Mediante "El escrutinio de la
biblioteca", el propio Cervantes emite juicios sobre las obras literarias
de su época
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Por Leonardo
Venta
La primera parte
de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es precedida por un prólogo, escrito por el
propio autor, matizado por destellos mordaces que, entre otros elementos, se
mofa de la afectación erudita de la literatura de su época: “- Porque, ¿cómo
queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá (…) cuando vea que (…) salgo
ahora, con todos mis años a cuesta, con una leyenda (…) sin acotaciones en las
márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros
(…) tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de
filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres
leídos, eruditos y elocuentes?”.
En las valiosas notas preparadas
por Francisco Rico Manrique para la Edición del IV Centenario del Quijote,
2004, realizada por la Real Academia, apunta el filólogo y académico catalán:
“Al publicarse el Quijote , la literatura romance de mayor prestigio era la que
se presentaba como inspirada por la alta cultura clásica y formulada en un
lenguaje sólo accesible a los más doctos (…) ‘Turba lega’ llamaba Góngora a
quienes no exhibían ‘ático estilo, erudición romana’; y como ‘ingenio lego’ se
definía Cervantes a sí mismo en el Viaje del Parnaso”.
Hay quienes opinan que la
universalidad y prestigio del Quijote se debe a un zarpazo de suerte de
Cervantes, con lo que no estamos de acuerdo; ya que al adentrarnos en la
novela, y descubrir el vasto conocimiento que Cervantes tenía de los escritores
de su época, nos convencemos cada vez más de que no hubo tal lúcida estrella,
sino la elaboración de una obra monumental que refleja y analiza el profundo
caudal literario que le precedió.
El prefacio está poblado por
hilarantes poemas: décimas de cabo roto, sonetos, que encomian la propia obra del autor, a la
usanza de aquel tiempo, para tutearse con piezas como el Amadís de Gaula de
Garci Rodríguez, que tuvo un éxito sólo comparable con el de las superventas
contemporáneas.
En el prólogo a la segunda edición
que la Editorial Porrúa realizó del
Amadís de Gaula, en 1971, el profesor de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM, Arturo Souto Alabarce
expresa:
“Quizá sea
exagerado pensar que sin el Amadís no se hubiera escrito el Quijote, pero lo
cierto es que Cervantes hace más que imitar la estructura, la trama de la obra.
En este aspecto lo sigue casi a paso a paso, pero es en cosas más profundas,
esenciales, donde Cervantes encuentra una fuente de inspiración: la fidelidad
amorosa del Amadís; el hecho de que declare, más de una vez, no necesitar la presencia física de Oriana,
pues la tiene siempre en su corazón, en su fe; y queda por subrayar todavía el
hecho de que Garci Rodríguez, en Las sergas de Espladián, inicia el juego
cervantino de la intromisión del autor en las andanzas de sus personajes, el
juego de la nivola que aprovecharían mucho más tarde Unamuno y Pirandello y que
es uno de los elementos cruciales en el desarrollo de la novela moderna".
Ser caballero era el anhelo del tal
Alonso Quijano, que enloquece leyendo libros de caballerías, y en su noble
saludable locura, enfrentándose a la hostilidad burda de la existencia, contra
toda lógica, se hace caballero medieval, para desarmarnos de nuestra rígida
sensatez de “leyente”. Para estar a tono con Cervantes me valgo del arcaísmo
“leyente”, empleado en el Quijote, y no el de lector, como corresponde al
castellano actual.
Un cura y un barbero revisan los
libros que han enloquecido a nuestro caballero andante, y lanzan a la hoguera
aquellos que encuentran responsables de su mal. No sin antes el sacerdote, que
representa la fuerza inquisitorial y la ilustración en manos de pocos, y el
barbero, que, en contraste, simboliza el vulgo, en su función iletrada de
obedecer ordenes, emiten juicios que obviamente provienen del mismo Cervantes
sobre las obras de su época.
Asimismo, en su primera gran y más
célebre aventura junto a su escudero Sancho, don Quijote se enfrenta a molinos
que cree gigantes, y después de caer ante el primero de ellos, totalmente
lastimado, al escudero señalarle su grave error, con insuperable maestría
imaginativa el Quijote insiste en que el sabio Frestón, el mismo que le había
robado los libros, había transformado a los gigantes en molinos al momento de
encimarse sobre ellos para robarle la gloria de su hazaña.
Con respecto a la excusa que le da
su sobrina al Quijote sobre la desaparición de los libros que le causaban su
locura, confiscados por el cura y el barbero, leemos en el capítulo VII de la
Primera Parte de Don Quijote: “(…) un encantador que vino sobre una nube una
noche (…) entró en el aposento , y no sé lo que se hizo dentro , que a cabo de
poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando
acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno (…) –
No sé –respondió el ama– si se llamaba Frestón o Fritón (...)”. A quien se
refiere el texto es a Fritón, el mago y supuesto autor de Don Belianís de
Grecia.
Por otra parte, Cervantes no cesa
la crítica literaria que había iniciado en “El escrutinio de la biblioteca”,
capítulo VI. En los capítulos XLVII y XLVIII
–si convenimos en que el autor se vale del canónigo de Toledo para
emitir sus juicios literarios– concluiremos
que desfavorecía las “fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados
que atienden solamente a deleitar”, mientras pondera las “fábulas apólogas, que
deleitan y enseñan juntamente”; además, opina que el elemento fantástico (que
el canónigo llama ‘mentira’) en la literatura resulta más aprovechable “cuanto
más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y
posible...", lo que se acerca al concepto que tenemos hoy de suspenso.
En el capítulo XLVIII de la
Primera parte, constatamos la manera en que al curan le exasperan los
anacronismos, la desfiguración de lo histórico y las invenciones de milagros:
“Pues ¿qué si venimos a las comedias divinas?
¡Que de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal
entendidas, atribuyendo a un santo los milagros del otro!”. Incluso, divisamos
abiertos ataques a su archienemigo Lope de Vega, cuando el canónigo señala:
“(…) véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo
ingenio de estos reinos con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante
verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan
llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y
por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas,
como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren”.
En tanto, en el capítulo III de la Segunda
parte se nos presenta, a través del bachiller Sansón Carrasco, la reflexión sobre
el texto en sí. Carrasco es lector de la obra del historiador moro Cide Hamete
Benengeli, que en la ficción, aparece como primer autor del Quijote, y al que
se refiere expresando que “hay diferentes opiniones, como hay diferentes
gustos”, para luego, entre otras observaciones, esgrimir un juicio sobre la
Poética de Aristóteles: “(…) pero uno es escribir como poeta, y otro como
historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino
como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino
como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”.
Isaías Lerner, en su estudio sobre
‘la parodia e invención’ en la Segunda parte del libro, sugiere la necesidad
del autor en legitimar la obra, a través del auto examen, como comprobamos en
los juicios sobre la novela emitidos por Carrasco en el capítulo III. “Pero de 1605 a 1615, Cervantes debió
enfrentar el desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria
atracción de otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más
de la mitad de su Segunda parte estaba ya escrita”, afirma Lerner. En el
capítulo V, aparece “la intervención del traductor inventando en la Primera
parte para parodiar la fórmula de los libros de caballería que proponía el
encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, agrega Lerner. En la
Segunda Parte, el lector descubre que el traductor es igualmente censor: “(…)
venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el autor no lo declara”.
En el capítulo LIX, Cervantes
arremete contra la Segunda parte apócrifa de Don Quijote, escrita por Alonso
Fernández de Avellaneda. En una venta se habla sobre dicha versión: “– ¿Para
qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el
que hubiere leído la primera parte de don Quijote de la Mancha no es posible
que pueda tener gusto en leer esta segunda?". Don Quijote la llama falsa:
“(…) es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia”.
Desde el mismo primer párrafo del
prólogo al Segundo Libro, el de 1615, Cervantes arremete contra el apócrifo
publicado por Avellaneda, con pie de imprenta en Tarragona, en 1614. Además, en
el mismísimo vasto párrafo final de su inmortal novela, Sancho expresa: “(…)
solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y
tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de
avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero”.
El tema de Avellaneda y su tan
odiada por Cervantes novela apócrifa, vuelve a resurgir en el capítulo LXX. Aquí,
Cervantes lo sitúa en el preámbulo del Infierno, así como emplea la técnica de
alejamiento del autor de los juicios emitidos en el texto, mediante el empleo
de un narrador ambiguo: “Dijo un diablo a otro: ‘Mirad qué libro es ése’. Y el
diablo le respondió: “Ésta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de
la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés,
que él dice ser natural de Tordesillas". Sonreímos, inmediatamente,
gracias al espléndido ingenio cervantino, al leer: “Quitádmele de ahí,
–respondió el otro diablo– y metedle en los abismos del infierno, no le vean
más mis ojos".
Al llegar el final del amado libro,
su fantasioso protagonista yace en el lecho de muerte. Recibe al cura, al
bachiller, al barbero y a su entrañable amigo escudero. Recobra el juicio, lo
que constituye la anagnórisis del teatro griego: vuelve a ser Alonso Quijano y
reniega de los libros de caballerías. Pulsando los latidos demoledores de la
muerte, se confiesa y realiza su testamento. Después de tres días de
agonía, muere.
En el largo párrafo que baja el
telón de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Cervantes arremete
nuevamente contra Avellaneda, y pone en tela de juicio las historias de los
libros de caballerías; “(…) a quien advertirás [Avellaneda], si acaso llegas a
conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados ya podridos huesos de
don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a
Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa, donde real y verdaderamente
yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida
nueva: que para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros,
bastan las dos que él hizo tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuyas
noticias llegaron, así en éstos como en los extraños reinos".
Qué bueno que te decidiste, Leo, espero no te pierdas. Ya pronto habrán más autores editando con su nombre y apellido. Salud sobre todo para ti.
ResponderEliminarGracias a ti, Pedro, por la invitación y los buenos deseos.
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