LOS ABUELONES
Cuento
El tiempo se detuvo en aquella casa. Todo en ella evocaba el fulgor de tiempos pasados, tiempos de prosperidad, amor, e intimidad.
Ellas no recordaban cómo se habían envejecido. El tiempo las sorprendió y un día al mirarse al espejo casi no se reconocieron.
–¿Somos nosotras? –le preguntó Bernarda a Lorenza. Estaban en la pequeña saleta donde jugaban canasta. Un gran espejo cubría la pared de al lado de la puerta que comunicaba con el corredor.
–Sí, somos nosotras. Un poco mas viejas y cansadas –contestó Lorenza–. Pero, ¿no te habías dado cuenta, Bernarda? El tiempo se detuvo, solo los abuelones que adornan el pasillo no envejecieron. Siguen igualitos, serenos y con aquella mirada austera que de niñas nos intimidaba. ¿Te acuerdas, Bernarda,?
–Sí, sí, por supuesto. Le teníamos terror.
Los abuelones en cuestión eran dos inmensos bustos de sus tatarabuelos, tallados a mano por un artista afamado de la época. Durante generaciones habían permanecido sin inmutarse sobre sus pedestales en el pasillo central de la casona.
Bernarda no recordaba cuánto tiempo había pasado desde que se quedaron solas. Primero partieron sus padres, quizás por el camino de luz del que muchos hablan. Después poco a poco los otros se fueron en un viaje sin regreso, pero a tierras extrañas: los primos, los tíos y los hermanos.
De noche en la vieja casona se escuchaban pasos y ruidos extraños que procedían de la planta alta. Ellas preferían quedarse en los dormitorios de la planta baja, como decía Bernarda, por si sucedía algo no tener que bajar las escaleras, porque ya no estamos para esos trotes. Siempre le tocaba subir a ver qué sucedía a la pobre Tete, la antigua sirvienta, que se quedó para acompañarlas. No es que fuera joven, era casi una octogenaria como ellas. Tal vez unos cinco años menos, pero había estado al servicio de esa familia tantos años que, cuando llegó el momento de irse, prefirió quedarse porque le daba terror dejarlas solas y abandonadas a su suerte. Las hermanas eran mujeres que no estaban preparadas para los nuevos tiempos.
Habían crecido en un ambiente refinado y era muy poco lo que podían hacer. Nunca se ocuparon de labores domésticas y no sabían ni freír un huevo, así que Tete se quedó para que no murieran de inanición.
Aquella casa parecía un museo, llena de porcelana fina, de muebles antiquísimos y de muchas historias contadas por sus dueñas.
La casona había pertenecido siempre a la familia. Entre patios, jardines y cochera tenía más de dos acres. La más joven de las dos, Lorenza, había sido también la más liberal. Se había casado y se había divorciado un par de veces. Si miramos que, a la sazón, tenía como unos 79 años, estaremos de acuerdo en que sí lo fue. Eran tiempos en que las mujeres no tenían ese tipo de comportamiento. Solían ser más discretas. No estaba muy bien visto en sociedad, pero a ella eso no le importó mucho.
Era delgada y no muy agraciada, pero, según sus propias historias, era muy aceptada por el sexo opuesto, porque resultaba divertida, le gustaba el trago y también fumaba. En fin, que era un poco bohemia. Bernarda por su parte era más recatada, sin ningún tipo de belleza que podamos describir, pero había logrado casarse y tener un hijo que hacía muchos años se había ido al Viejo Continente y nunca regreso. En su soledad y ocio solo contaban con algunas viejas amigas con las que se reunían cada martes para jugar canasta y compartir algún refrigerio.
Pero el placer mayor que ambas tenían era la hora del té, que contra viento y marea habían tratado de mantener. Era una tradición para ellas. Preciosas tazas de porcelana francesa de Limoges, vasos de Baccarat traídos de la region de Lorena, hermosas servilletas del más fino lino de la India, bordadas a mano con hilos de seda, conformaban el servicio del té, que era servido en una antigua bandeja de plata, reliquia muy bien guardada de uno de sus ancestros, un Marqués de gran renombre y pomposo título nobiliario. Pequeñas galletas y bollitos de pan con crema eran el toque dulce que su sirvienta, tan vetusta como ellas, preparaba.
Cada noche, al quedarse solas, solían sentarse con Tete y conversar de sus antepasados, recordando la hermosa vida que habían tenido.
Vivían aferradas a un tiempo que se fue, pensando que en algún momento podía pasar un milagro y que recuperarían su finca, la casa de la playa y todas sus posesiones, incluidos los panteones del cementerio.
Recordaban con nostalgia sus tiempos de juventud en la finca de su tatarabuelo, el Marqués español, pero sus anhelos no se cumplieron. En la finca ya no había cosechas, la casa de la playa se colapsó ante el inmenso mar y los panteones del cementerio se convirtieron en ruinas que sólo daban cobijo a raíces y plantas, alimentadas por el abono de los restos del Marqués y de otros antepasados.
Fue necesario decir adiós a las obras de arte, a los muebles, a la porcelana fina y a las vajillas de plata. Eran tiempos de supervivencia, había que resistir. Solo los bustos de los abuelones quedaron como recuerdo de su antigua grandeza y significaban mucho para ellas. Bernarda y Lorenza se quedaron en pie manteniendo su orgullo y su honra hasta el final. Este ya había llegado, solo que ellas no se habían percatado.
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Berenice Morales