Autor: Miguel Angel Fraga
Lo había visto todo, hasta la forma en que lo bajaron del auto atado de pies y manos con un pañuelo tapándole la boca. Poco antes, por esas cosas que tienen los niños, ella se había introducido en el pequeño montecillo de uvas de caleta para jugar con su osito de peluche. En la orilla del mar había mucho aire y ambos estaban saturados de arena. Al conversar con su oso repetía las mismas palabras que usaba su madre para amonestar al padrastro.
Lo había acomodado muy cerca de sí cuando escuchó el ruido de un motor y rápidamente pensó que ya la andaban buscando para regresar a casa. Pero hizo bien en no moverse del sitio. Al no escuchar su nombre siguió esperando el llamado de la madre hasta convencerse de que no era su familia quien venía por ella. A una distancia aproximada de cincuenta metros vio a los tres tipos cargando a un cuarto hombre en dirección a la playa. Su primer instinto fue sujetar fuertemente al osito para protegerlo del peligro. Después creyó conveniente quedarse escondida ya que no había sido advertida por esos individuos tan extraños. Con los ojos bien abiertos, de rodillas, pendiente de los movimientos de aquellos, asistió a algo que podría ser un juego aunque extravagante. Aquellos hombres no parecían divertirse con lo que hacían, jugaban muy serios. La persona maniatada se retorcía entre las cuerdas con afán de soltarse sin ningún éxito. Los otros tres, al asegurarse de que no había bañistas en la zona, le dejaron a un lado y comenzaron a cavar en la arena.
La niña impresionada abrazaba a su peluche con grandísima emoción sin comprender la escena. Los hombres trabajaron afanosos durante un buen rato hasta conseguir la profundidad deseada y cargando nuevamente al que yacía amarrado lo metieron dentro del hoyo. Flexionaron sus rodillas y lo reclinaron hacia atrás. Enseguida empezaron a cubrirlo con la arena apilada. Ella los oyó hablar pero no entendía gran cosa. El elegido había quedado virtualmente cubierto; sólo la cabeza sobresalía muy poco sobre la arena. Entonces fue cuando escuchó la voz de la madre.
– ¡AAAAADAAAAA!
Los tres hombres tuvieron un sobresalto. A esta hora, casi anocheciendo, era muy difícil que quedaran turistas en la playa. Se miraron unos a otros, podrían ser descubiertos. Con los pies trataron de terminar el enterramiento, pero a la segunda voz de la mujer decidieron mal acabar el trabajo y huir hacia su auto antes de que fueran sorprendidos.
La niña los vio partir a toda velocidad. Sólo cuando se perdieron allá lejos salió del escondrijo. No tenía prisa pese a que su madre la llamaba con disgusto. Con su osito en brazos se acercó al hombre recién sembrado en la arena y se hincó a su lado. Aún podía distinguir sus ojos, parte de la frente y la nariz. El hombre la miró suplicante. Sudaba frío. Ella lo contempló extasiada al punto de dejar caer el muñeco de peluche. Sus ojos se clavaron en los de la niña y ella ladeando su carita le devolvió la mirada de una manera indiscreta y sonrió. Otra vez la impertinente intervención de la madre.
– ¡ADA! ¿Dónde te has metido, hija?
La figurita de la madre, casi minúscula entre los espacios de mar, arena y cielo, se recortaba sobre el horizonte del paisaje. Estaba acercándose mucho y podía descubrirla junto a aquel desconocido. El tipo no dejaba de mirar a la niña con los ojos salidos de sus órbitas; quizá se alegraba de que otra persona viniera en su dirección. La madre si lo encontraba querría saberlo todo y preguntaría y preguntaría hasta el cansancio llegando a zarandear a la hija con el propósito de obtener la mayor información posible. Volteándose en dirección a la madre dudó sobre lo que debía hacer. Una vez más miró al desgraciado.
– ¡Ada, por favor, no nos hagas esperar! Mira lo tarde que se ha hecho, casi es de noche.
Fue una reacción no programada. Con sus dos manitas decidió acabar la tarea de los hombres extraños que huyeron un momento antes. Quedaba libre, así, de esos ojos que trataban de comunicarle no sé qué cosas. Se paró con agilidad tomando a su oso por una pata y corrió hacia la madre que no dejaba de dar gritos de impaciencia.
En el asiento posterior del auto, de regreso a casa, repasa la aventura de la playa y recuerda aquellos ojos horrorosos que no consigue apartar de su mente.
Qué fuerte, espero que no le suceda nunca más a ningún niño o niña del universo.
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