"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


28 de junio de 2013

Bossie, La balada de un lector sin inspiración, de Eduardo Nabal Aragón

BOSSIE
LA BALADA DE UN LECTOR SIN INSPIRACIÓN


(Entre los muchos documentos de Oscar Wilde, cartas, manuscritos, obras inconclusas, cuentos sin título, poemas sin fecha, arhivados en la Biblioteca Nacional  de Londres,   apareció recientemente un extraño  texto  con la firma de  su amante Lord Alfred Douglas, apodado por Wilde cariñosamente “Bossie”. Un texto  que reproduzco casi en su integridad  ya que algunos párrafos me han parecido comprometidos, sobre todo  sin conocer la verdadera identidad el autor. Este escrito, al ser encontrado,  fue considerado obra de un desaprensivo  que nadie se explicaba cómo pudo acceder al celosamente custodiado conjunto de documentos del gigante de la literatura irlandesa y   fue automáticamente expurgado del  archivo. Se tiró en una papelera situada fuera de lugar, cerca de los bancos donde yo solía pasarme ratos  leyendo,   en la misma papelera  dotada de un pequeño cenicero en el que solía apagar mis cigarrillos. Lo saqué de allí y yo también dude de su autenticidad pero me sorprendió tanto el particular punto de vista como el conocimiento  que el supuesto “gamberro” tenía de algunos aspectos de la figura del Wilde. Debido a, para mí,  su innegable  interés para algunos lectores y lectoras  he decidido ponerlo aquí.)

Querido Oscar:

No he podido casi escribirte porque desde que entraste en prisión han cambiado muchas cosas en mi vida. No quiero comparar tu horrible situación con la mía ni hacerme la víctima, como me has reprochado tantas veces, muchas por boca de otros. Para mí, no obstante, ahora también se han cerrado muchas puertas a la libertad. Esa libertad de la que gozamos antes, tanto y que tú has pagado tan cara. Aunque los periódicos de la época ni siquiera  se atrevieran ya a mencionarte y fueras  un proscrito en esos círculos intelectuales que tanto te alabaron, de los que tantas veces fuiste el centro. Ahora eres el tema de conversación favorito para mucha gente que antes en otros momentos  ni siquiera osaba pronunciar tu nombre. Es curioso que ahora a nuestro amor,  esa pasión que nunca escondimos, se lo llame con superioridad y conmiseración como “El amor que no se atreve a decir su nombre”. Se te respeta y se te admira, aunque continúe el recelo. Eres un gran escritor, pocos expertos lo ponen en duda, y así lo enseñan a los alumnos de todas las edades y los programas académicos. Algunos alumnos son muchachos  de menos edad que esos chicos de la calle, de esos golfillos de cuya compañía  tanto disfrutamos, tú y yo. Te parecerá una paradoja, pero a ti siempre te  gustaron las paradojas más que las metáforas. Y si te acercaste a mí es porque yo en mi mismo era una paradoja andante. Un niño de papá rico y apuesto, que sin embargo, según todos los manuales del emergente señor Freud yo tenía un complejo de Edipo como un castillo y era capaz de cualquier maldad para dañar a mi progenitor, incluso contravenir las  normas de mi clase, mi sexo y mi género. Que te voy a contar sobre mi progenitor que tú no sepas, Oscar. Que digan lo que quieran los psicoanalistas y psiquiatras  metidos a gacetilleros, conferenciantes y autores  de manuales. Pero la historia, los infinitos libros que se han seguido en el curso de eso que los idiomas llaman Historia, y que no son más que historietas que se repiten, en los ríos de tinta que siguen aún hoy corriendo sobre ti lo cierto es que siempre o casi siempre me dejan en un pésimo lugar. Eso a ti, que te revolviste en tu tumba, cuando te dedicaron un panteón y de trasladaron a la Abadía de Wenmister los hipócritas biznietos de los que te condenaron a trabajos forzados,  no te ha podido pasar desapercibido. Yo siempre he sido definido como tu capricho y tu perdición. Cómo el arrogante y malcriado aristócrata que te llevó a la ruina y la deshonra. Tú, yo lo se, nunca me hubieras definido así. Pero que más da ya cuando se han dicho tantas mentiras sobre ti. Cuando se han emitido tantos juicios a la ligera sobre tu verdadera vida. Cuando se han dicho tantas tonterías y se han repetido tantos lugares comunes. Cuando se te han atribuido tantos epigramas que tú jamás hubieras pronunciado y menos aún escrito. Si, todo eso dicen esos lectores sin inspiración que dicen que yo era un horrible poeta y tu fuente de desinspiración, de bloqueo. Decían que armabas broncas en Oxford, bueno, quién no lo hubiera hecho. Un sistema académico  rígido, clasista, donde aún no  tienen un acomodo asegurado ni mujeres ni gays o lesbianas  ni menos aún los estudiantes sin recursos. Un lugar para ricos haraganes en la que los ricos inquietos y revoltosos como tú eran definitivamente señalados. No sabíamos ser discretos, quién sabe si eso fue nuestra perdición o nuestra salvación, nuestro modo de sobrevolar el mundo. Decían que odiabas a las mujeres, tus únicas amigas y confidentes. Y sobre todo dicen ahora, Oscar que yo te llevé a la ruina con mis caprichos de niño egocéntrico y malcriado. Es cierto que odiaba a mi padre, aunque también lo quise a mi modo, la verdad es que odiaba su forma de ser, como te trató, como nos trató a mi madre y a mis hermanos y que hice muchas cosas únicamente para fastidiarle. Pero tu sabes Oscar, aunque las películas y los libros digan otras cosas, que a ti te amé de un modo sincero, que mi cariño fue desinteresado. Hicimos juntos sonadas e imprudentes juergas, pero yo no te arrastré a los chaperos jóvenes ni te expuse a la tentación invencible de la carne jóven. Tú me amaste porque era joven, guapo y diferente y no fui el primero. Y también amaste a Constance, tu santa y paciente esposa,  a tu manera. Como amaste a tu madre que te inculcó ese estrafalario orgullo irlandés, ese nacionalismo irracional. Intentaron indisponernos ti y a mí y al mundo entero, todos aquellos círculos de aristócratas sin cerebro,  incluso también  los hijos de tenderos arribistas, metidos a artistas modernos  o más comúnmente a marchantes de arte. Resulta curioso que ahora los ingleses desfilen ante ese mausoleo construido por las piedras nietas de aquellas que te encerraron durante dos años y medio, como si fueses un antecedente de esa  horrible princesa de las revistas del corazón que se mató en un misterioso accidente de automóvil. Ninguno de estos fariseos que necesita ídolos y líderes derramó una sola lágrima por ti, nadie se sentó ante la cámara para entonar una canción romántica en tus exequias. Tu te  moriste sólo, dejado de lado por algunos de tus compañeros de correrías como el brillante  André Gide o por tus secretamente envidiosos admiradores como ese novelista tan pesado y tan armario, Henry James, del que ahora también se sabe que era un dandy atormentado, un laboroso tejedor de historias,  sólo que sin la pinta ni la gracia de los dandys. No como tú con tu clavel verde, o como yo con mis ojos a veces levemente pintados. Una raya. Yo puse claveles teñidos de color esmeralda  en la fría y solitaria tumba que te dedicaron en el cementerio de París, mucho antes de que robaran tus huesos y los  a Wenmister, mucho antes de que empezaran a escribirse voluminosos simposios sobre ti y tu obra en ese mismo Oxford del que fuiste la gloria y la vergüenza. Ahora contemplo tus obras en las bibliotecas públicas, tus tristes y terribles cuentos de desamor en las baldas a las que sólo pueden acceder los niños. Tú lucha contra la hipocresía ha sido el comienzo de una batalla que parece no tener final, en eso estuvimos juntos, Oscar. Y si vivimos en el recuerdo de los que nos han amado, tu al que te hicieron escribir, muerto de angustia, que todo hombre mata lo que ama, tal vez, por una vez podamos amar de otra manera, dejar de ser hombres, seres humanos como esos que proclamaba la dichosa filosofía clásica, y empezar a sentir pasión por los que ellos se empeñan en matar, asesinar, silenciar, una y otra vez. Muchos te seguimos, entre los fantasmas que arrastran sus cadenas metálicas y herrumbrosas, errabundos a la búsqueda del corazón de oro que nadie puede encerrar para siempre, ni conservar para siempre en los altares de la idolatría sin que las sombras revoloteen a su alrededor, sin que los espectros se revuelvan,  pidiendo justicia.



       Eduardo Nabal

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.