La Noticia
¿Te gusta llamarlo casualidad? Habiendo tantas psicólogas en la ciudad, al mes que se muere tu vieja caes en su teléfono donde una señora amable te dicta una dirección. Con la dirección en la mano te das cuenta que caminas el mismo bosque de tu infancia. Este barrio abandonado por tu familia hace casi 30 años, te ve volver cansada, triste, huérfana.
Los lugares se parecen, alguna calle cambió el nombre. Allá esta tu primer escuela y la iglesia, las plazoletas en rotonda con sus diagonales de bosque; dispuestas para que un niño se pierda aún de la mano de su madre.
Y ese es el problema. Porque ya no hay ni madre. Y las calles están llenas de su mano para cruzarlas, de retos o de caramelos. Algún helado. Y las plazoletas, claro.
La tarde caía cuando encontraste el timbre. Una señora amable te recibió y comenzaste la rutina. Una maraña de razones mezcladas en palabras. Saliendo como podían. Tristezas, duelos, orfandad. Sigo siendo una nena y me quede sola, dijiste entre mocos y llanto. Alguien tiene que haber, retruco la terapeuta. Unos primos, algún tío. Alguien que te devuelva un domingo con fideos, la aburrida navidad.
Después, claro, la devolución del llanto. Las razones del duelo. Las bondades de expresar los dolores afectivos. Todo como retumbado en las paredes porque vos pensas solamente en esos tíos, revisando las listas de familiares lejanos que aun estén con vida.
45 minutos después el otoño te devolvió a la soledad. Las calles del regreso estaban nubladas, con olor a viejo, a irrecuperable.
En la segunda plazoleta doblaste mal. Por despistada. Por casualidad. Pero ahí delante estaba la casa de tu tía, la primer mujer del hermano de tu papá. 30 años y reconociste la terraza, la pequeña reja con alambre artístico, la puerta de madera.
La impresión fue tan grande que te temblaron un poquito las piernas, pero encaraste emocionada como el hijo pródigo en busca del abrazo redentor.
La puerta estaba apoyada sin pestillo. Golpeaste despacio. Tímidamente. Nadie había vuelto a visitarla desde que el tío la abandonó por una vecina con la que se fue a Berazategui y tuvo 7 hijos. Alguna vez mi vieja solidariamente la escucho llorar entre mate y mate mientras yo jugaba en ese patio que podía distinguirse desde la ventana entre abierta.
No respondía. Golpeaste un poco más fuerte, pero aún con timidez. Y si la tía estaba enojada? Y si ya no me reconocía? O, lo que era casi lógico, mi necesidad le importaba tres carajos?
- ¿Quién es? – Una voz anciana y suave respondía desde quién sabe dónde
- Soy María, la hija de Héctor y Norma
- ¿Quién?
- María, la sobrina de Cacho
- Pasá
Al empujar la puerta el hedor húmedo te obligó a fruncir la nariz, la oscuridad era profunda y una lámpara pequeña iluminaba la cocina. Para llegar hasta ella, una carrera de obstáculos, muebles, ropa, discos de vinilo que pisaste sin querer y sin disculparte.
La tía descansaba en una silla mecedora. La vida había sido larga y triste para ella. Sus ojitos casi ciegos, con esas nubes dentro de ellos como si la lluvia se le hubiese incorporado. Delgada, deshidratada tal vez. Con las manos hundidas en un ovillito azul de lana fina, hurgando con sus deditos en él. Tal vez fuera su divertimento.
Te acercaste a besarle la cabeza cuando ella alzó la vista y te asustó un poco. Estaba ciega pero te miraba desafiante.
- Tía, soy yo
Te arrodillaste a su lado y ella nunca dejó de seguirte con los ojos. Ibas a llorar cuando acarició tu mejilla. Y entonces, si. Te abalanzaste sobre su falda implorándole cariño, amor maternal, ternura. Nada, nada de eso te lo merecías por haberla dejado sola, pero realmente lo necesitabas tanto. Todos estos años de ausencias, podía contarte las aventuras de una vida agitada pero entonces vos con tus manos viejitas acariciando mi pelo tiernamente. No pasa nada, preciosa. Pero, tía… No pasa nada, chiquita. No expliques nada. Ya lo se todo. Es que no, tía, pasó algo horrible. Lo sé, ayer vino tu mamá a contarme. No, tía, escuchame. No es necesario, chiquita, mamá me contó todo. Ese encargado tuyo en la fábrica que jode mucho, estate tranquila. No creo que mañana te llame más. Tus hijos son preciosos. Se parecen mucho a vos en los ojos. No te vayas, Normita me dijo que te ibas a asustar. Vení, dale un abrazo a la tía.
Saliste casi sin aire cuando la vecina te asistió en la vereda.
María? Sos María? La hija de Norma? Hijita!! Tantos años. Cuánto lamento la muerte de tu tía. Cómo te enteraste? Cómo anda tu mamá?
¿Te gusta llamarlo casualidad? Habiendo tantas psicólogas en la ciudad, al mes que se muere tu vieja caes en su teléfono donde una señora amable te dicta una dirección. Con la dirección en la mano te das cuenta que caminas el mismo bosque de tu infancia. Este barrio abandonado por tu familia hace casi 30 años, te ve volver cansada, triste, huérfana.
Los lugares se parecen, alguna calle cambió el nombre. Allá esta tu primer escuela y la iglesia, las plazoletas en rotonda con sus diagonales de bosque; dispuestas para que un niño se pierda aún de la mano de su madre.
Y ese es el problema. Porque ya no hay ni madre. Y las calles están llenas de su mano para cruzarlas, de retos o de caramelos. Algún helado. Y las plazoletas, claro.
La tarde caía cuando encontraste el timbre. Una señora amable te recibió y comenzaste la rutina. Una maraña de razones mezcladas en palabras. Saliendo como podían. Tristezas, duelos, orfandad. Sigo siendo una nena y me quede sola, dijiste entre mocos y llanto. Alguien tiene que haber, retruco la terapeuta. Unos primos, algún tío. Alguien que te devuelva un domingo con fideos, la aburrida navidad.
Después, claro, la devolución del llanto. Las razones del duelo. Las bondades de expresar los dolores afectivos. Todo como retumbado en las paredes porque vos pensas solamente en esos tíos, revisando las listas de familiares lejanos que aun estén con vida.
45 minutos después el otoño te devolvió a la soledad. Las calles del regreso estaban nubladas, con olor a viejo, a irrecuperable.
En la segunda plazoleta doblaste mal. Por despistada. Por casualidad. Pero ahí delante estaba la casa de tu tía, la primer mujer del hermano de tu papá. 30 años y reconociste la terraza, la pequeña reja con alambre artístico, la puerta de madera.
La impresión fue tan grande que te temblaron un poquito las piernas, pero encaraste emocionada como el hijo pródigo en busca del abrazo redentor.
La puerta estaba apoyada sin pestillo. Golpeaste despacio. Tímidamente. Nadie había vuelto a visitarla desde que el tío la abandonó por una vecina con la que se fue a Berazategui y tuvo 7 hijos. Alguna vez mi vieja solidariamente la escucho llorar entre mate y mate mientras yo jugaba en ese patio que podía distinguirse desde la ventana entre abierta.
No respondía. Golpeaste un poco más fuerte, pero aún con timidez. Y si la tía estaba enojada? Y si ya no me reconocía? O, lo que era casi lógico, mi necesidad le importaba tres carajos?
- ¿Quién es? – Una voz anciana y suave respondía desde quién sabe dónde
- Soy María, la hija de Héctor y Norma
- ¿Quién?
- María, la sobrina de Cacho
- Pasá
Al empujar la puerta el hedor húmedo te obligó a fruncir la nariz, la oscuridad era profunda y una lámpara pequeña iluminaba la cocina. Para llegar hasta ella, una carrera de obstáculos, muebles, ropa, discos de vinilo que pisaste sin querer y sin disculparte.
La tía descansaba en una silla mecedora. La vida había sido larga y triste para ella. Sus ojitos casi ciegos, con esas nubes dentro de ellos como si la lluvia se le hubiese incorporado. Delgada, deshidratada tal vez. Con las manos hundidas en un ovillito azul de lana fina, hurgando con sus deditos en él. Tal vez fuera su divertimento.
Te acercaste a besarle la cabeza cuando ella alzó la vista y te asustó un poco. Estaba ciega pero te miraba desafiante.
- Tía, soy yo
Te arrodillaste a su lado y ella nunca dejó de seguirte con los ojos. Ibas a llorar cuando acarició tu mejilla. Y entonces, si. Te abalanzaste sobre su falda implorándole cariño, amor maternal, ternura. Nada, nada de eso te lo merecías por haberla dejado sola, pero realmente lo necesitabas tanto. Todos estos años de ausencias, podía contarte las aventuras de una vida agitada pero entonces vos con tus manos viejitas acariciando mi pelo tiernamente. No pasa nada, preciosa. Pero, tía… No pasa nada, chiquita. No expliques nada. Ya lo se todo. Es que no, tía, pasó algo horrible. Lo sé, ayer vino tu mamá a contarme. No, tía, escuchame. No es necesario, chiquita, mamá me contó todo. Ese encargado tuyo en la fábrica que jode mucho, estate tranquila. No creo que mañana te llame más. Tus hijos son preciosos. Se parecen mucho a vos en los ojos. No te vayas, Normita me dijo que te ibas a asustar. Vení, dale un abrazo a la tía.
Saliste casi sin aire cuando la vecina te asistió en la vereda.
María? Sos María? La hija de Norma? Hijita!! Tantos años. Cuánto lamento la muerte de tu tía. Cómo te enteraste? Cómo anda tu mamá?
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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.