estaba así, es decir heladora, cuando al fin encontramos el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación en las afueras de Madrid. Es un edificio moderno, o sea reciente, altísimo, con fachadas frías de cristaleras grises, y uno de sus flancos resulta aun más siniestro por la sombra que proyecta sobre la explanada por donde avanzaba la cola de los que acudían a validar sus papeles.
Allí, a la intemperie, esperaban de una forma paciente y ordenada varias decenas de personas, diferentes por sus fisonomías y sus estaturas pero no por sus edades: no había niños ni apenas personas de mucha edad. Siempre he pensado que no hay paisaje más variado que el rostro humano, pero la variedad de los que tenía delante y detrás de mí era tan fascinante que casi no sentía el frío ni el cansancio. Todos me parecían bellos porque en cuerpos de pequeña o mediana estatura se asentaban cabezas poderosas de pelo oscuro y fuerte y rostros con distintos tonos de bronceado, en ningún caso pálidos, de palidez europea. Pieles curtidas en soles africanos, latinoamericanos y, en menos casos, orientales. Perfiles definidos, sin la blandura que van marcando generaciones de bienestar
La fila avanzaba con una lentitud que sólo a mí me impacientaba, mientras para los demás parecía formar parte de una costumbre, de una rutina que practicaban con naturalidad como si la vivieran a diario. Por la misma puerta que engullía sin prisa nuestra cola salían cada cierto tiempo los que ya habían terminado su gestión. Salían animosos pero sin exceso, más bien como si hubieran recibido algo que merecían y que los devolvía con más tranquilidad a sus quehaceres diarios. En nuestra cola se entablaban algunas conversaciones breves, entre familiares o con desconocidos, referidas casi siempre al frío que nos había cogido desprevenidos después de unos días templados, casi veraniegos, pero en general éramos un grupo silencioso. Casi sentía vergüenza de pensar que me hubiera gustado protestar por esa forma de hacernos esperar de pie y al aire libre. No veía ninguna señal de que, si me hubiera atrevido a hacerlo, los demás hubieran compartido mi protesta.
Como no quería sumar aburrimiento al frío, yo me entretenía imaginando el origen y los sueños de los que estaban a mi alrededor en aquella cola casi inmóvil. De tanto haber pensado en ello, no me preguntaba ya por los duros e injustos motivos que los habían sacado de sus raíces, de sus costumbres o del cálido apoyo de los suyos. Me empeñaba en adivinar en sus rasgos qué venía buscando cada uno y les adjudicaba un sueño. Quizá el joven marroquí que, apenas abrigado, miraba al frente sin mover un músculo de su cuerpo no pensaba en un andamio sino en el pequeño local adonde haría llegar para la venta texturas, sabores y colores de su Tánger natal. Y la joven -¿colombiana?¿ dominicana?- que apretaba de vez en cuando el lazo elástico que sujetaba su cola de pelo negro brillante estaba segura de que los primeros trabajos asistiendo como una nieta cariñosa a la anciana a la que su familia no tenía tiempo de cuidar, era sólo el camino necesario hacia el alegre salón de belleza que , sin duda montaría un día con las hermanas que desde su país esperaban una llamada suya. Y aquel hombre de no mucha estatura, pero con aspecto tan recio que le hacía parecer cuadrado, quizá planeaba….
No había dejado de hacer frío ni de soplar el viento que venía de la sierra cuando sentí que empezaba a sudar. Me quité la bufanda que había traído para improvisar algún abrigo sobre mi ropa todavía veraniega, pero el calor venía de más arriba; creí que iba a empezar a boquear como un pez fuera del agua. De haber durado esta sensación, no habría tenido más remedio que abandonar la cola y volver a casa sin hacer mi gestión. Lo conjuré sujetando mi imaginación empeñada en leer los sueños de futuro en aquellos rostros. No podía seguir mirándolos uno por uno porque empezaba a envolverme una nube tóxica formada por la hilera de ilusiones de los que avanzaban con aquella lentitud insoportable. Empecé entonces a preguntarme si lo que me agobiaba, como si llevara sobre los hombros el fardo en que se encerraran tantos proyectos de futuro, era la sospecha de que también a ellos los había seducido aquella figura que nunca he sabido definir, la misma que quedó aprisionada en la boca de la tinaja de Pandora.
Mª Socorro Aragón Mena
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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.