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LAS CARPAS
IA unas millas al nordeste de Cayo Hueso el azar guiaba la balsa. Traqueaban las sogas en la maderada. Los vaivenes nos tenían entre náuseas y vómitos. Alterné con uno que descansaba, y a pesar de partirse la paleta de mi remo, tuve confianza de sobrevivir gracias a mis socios.
Llevábamos cinco días entre las olas, con tempestades veraniegas. Los cuatro últimos sin comer ni tomar agua, cuando el cielo descargaba los nubarrones. Sentíamos la necesidad de caminar por una base firme y nos mirábamos los pies negruscos. Ariel me dijo que no tendría más peste a chicote. Comenzamos a confundir los nombres y a hablar de apariciones de alimentos. Abel se acordaba de la mujer y hacía como ella en la cama. La existencia de vida se hacía invisible. Gustavo nos alertaba que ya estábamos en el Triángulo de las Bermudas. En condiciones adversas hacíamos chistes y soñábamos aún sin prever que lo peor estaba por venir.
El salitre nos asfixiaba y no había estrellas. Estábamos flotando en un andamiaje de manufacturas y brincábamos sobre el mar. Sin querer tomábamos buches salados. Buscábamos protección con los seis sentidos. Pasábamos como pelota de ping pong de una onda a otra y veíamos las cataratas de las olas. Alguien cayó al mar. Gritamos y no nos oyó. Le pedimos a Dios que nos perdone, que preserve nuestras vidas. José dijo que “el Padre atiende a sus hijos, no a los entenados”. Nos adaptamos a la situación y a nado nos postramos en la balsa. Faltaba Carlos y con la calma de los vientos nos dormimos a la apuesta de la supervivencia.