El viajero, fragmentos.
Te buscan Pancho, te buscan. Pancho brincó el muro y voceó de espalda una contraseña. Cuco asintió y se lo contó a la madre. ¿Cómo es eso?, yo se lo dije. Que sí, Herminda. Le grité a Pancho que no entrara, que echara un patín. La policía lo busca, Herminda.
La madre no hacía más que lamentarse. Total, comimos carne de res un tiempito y ahora vamos a pasar hambre. Sintió un mareito y cayó en los hombros de Cuco. ¿Qué le pasa, Herminda? ¿La llevo al médico? Qué médico ni ocho cuarto, si aquí hay una posta sin medicinas.
Entraron a la casa y Cuco acomodó a la anciana en el sillón. Mientras ella se mecía, pensaba soluciones y una de ellas le hizo recobrar el sentido. ¿Dónde estará... ? ¿Habrá ido a casa del tío? Por favor, ayúdame a encontrarlo. Ni yo mismo sé adónde debo verlo. El me dijo que me vería. La madre y Cuco pensaban en voz alta. Querían ayudar a Pancho. Sacarlo del atolladero. Aunque sea tirarle una soga a pesar de que la policía se la iba a cortar.
Están registrando los bohíos, las casas, todo. Tu hijo debe estar en un lugar seguro. No te preocupes. El vendrá a mí otra vez y yo te lo voy a contar.
Pancho cruzó la calle y vio a Cuco. Dile a mi pura que no nos veremos por mucho tiempo. Ten cuidado Pancho, hay una pila de chivatos por ahí, no hables con nadie. Dale este dinero a la pura... Herminda está preocupada Pancho. Ya se acostumbrará y coge esto pa ti. Qué pasa, Pancho, no tienes... Cógelo, es tuyo. No, no. Toma. Pan... Sí, cojone.
Pancho se perdió delante de los ojos de Cuco. Fue a una
funeraria donde velaban a un ex compañero de la vaquería. Allí pasó la noche y la madrugada. A medida que cerraba los ojos, pensaba en la madre, en la mujer, en los hijos... y en la policía. ¿Lo habrían circulado? No era costumbre en su país publicar esos casos. Si leyera en la prensa: MATARIFE DE RESES HUYE POR HABANA CAMPO. Sabría que lo andaban buscando. Recostó la cabeza en el sillón, mientras escuchaba unos llantos y se quedó dormido hasta que lo despertaron a las 6:00 A.M. El tren partía a las 7:00 a.m. y la distancia que lo separaba de la terminal era de media hora a pie. No perdió tiempo y salió. Con ojeras y en ayuna llegó a la terminal. Miró con cautela y se sentó en los bancos de lista de espera. Tuvo suerte. Le tocó un asiento de espalda con vista hacia el centro de su pueblo y vio el parque, los bancos, las amistades y a desconocidos. Se fijó que viajaba solo. Que alguien le hablaría o él lo haría. Pensó en la soledad y en la pareja: la soltería y el matrimonio. Recordó la infancia. ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande, Panchito? Vaquero. Pero los tiempos trocaron. Vinieron los ‛90s y las vacas comenzaron a extinguirse. Su empleo. Su vocación. Por culpa del momento histórico. Por el bloqueo. Por los americanos. ¿Por la gente de afuera?, mientras miraba y requetemiraba la salida de su pueblo, el último parque, los últimos bancos, las últimas amistades y a desconocidos que jamás vería en años, si es que volvería a ver al pueblo, al parque, los bancos, las amistades, los desconocidos.
En las meditaciones giró la cabeza a ver si conocía a alguien. Un rostro lejano le advirtió que conversaron una vez. Pero el rostro lo esquivó y Pancho volvió a sentarse correctamente. El
inspector comprobaba los ticket de asiento en asiento. Detrás venía la ferromoza, mientras se encendían los televisores que le daban la bienvenida.
Pancho hurgó en los bolsillos y sacó una mole de billetes. Le insinuó a la ferromoza un pedido y esta le entregó un pan con jamón y queso y un pomo de refresco.
Después de terminar la bienvenida por los televisores apareció el anuncio de un filme. Llegó el inspector hasta él y le pidió el ticket. Pancho pensó que era una redada. Nadie de pie. Solo la tripulación.
La ferromoza volvió hacia él. Las luces. El volumen de los televisores. Las conversaciones. Simularon girar sobre Pancho y sintió un mareo, mientras mordisqueaba la merienda.
El inspector pasó a otro coche y la ferromoza rondada de un lado a otro. Parecía esperar a alguien.
De repente le preguntó la cantidad de paradas hasta la suya. Es la tercera, yo le aviso.
Pancho volvió a meditar entre parada y parada. Si le daría tiempo. ¿Me estarán esperando? Tengo que andar rápido.
Las luces del coche se apagaron. De los demás también. Había lucecillas para desplazarse entre vagones y una voz proveniente de una bocina advirtió a los pasajeros no caminar innecesariamente por el coche e ir al baño solo en las paradas, de lo contrario el mal olor iba a perjudicarlos.
Sin embargo, volvieron a encenderse las luces. Las apagarían a las diez de la noche. Un pasajero se pasó para el asiento contiguo a Pancho y comentó que esa vieja habla muy alto. Me tiene loco, compay, no poedo leer la revita.
Pancho se llevó una mano a la cabeza. Vaya, un oriental, lo
que me faltaba. ¿Y si es policía? Me tienen rodeado.
La revista era de fútbol y Pancho se alegró. Menos mal que no es de béisbol. Seguro es santiaguero. Durante varios minutos el oriental leyó sin mirar a Pancho. Los vagones se balanceaban o daban una sensación de irse de lados. En el tren se comentaba que los coches y la locomotora eran de segunda mano. A Pancho le rondó una frialdad macabra. Si se sale de la línea, Dios mío. Comenzó a recordar los descarrilamientos de año en año. De los muertos. De los heridos. De los responsables de los accidentes. Se preguntó por qué ocurrían, si las líneas estaban en buen estado, mientras las respuestas se le mezclaban con ideas del pueblo, del barrio, de la familia que abandonaba quién sabe por cuánto tiempo.
Las letras del filme no se veían y optó por practicar el inglés en voz baja. A veces con el pensamiento. Era un peliculón. Lenguaje de adulto. Violencia. Sexo. No apto para menores. Sobre todo la última imagen que le estimulaba fantasías y erecciones. La cara de la actriz en ocasiones la intercambiaba con la de la esposa. Otras veces no. De vez en vez vale la pena cambiar, ¿no?
Terminó la película y exhibieron otra. Era de guerra y Pancho meditó respecto a la suya. Adónde iría. Oculto siempre. Buscar el contacto y coordinar las tácticas y lograr el objetivo.
Antes de terminar el segundo filme, la ferromoza lo llamó. Su parada, señor. Ah, ¿ya? Pancho se levantó de súbito, pero el oriental le dijo que todavía, naue, falta, y siéntate. La ferromoza se había marchado. Ella me avisó de la parada. Fue pa avisalte. Los demás pasajeros le dijeron lo mismo y Pancho se resignó.
Cuando el tren se detuvo, bajó al andén y atravesó un pasillo.
Detrás iban dos mujeres con un maletín pesado. Pancho las ayudó con el maletín por una de las asas. De pronto un policía las detuvo. Les pidió el carné y revisó en el maletín. Otro policía se incorporó a la revisión, mientras Pancho estaba de pie junto a las mujeres. Por qué ayudé a estas mariguaneras. Sin embargo, ningún policía osó preguntarle ni Pancho los miró.
Siguieron caminando hasta la salida de la terminal. Por las afueras vieron bicitaxis y boteros. Las mujeres alquilaron un bicitaxi y Pancho abordó una máquina. El botero le dijo que por menos de doscientos pesos no lo llevaba a él solo. Tenía cinco asientos. Se bajó de la máquina. Le hizo señas a un coche tirado por caballos y enseguida montó. Qué se cree ese botero, ¿qué soy un comemierda?
Hacía un sol de rajaconcreto y sintió debilidad. Pensó en la merienda. Si hubiera comprado otra.
Al llegar a la dirección voceada, el coche se detuvo y Pancho bajó. Miró a los lados. Le pareció reconocer a alguien. Divisó a un policía en la esquina. Más adelante a otro. Luego otro. Preguntó por un teléfono público y le dijeron que por el hospital.
Tuvo momentos en que imaginó que los policías lo seguían. Al verlos levantar el “boquitoqui” meditó acerca de la posibilidad de estar circulado. De este país nadie se escapa y lo peor no lo he visto. Así continuó andando por la avenida. Se fijó en una casa apuntalada. En un edificio derrumbado. Pero La Habana está peor y más sucia.
Al fin un teléfono. Discó los números y habló con un amigo. Asintió varias veces. Negó otras. Se decidió.
Ayúdame, kiki, ayúdame.
Camino a casa de kiki, vio calderos en portales y patios. Olfateó la comida. Le palpitaron las tripas y quedó atónito al comprobar lo que una vez le habían dicho. En provincias se cocina con aserrín. No jodas. Llégate por allá y verás.
Cruzó la calle y se acercó a un portal donde estaba esparcido el aserrín encima de unos sacos. El sol lo calentaba. Con humedad no prendía el aserrín. ¿Y si llueve? Pues no se cocina, amigo. Así recordó el cuento.
En ocasiones, mientras caminaba por la acera, miraba con indiscreción hacia la cocina de aserrín, al fondo de la casa : un tubo dentro de otro. ¿En el tubo interior se echa el aserrín? ¡Coñó! Y se prende por abajo. Qué raro. Me imagino el hollín en el techo. Un cocinero se despegó de la cocina y Pancho cambió de vista. Pensó que tal vez el cocinero lo invitaría. Pero esos tiempos habían pasado: la abundancia, el despilfarro, la indiferencia. Uh, si existiera la máquina del tiempo, eh, Panchito. No fuera un prófugo. Un joven que huía de su pueblo y llegaba a otro. Un matarife que aniquilaba su empleo. Cultura del sacrificio ilegal de reses, escuchó en una Asamblea de Balance del Partido.
Siguiendo el itinerario que le había dictado Kiki, Pancho se perdió por un trillo que fue a dar a un caserío. Allí lo esperaban. Por instinto pensó que la suerte le había durado poco, a pesar de ver al amigo. La gente lo rodeó y enseguida lo invitaron a almorzar. El que tiene amigo, tiene un central. Y dilo, socio, aquí no hay líos; pero pa‛llá alante sí. Adónde, kiki. En vuelta de la playa, ya te llevaremos. ¿Y van mucha gente? En el verano, ahora el dado está malo...
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