Nota. fragmento del relato Ivana Ivanovna y la peste a grajo. Autor: José Miguel Sánchez (Yoss)
Por Yoss
Para Lenka, Tamara, Irina, Polina, Anna Lydia, Vera, Zolia… mis eslavas.
Para José Manuel Prieto, por “El tartamudo y la rusa”
Para Jacqueline Loss, por la buena memoria.
-Mira que hay gente carroñera en este mundo, carajo- masculla Igor, con la vista fija a un lado del gentío, y dándose otro trago de su vaso de vodka casi vacío.
La mulatica flaca y desnalgada con uniforme de gastronómica del kiosco en el que estamos recostados mira un instante al negro gordo y grandote, con cara de desaprobación… pero sigue con su conteo de refrescos, bocaditos y otros insumos.
Por mi parte, aburrido del discurso del Medvédev, sigo la dirección de su mirada… y, ¡voilá! al final de la visual está ¿acaso podía el negrón estarse refiriendo a alguien más? la despampanante pelirroja de ojos verdes en la que me fijé hace un rato.
Verdad que está como para chuparse los dedos… después de chuparle otra cosa. Alta, elegante, con el pelo color cobre suelto y por la cintura. Evidentemente extranjera, pero con una sabrosa y casi caribeña esteatopigia que resaltan su jean blanco ceñido y los vertiginosos tacones de aguja de sus botines del mismo color.
Y ¡cómo no! con su correspondiente mulato al lado. A veces pienso que tienen un sexto sentido para cazarlas, o que se las reparten desde que se bajan en el aeropuerto.
¿O serán ellas mismas las que los buscan?
Quién sabe; tal vez hasta exista una agencia de acompañantes que concerta citas interraciales previas… podría llamarse Afritur o Rastatur.
Haile Selassie ¡qué daño nos hiciste a los blancos de esta isla, por Jah…! Con tal competencia de tus seguidores, ni las miguitas de las turistas quedan para nosotros…
Aunque este por lo menos no mide un metro con ochenta. Tampoco tiene trencitas rastafari ni viste de amarillo, verde y rojo ni tiene nada de lo que normalmente buscan todas esas extranjeras amigas de “quemar petróleo”.
Este es un mulatico de los otros: no de los que salen en pósters de culturismo, sino de los chiquiticos y encorvados como comas de manuscrito.
Pero qué suerte tienen algunos alfeñiques, carajo.
¿Qué le verá semejante princesa a ese revijido recortado?
Está entera, la muy salá: no sólo ojos de esmeralda, pelo de fuego y nalgas de rumbera; la blusa igualmente blanca (¿se habrá hecho iyawó? últimamente muchos turistas también entran en esa onda de la santería) y bien apretadita deja bien claro que además calza una tetamenta de anjá, la camarada.
Porque, culona o no, con esa blancura de piel Made In Europa que se manda tiene que ser una más de la imponentemente numerosa delegación de tovarichs que vino acompañando al señor presidente de la Federación Rusa. Aunque se destaca tanto entre sus compatriotas que igual podría ser francesa.
¿Quién dijo que las eslavas eran toscas y feas? Qué elegancia. Qué estatura, qué cuello, qué labios, qué nariz.
Qué tetas, qué culo, qué meneo, qué bien debe moverse horizontalmente la bola...
Todo macho varón masculino XY en un kilómetro a la redonda debe tener la misma imagen en mente hace rato.
No digo yo, con la fiesta que tiene la rebuenísima con el muy raquítico. Risas, abrazos y besos con lengua y todo, delante de todo el mundo, como si fuéramos de piedra. Si él es el que tiene que llamarla al orden, porque lo que es la rusa, pelo suelto y carretera, ni que estuvieran solos…
No, definitivamente no es un rastajinetero. Tipo serio, con cara de responsable y de tener pleno derecho a estar aquí. Dos plumas en el bolsillo, y no le veo credencial. ¿Funcionario de Cultura? Escritor no es, porque nunca lo he visto. ¿Será traductor? ¿O el babalawo que la apadrina? No; por muy de blanco que vaya, Ella no tiene tapada la cabeza…
-Sí, compadre…- le respondo distraído a Igor, dándome un trago de Tukola. De reojo veo cómo la mulatica flaca del kiosco de atrás, probablemente con algún que otro alcohólico en la familia, aprueba mi gesto con ademán contenido –Esa mujer es una divinidad; podría haber escogido a cualquier tipo, y mira tú en quién vino a fijarse. Carroñera de calle, la camarada.
Ahora la mulatica detiene un momento su conteo y nos mira fijo, pero luego, siempre sin decir nada, vuelve a su inventario.
Ser gastronómico no es tan fácil como cree alguna gente. Hay que saber sumar, restar, y a veces hasta dividir y multiplicar. Y encima quieren que sonrías…
El negro grande y gordo me mira y ríe, exhibiendo toda su blanquísima cajetilla.
-Ah, wai, mira tú pa´ eso. Entonces ¿tú también conoces a la rojilla?
-No- me encojo de hombros aparentando indiferencia, pero fascinado por las interesantes posibilidades que insinúa ese “también” -Pero como se ve al clarinete que no es producto nacional, y hay tanto bolo en el ambiente, pensé que…
-Pues usted tiene tremendo olfato, compadre. Se llama Ivana Ivanóvna y sí, es rusa… pero resulta que nació aquí en Cubita La Bella, y na´ menos que en Alamar- suelta Igor de un tirón, y antes de que pueda seguir intrigándome por lo preciso de su información, aclara: -Lo sé porque nosotros estuvimos, ¿entiendes? unos días y hace una bola de años… pero antes fuimos amigos tremendo tiempo. Y lo de “gente carroñera”, por cierto, no lo decía por ella, sino por ese infeliz de Yosvany, que todavía sigue jamándosela, a pesar de todo. ¿Dónde estaría metido ese gil, que hace ratón y queso que no lo veía? Bueno, él siempre soñó con ella, desde chiquitico, si fue por eso que empezó a aprender ruso y todo… vaya, esta baba sigue demorándose, que si agradecimientos y hermandad de los pueblos ruso y cubano, ya tú sabes: tenemos pa´rato. ¿Quieres que aproveche y te cuente cómo fue todo, wai?
Me quedo mirando al negrón Igor, pensativo.
Igor… con ese color. Típico de la segunda generación de nacidos con la Revolución que carga estoica con sus nombres eslavos. Vladimires González y Natachas Pérez, Vasilis jabaos y Katiushkas mulatas.
A este Igor acabo de conocerlo. Parece que es chófer o algo así en el ICL, y hace un rato me cambió la Tukola de su merienda por un vasito lleno de Stolíkchsnaya puro que me cayó en la mano casi por milagro.
Suerte irónica de los abstemios: yo estaba conversando con Julio Cid, y de pronto se aparece un ruso muy contento a abrazarlo, y nos entrega sendos vasos repleticos de vodka para luego soltarle una vehemente parrafada en la lengua de Pushkin, de la que a duras penas logré más deducir que entender que habían estudiado juntos en Moscú.
Así que, sintiéndome el tercero incómodo en aquel reencuentro ruso-cubano, ya me alejaba sin saber qué hacer, yo que no bebo, con ese buen alcohol caído del cielo, cuando Igor me llamó y me propuso el change “porque yo trabajo hace poco en el Segundo Cabo, wait, pero ya me han dicho que lo tuyo es el refresco negro y yo si no es puro no le meto al trago” me explicó sonriendo y dándose un sorbito casi tímido de su botín de trueque: “suave, no da kantsá, como hacen ellos, que tiene que durar…”
Así que nos quedamos uno al lado del otro, bien atrás para poder por lo menos recostarnos al kiosco, ya que no alcanzamos sillas, porque medio Ministerio de Cultura está hoy aquí. Toma él Stolikchnaya, toma yo Tukola. Pacientes, cooperando con lo inevitable… porque el que no esté al final del discurso, no coge tickets para la fiesta después en la Embajada de 5ta y 70
Y ahora resulta que este Igor hipermelánico no solo conoce por nombre y apellido y “de atrás” a la deslumbrante pelirroja ojiverde, (¿Ivana Ivanóvna? inconfundible… casi como Juanita Pérez en versión rusa) sino que tiene toda una historia que contarme.
Si hay algo a lo que no puede resistirse ningún escritor, es a una buena historia.
Detrás de nosotros, también la mulatica sintética y sinnálguica está pendiente de mi respuesta. Se ve que, terminado su inventario, no tiene nada mejor que hacer. Chisme, deporte nacional de Cubita La Bella.
Así que me doy un largo, último buche de Tukola (ya se estaba calentando, de todas maneras) y le digo al negrón, lacónico como los tipos duro de las películas del sábado por la noche: -Bien. Suéltalo.
*****
Vamo´ a empezar por el principio, con orden, wai.
Yo nací y to´avía vivo en Alamar, pero mi familia e´ de Santiago de Cuba. Y ni siquiera de Santiago-Santiago, sino de Contramaestre. Nagüitos nagüitos, los puros, por eso to´avía tú ves que a veces se me sale el cantaíto cuando me descuido.
Mi padre, fundidor en Antillana de Acero, se ganó el apartamento en la microbrigada y haló pa´cá a to´a la familia: cuatro hermanos que conmigo fuimos cinco, to´s varones. La pura me echó a este mundo de dolor en el 71, y me crié rebencú desde vejigo, hurtándole el cuerpo a la escuela, correteando por el diente e´perro descalzo o con kikos plásticos, que no sé qué es peor. Robando mangos en las finquitas al otro la´o de la Vía Blanca y colándome en la playita e´ los rusos pa´ zambullirme y coger quitones que luego la vieja me caía a galletas cuando yo insistía en echárselos al arroz “pa´ aumentar la proteína”, que en familia grande siempre falta, tú sabes.
Pero eso no tiene na´ que ver con la historia, wai. A ver ¿cuántos años tú tienes? ¿40? Vaya, más viejo que yo y todo, pero qué bien conservadito. Se ve que la escribidera esa no acaba tanto con la gente como el trabajo duro. Y eso que yo soy chofer na´ má. ¿Ah, el ejercicio? Será… yo estuve en lucha libre de chiquitico, pero lo dejé, falta de constancia, y complejo con tanta pegazón entre hombres… pero tú se ve que te comes los hierros día a día, firme ahí.
Bueno, po´s si ya ´stás en los segundos “ta” tienes que acordarte de los rusos ¿a que sí? Claro, en este país ´staban por to´s laos, a la patá. Si hasta tenían un barrio completo pa´ellos en Alamar, que le decían Bolilandia: todo cercado y de casitas de una planta, de lo más monas, nada e´ edificios to´s igualitos de cinco pisos como el mío.
Entero enterito ¿te ubicas? Su Círculo Social con piscina y todo, su anfiteatro… bueno, ese paraje un pelú como tú seguro que lo conoce bien, porque ahí a veces, ya en los 80, daban conciertos del rock escandaloso ese que seguro tú también oyes ¿no? ¿Metálica o Marylin Mason? ¿Manowar? A esos no los conozco… Y lo digo sin ofender, asere, que lo mío es la buena salsa y para de contar. Como el Cándido Fabré nadie. Ni reguetón ni Arjona ni Juan Gabriel con toa´s sus plumas ni na´.
Bueno, para no cansarte, el caso es que, como te puedes imaginar, los rusitos que vivían allí no se mezclaban mucho con nosotros, los mataperros cubaniches. Tenían hasta su escuela aparte, y uno veía a sus fiñes na´ má por las mañanas. Muy serios, con sus uniformes diferentes. Más cheos que el carajo todos, por cierto: las niñas siempre con aquellas trenzas amarradas con lazos como en los muñequitos…
Y fíjate si nosotros éramos cabrones, porque, vamo´ a dejarnos de cuentos: to´s los muchachos lo son, si lo sabré yo que ahora tengo un cabezón de cuatro años que es viyaya… luego te enseño la foto si quieres, se llama Miguel, me tiene loco ese chama… claro, tengo otra, Ana Lisa, pero esa sí é´ mayor, si ya tiene dieciséis, es de mi primer matrimonio, con Margarita…
Sí, cómo no: vuelvo al tema. A veces, después de las cuatro y media, los malacabezas del barrio armábamos pandilla saliendo de la primaria y cazábamos a aquellas rusitas patilargas y sanacas pa´ jalarles las trenzas.
Oye tú, ¡cómo gozábamos la papeleta! Ellas primero se hacían las desentendías, luego nos decían un montón de cosas que no entendíamos, pero que seguro no eran flores, y al final, en vez de hacer lo que habría hecho cualquier cubanita de la calle, o sea, caernos a maletazos o buscar palos y piedras pa´ reventarnos la madre, se ponían a llorar a lágrima viva, y nosotros en la gloria.
Pero no duraba mucho; siempre alguna corría a buscar a sus hermanos o amigos. Y ahí mismo había que abrirse, porque aquellos pelirrojitos y rubitos español no hablarían, pero el esperanto de las pedradas, lo dominaban igual que nosotros. Y de contra s´taban más fuertes, que la carne rusa la tenían por camiones, así que ni pensar en enredarse con ellos al cuerpo a cuerpo. Si una vez uno, un tal Vladimir, me cazó la pelea, y lucha libre o no lucha libre, me sonó un avión que estuve como tres días con el farol izquierdo fundido, y eso que me agaché, que si no, seguro que me desguabina to´...
Claro que eso tampoco viene al caso. Lo que importa es que ahí fue cuando empecé a fijarme en Ivana. ¿Tú la ves así ahora, con su buen metro ochentaipico de alto? Po´s ya con siete u ocho años medía casi lo mismo… claro, sin ese cuerpazo de modelo de trusas que echó después.
Entonces era un coco macaco, un pichón de querequeté: zancos y trenzas nada más, una jirafita pelirroja con la nariz pecosa, las rodillas toa´s rasponeás y dos lámparas verdes por ojos, lo único que tenía lindo.
Pero eso sí: era la única que no lloraba, sino que nos arañaba y nos caía a patadas con aquellos colegiales de puntera cuadrada que se gastaba, que le encendían las canillas a cualquiera si lo encentraban bien.
Toda una marimachita, una arrestada, la rojilla. Konsomola de verdá, de la Joven Guardia.
Lógico entonces que fuera también la primera que respetamos, la que primero aprendió con nosotros a chapurrear malas palabras en español, y se atrevió a coger el bate y tirarle un swing a la de poli, que no diré batear, porque tú sabes que los rusos son zurdos de calle a la pelota.
Y me consta que su padre, el coronel Iván Ivánov, que era asesor de radares por la Playa del Chivo, la ponía como un zapato cada vez que la veía o se enteraba de que andaba mataperreando con nosotros, pero ¿qué podía hacer? No digo yo si le dio por beber al tovarich: botella y media de vodka cada día, cada vaso de un trago, da kantsá, al estilo suicida de los bolos… es duro pa´ un padre criar solo a una hija: la mujer, Tatiana, se murió de dengue cuando Ivanita to´avía mamaba… pero si además la cabra tira al monte, y era el caso, se veía de lejos, ni el Glorioso Ejército Rojo puede con ella, te lo digo yo.
Porque, la verdá verdadera, Ivana no estaba hecha pa´ toa´esa sanacá de memorizar las quince repúblicas que componían la Unión Soviética, ni pa´ identificar sus banderas. No estaba pa´ aprenderse versos del Lérmontov ni del Mayakovski ni del Yevtushenko ese, ni mucho menos pa´ ofrecer el pan y la sal a los visitantes de su padre vestidita e´ matrioshka.
En menos de lo que tardo en contártelo aquella rusita tan arrestá´ ya andaba pa´rriba y pa´bajo con nosotros, y olvidada de sus inocentes camaraditas. A mi vieja, que se moría por una hija hembra, le encantó enseguida aquella pecosita que hablaba un español raro y lleno de pingas y cojones, claro, como que fue lo primero que aprendió de nosotros… pero que probaba encantá´ de la vida lo mismo el dulce de guayaba con queso blanco, que pa´ los bolos fue siempre como una mentá de madre, que el aguacate o el quimbombó o el congrís. Casi que la adoptó, la pura. Pila de veces durmió conmigo.
Y ella, en agradecimiento, hasta se le paró bonito al padre pa´ poder llevarme a su casa. Nunca dormimos juntos ahí, pero sí probé la smetana, como queso crema, y el borsh y la saliamka, troncos de sopas, y que me perdonen los frijoles negros dormíos que to´avía hace mi vieja como nadie. Vaya, que descontando el caviar, que será muy fino y muy caro pero a mí nunca me gustó… sí, wai, sabían comer esos bolos: mucha hambre que maté en la mesa del coronel Ivánov con aquella latas de carne rusa ripiada Slava con la vaquita pintada, y de jamón del diablo, cuando la cosa estaba mala en mi casa, o sea, casi siempre, gracias a Ivana. No digo yo si la iba a cuidar como una hermana.
Siempre andaba jugando con nosotros, y no te creas que sólo pelota: también aprendió a bailar trompos como una profesional, y aunque a las bolas siempre la ruchábamos en un dos por tres, igual se las arreglaba pa´ conseguir más y ahí volvía, a perderlas toa´s al quimbi-cuarta, pero contenta como una enana.
Prefería aquellos juegos a todas las muñecas que le compraba el padre… fíjate que la mayoría e´ las matrioshkas aquellas están todavía adornando mi casa, porque me las fue regalando toa´s a mí o a mi pura, que le gustaban cantidad los adornos rusos campesinos, si se volvía loca con las cucharas de madera y to´aquello.
Lo mejor es que Ivana hasta se atrevía a hacer lo que ni las niñas más cojonúas del barrio: se quedaba cuando caía la noche, a jugar a los agarra´os, se iba con nosotros a nadar en el arrecife, to´ el mundo encuero. ¡Total! si más tetas que ella tenía entonces cualquiera de nosotros, lo suyo no pasaba de par de chapitas… y mírala ahora.
Pero no es que se llevara mal con las pirujitas del reparto, qué va: si a varias las enseñó a girar el aro, a lo hula-hula, como mismo ellas le dieron el minimotécnico pa´jugar al pon y bailar la suiza. Y eran amigas de verdá: fíjate que les metía el peine caliente hecha unas pascuas, sin ningún asco, sin hacer caso de sus quejas, a toa´s las mulaticas pasúas, que se morían por pasarle la mano a ese pelo rojo, increíblemente suave y lacio, que se gastaba ella, por hacerle moños, trenzas y peinados como a una muñeca viva y grande.
Aprendió con ellas a bailar, a la cubana, bien sabroso, meneando la cintura con los Van Van y la Revé, porque a ella esos bailes bolos de moverse despacito con las sayas largas de muñeca como si rodaran sobre patines no le iban, y los otros, los de saltos y brincos como si tuvieran muelles, que podían haberle gustado, son na´ más pa´ hombres, que los rusos nos dicen machistas pero ellos también son de anjá con las jevitas.
En fin, que era amiga de toda la pandilla, aunque conmigo lo que tenía era adoración. Supongo que sería por el nombre, que le parecía más familiar. Fue ella la que me explicó que era el de un príncipe ruso famoso que peleo contra los tártaros, creo, tiene un poema y todo que le enseñaron en la escuela. No, no me acuerdo ni de un verso.
Y yo también tenía delirio con ella, pa´qué te voy a mentir. Una vez hasta me enredé a los piñazos con Papo, el repitente, que con 12 años to´avía estaba en sexto grado y tenía un cuerpazo de estibador de los muelles que pa´ qué te cuento… me dio más trompones que un boxeador a un saco, y nada más porque dijo que “esa rojilla seguro va pa´ torta cuando crezca” .
Pero qué torta ni qué torta, si ella fue la primera que me enseñó lo que tiene una mujer, o una niña, que es lo que era entonces, entre las piernas, en el baño de su casa, cuando to´avía ninguno de los dos teníamos ni asomo de pendejos. Y yo el primero que ese mismo día la dejó ver qué era aquello de lo que tanto presumíamos los varones y que servía pa´ mear lejos.
Uña y carne, eso éramos. Me prestaba libros, en ruso, claro, que yo no entendía, pero ella se sentaba conmigo y me los leía con mucho gusto. To´avía me acuerdo: eran historias preciosas, y los dibujos, la gloria. La del zar Saltán y su hijo el príncipe Gwidón que se convierte en mosquito; la de Sadkó y su guzli y el rey del mar en la ciudad mercantil de Novgorod. Algunas las he leído de grande, y te juro por mi madre que se aprieta el pecho, aunque nunca es igual que cuando lo hacía ella, traduciéndomelas al vuelo, ahí al directo.
Cuando yo cumplí los diez hicimos un pacto mortal… tú sabes, esas boberías de muchachos que uno lee en los libros, como el Huck Finn y el Tom Sawyer esos, pa´ ser hermanos pa´ siempre, donde fuera y pa´ lo que fuera, pero sin Comandante en Jefe ordene, já. Nos cortamos los dedos índices con una cuchilla Leningrad medio oxidá que no sé ni cómo no agarramos tifus ahí mismitico, y mezclamos las sangres una madrugada de luna llena, todo muy novelero…
Quién me iba a decir entonces todo lo que pasó luego…
La cosa empezó a complicarse cuando, al año siguiente y en menos de lo que canta un gallo, Ivana la pelirrojita flacundenga echó una clase de cuerpo de hembra e´ salir que había que decirle usted. Ya mi madre no la dejaba dormir conmigo ni muerta, Doce años y parecía de dieciséis, y to´avía vistiéndose con sayitas de vuelos y haciéndose trenzas, pero con esa estatura de jugadora de básket y aquellas piernazas de abeto siberiano, esas tetas que no creían en blusa ni ajustador y sobre todo ese culo, de negra, ya tú ves, porque desde aquí se nota que to´avía lo tiene igualito, duro, parado y salido, de esos que si les rompen las correas a la mochila la sostiene y no toca el suelo… te juro que paraba no ya el tráfico, sino hasta los aviones.
Y tenía al barrio alborotado, figúrate. To´s los hombres querían tener que ver con ella, claro. Hasta el mismo Papo, que ya había dejado la escuela y andaba de ayudante e´ un camionero, cada vez que la veía le decía cosas… claro, si andaba sola, porque yo también crecí y ay del que se propasara con la rojilla estando yo presente, que no soy grande por gusto y ya le metía un surplex o un gaznatón al más pinto e´ la paloma. Si esa rusita era más hermana mía que mis hermanas ¿Cómo iba a dejar que cualquier comemierda me la vacilara y desprestigiara así como así?
Ahí fue cuando Yosvany entró en escena. ¿Tú lo ves ahora, flaquito y jorobadito? Po´s igualitico era con doce. Ese chama s´tá en el mundo por gusto; nació matungo y matungo creció. Cuánta enfermedad se perdía, ahí estaba él pa´ recogerla: asma, paperas, meningitis… ´staba vivo de milagro, si ni fuerzas pa´ jugar a nada tenía casi, se cansaba de cualquier bobería, le faltaba el aire, le daban temblores y había que correr con él pa´ su casa. Y además, con unos espejuelos fondo de botella que no los brincaba un chivo. Imagino que ahora usará lentes, porque su miopía no era de amigo.
Muy inteligente, eso sí: siempre con un libro en las manos. Un buen día le dio por aprender ruso, e Ivana, que siempre ha tenido un corazón de oro, allá iba tres veces por semana a su casa a enseñarle el alfabeto cirílico y todo lo demás, contenta de tener alguien con quien hablar en su lengua… porque ¿pa´qué te voy a mentir? yo siempre he sido bruto pa´ eso, wai ¡quién me iba a decir que iba a acabar trabajando con libros! y aquellas letras ras, la A haciendo cuclillas, la E panzuda virada al revés y el otro asterisco, no se me pegaban ni a jodidas…
Claro, yo no era ciego ni pinareño, me daba cuenta de que, estudioso o no, Yosvany lo que estaba era pa´ comerse el sabroso pudín de la hija del coronel, igual que tó el mundo. Y jugaba con sus cartas, las únicas que tenía, el pobre. Pero ¿me iba a poner celoso de aquella piltrafa de chama que no era ni media galleta mía? Que lo intentara, yo sabía que ella no le seguía el juego… y además estaba bien que tuviera alguien con quien hablar de libros sin que bostezara, que yo aquel Crimen y Castigo y aquella Guerra y Paz que tanto la entusiasmaban tanto a ella no me los empujo ni aunque me paguen en faos, y perdona, que yo sé que eso es fulísimo decirlo delante de un escritor como tú, pero es la verdá.
Además, el sanaco de Yosvany también me la entretenía cuando yo andaba haciendo de las mías… sí, porque ella, como buena amiga, era supercelosa, y yo a los catorce ya andaba enredado con cuánta jevita se me pusiera a tiro. “Igualito a su padre”, me decía la pura, mitad con rabia, mitad orgullosa de que no hubiera salido como mi hermano Jorge, que juega en los dos bandos… pero esa es otra historia.
El caso es que yo tenía novias en el Reparto Bahía, en Cojímar, en La Habana del Este, hasta una en Centrohabana y otra en El Vedado. Toa´s de color, wai, claro, que con esta pinta de gorila yo no me empataba con una blanquita ni jugando. Y tú que tienes la jeta medio fácil me dirás si miento… pero en los 80 no eran como ahora, que las extranjeras vienen locas buscando la cabia oscura: entonces a una tipa que estuviera con niches le colgaban el cartelito de piola, y estaba embarcá pá rato, ningún blanquito serio se le acercaba más nunca.
Pero de que me moría por comer gallina blanca y adelantar la raza, como to´a mi gente, s´tá claro. Pa´qué lo voy a negar. Y tú te preguntarás por qué no me jamé a Ivana, tronco de blancona y extranjera, que además seguro estaba muerta conmigo, por qué no le hice un par de mulaticos. ¿A qué sí?
Po´s fácil: fue por dos cosas. La primera, que uno no se aprovecha de una hermana de sangre, por muy rebuena y muy rerrusa y muy puesta pa´ti esté.
Y la segunda… mira, que quede entre tú y yo, pero ¿tú has oído hablar de la peste a grajo bola?
No e´ cuento, asere: aquel olor como a sopa de ajo y cebolla que no se les iba por mucho que se bañaran o se untaran desodorante. Dicen que nosotros los niches, pero lo de aquellos rusos no era de amigo. Sería la raza, la dieta, qué sé yo. Pero al mismo coronel Ivánov, tan fino, cuando se quitaba el uniforme, el sobaco le olía a rayo silvestre… y lo peor es que su hija heredó aquella hedentina aumentada y corregida.
Yo no le decía ni pío, que socio é´ socio… pero ella, claro, se daba cuenta de que cada vez que me abrazaba se me arrugaba la trompa. No importa que se bañara, se entalcara y se empapara en desodorante dos o tres veces al día, ni que se afeitara debajo é´ los brazos tres veces por semana, costumbres de mujer cubana que se le pegaron enseguida. Daba igual; compadre, con aquello no había quién pudiera… y nada más de imaginármela, buenota y todo como estaba, sudando encuerita conmigo en una cama... te lo juro, wai, se me hacía un nudo en el estómago y se me encogía tanto que ni con lupa me la encontraban, por la pura.
Si hasta Yosvany, que te repito que vivía muerto con ella, a veces, cuando Ivana se le aparecía en la casa después de jugar volibol, que era lo único que le gustaba hacer con su gente, toda sudadita, decía que le dolía la cabeza con tal de no olerla de cerca.
Claro que aquel tufo de verraco cimarrón tenía también, cómo no, su la´o bueno: cuando había fiesta y bailoteo, que Ivana no se perdía ni uno, ya podía ella ponerse la minifalda más mínima y la camiseta más ajustada que quisiera, pa´ encandilar con su trasero y su delantera, y vengan los negrones a comerse a la jevita con los ojos cuando yo la sacaba a bailar y ella se soltaba a menearse y a sonreír con aquel pelo rojo suelto y esos ojazos verdes brillantes…
Pero ya a la segunda canción, cuando el camarada Grajovich decía “aquí estoy yo” debajo de sus brazos… hasta Diosdado, el jabao que trabajaba en la morgue, se apartaba con cara de asco cada vez que ella alzaba el ala, por muy carne fresca que fuera aquella rusita de catorce añitos con cuerpo de veinte sin estrenar.
El único que seguía firme ahí era yo, que no por gusto era su hermano de sangre, pa´ las buenas, las malas… y las apestosas...