"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


26 de junio de 2013

Alguien voló sobre el nido de Cuca, de Eduardo Nabal Aragón

ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DE CUCA


Cuca se ha despertado la primera. Las infusiones que le recomendó la Luisa han tenido el mismo efecto de siempre, o sea, ninguno. Su hijo Teo, el más madrugador, se quedó anoche jugando a la Play-Station casi hasta las cuatro de la mañana, cuando fue sorprendido por su padre. Cuca se refiere siempre a su marido como su padre, o tu padre o vuestro padre, o papá, en definitiva el progenitor de sus tres vástagos. Nunca lo llama por su nombre de pila y las conversaciones entre ambos suelen ser escuetas -salvo cuando hablan de sus hijos, a los que sigue llamando los niños, aunque el mayor, ya casado, tiene cuarenta y tres años. Su marido es un hombre de pocas pero contundentes palabras. Las dos últimas conversaciones largas que tuvieron, no referidas a los niños, fueron sobre la cuenta telefónica, engordada sobre todo por Teo, que todavía no tiene móvil y sobre métodos anticonceptivos. Cuca salió perdiendo, como pudieron constatar sus vecinas, sus dos únicas amigas, ocasionalmente rivales y casi enemigas, la Luisa y la Cleo; cuando ella ya no pudo ocultar su incipiente gordura y se confió a ellas, ofendidas por el silencio de ésta. Esas eran del tipo de noticias que ellas deseaban tener frescas y obtener de primera mano. Pero Cuca tuvo un aborto espontáneo, era demasiado mayor, y aunque internamente se sintió aliviada nunca se lo dijo a nadie. Ni siquiera a su marido. Nunca a su marido.
Cuca sabe que la Luisa es la Luisa, siempre se ha llamado así, y que Cleo es el diminutivo de Cleopatra, como la reina egipcia que hacía Elizabeth Taylor en el cine, tan guapa y majestuosa, aunque según le ha contado su hijo Roberto, al que le gusta mucho el cine, cayó gravemente enferma después del rodaje. Tanto calor, maquillaje y viajes de aquí para allá. Que si Cesar que si Marco Antonio. Envenenada por una culebra. Culebrón. Claro una película tan larga, es como pasar muchas horas y horas fregando y preparando la comida. Esa es de esas películas de siempre, de las que ponen todas las navidades o en Semana Santa, como la vida de Cristo o como aquella del ángel que resucita y cantan villancicos en familia o ponen el árbol si este año llega para árbol. Esa también la ve todos los años, es muy bonita aunque sea en blanco y negro.
Cleo se hace llamar la Cleo porque se avergüenza de su verdadero nombre, ha escogido un diminutivo. Cuca, que no sabe cómo es su nombre en versión larga, no entiende el motivo de tanta timidez y coquetería. Ya le gustaría a ella llamarse como una reina tan famosa, tan guapa, del cine y de Egipto.

El hijo menor de Cuca está en lo que el psicólogo del instituto llama en su jerga la etapa adolescente, saca malas notas, falta a clase y se pelea con las niñas y las profesoras. Pero el que más preocupa a Cuca, es Roberto, el segundo empezando por abajo, al que todos llamaban maricón en el colegio y ahora parece que tiene un novio, aunque Cuca no está segura, nunca se lo ha dicho ni ella se lo ha preguntado. Son comentarios, intuiciones,  cosas que se oyen. Un día estuvo a punto de preguntárselo pero Cuca presiente que Roberto prefiere no hablar de ello con nadie. De hecho está cada vez más lejos de ella y, sobre todo de su padre, educado a la antigua usanza, poco apto para  aceptar ningún tipo de  novedades.

Cuca ha empezado a perder la memoria, a tener fallos de coco, como lo llama la Cleo, que es despistada de siempre, pero que siempre se las arregla para salir de apuros. Controla los vértigos respirando hondo. Aunque ni su marido ni sus hijos parecen tomarla demasiado en serio cuando habla de sus olvidos, Cuca ha empezado a preocuparse. Su amiga, la farmacéutica de la esquina, le ha recetado unas pastillas de hierro y fósforo pero ella no ha notado una gran mejoría. Por el contrario, unas semanas después de empezar a tomarlas se dejó media compra en el supermercado y no se acordó hasta que su marido le pidió unas cuchillas de afeitar y su Teo, el pequeño, los yogures de plátano y galleta que tomaba todos los sábados.

Cuca pensó que tal vez necesitaría la ayuda de algún profesional, aunque no era muy amiga de los médicos, desde que su hijo Carlos, el mayor, tuvo ese accidente de moto -que hasta salió en el periódico local y todo- y tardó tanto tiempo en recuperarse y encima los del hospital no lo atendían como Dios manda. Se resistían a darle la baja, porque no era para tanto. Tal vez un médico no fuera lo apropiado pero Jesús, el psicólogo que estuvo viendo a Carlos, aquel chico joven tan majo, tan apuesto y tan serio pudiera ayudarla. Aunque su hijo dijera que a él no le había ayudado en nada y ella no hubiera entendido muy bien por qué si no le había ayudado en nada había ido tantas veces a verle y se habían gastado tanto dinero en la consulta. Bueno, aunque Jesús, al que seguía cruzándose por la calle casi todas las semanas pues vivía a pocas manzanas de su casa, no le hubiera servido de nada a Carlos tal vez pudiera ayudarla a ella, o al menos recetarle algo en condiciones porque las pastillas de hierro y fósforo de la Farmacia seguían sin hacerle demasiado efecto. Casi ningún efecto.

El despacho de Jesús estaba más desordenado de lo habitual. Al lado del fijo estaba el móvil y al lado del Whasapp había una pila de papeles acompañada por dos relojes parados y un cenicero que delataba que acaba de ser lavado en secreto. Jesús tecleaba en el ordenador cuando entró Cuca. Ella salió de allí pensando que no había logrado explicarse bien y con una citación para ver al médico de cabecera. Hacía años que ella no acudía a verlo y aunque no tenía ninguna gana se prometió cumplir lo que recomendaba el psicólogo.

Desde que tomaba los tranquilizantes al acostarse y los antidepresivos se levantaba automáticamente y se ponía a hacer  la faena. Cuca vivía en una especie de limbo que, no obstante, se rompía siempre a alguna hora del día para mostrarle la vida con la luz más cruda posible, sin cortafuegos. Su marido, ya mayor, había empeorado, Roberto había empezado a beber algo de más  y Teo había suspendido  casi todas sus asignaturas. Un día se acercó al cuarto de Roberto, creyéndolo dormido o medio borracho y en cambio lo encontró llorando desconsoladamente sobre su almohada. Se acercó a él y le preguntó que le pasaba. “Nada” fue la respuesta de Roberto, que comenzó a ponerse el pijama. Cuca no insistió y salió de la habitación en dirección al cuarto donde su marido ya se estaba acostando, o así lo indicaba el sonido del programa deportivo radiofónico de los domingos. “Nada”, “Nada”, “Nada”, resonó en los oídos de Cuca. Eso era lo que sentía ahora, con la nueva medicación, “Nada”. Un vacio aterrador. Nada. Cuando se acostó sintió un frío terrible y rehusó la caricia de buenas noches de su marido. En su lugar empezó a reír y a llorar descontroladamente, lo que provocó que éste apagara la radio, la levantará y le preguntara que ocurría, sacudiéndola “Que te pasa, mujer? “Nada”, “Nada”, “nad”, “na”.

Roberto se levantó temprano para no llegar tarde al turno de visitas, de doce a una menos cuarto del mediodía, justo antes de la comida, del hospital próximo donde estaba su madre. Hacia un sol engañoso y el camino se le hizo más largo de lo habitual. Solo el sonido de una moto le alegró pues se acordó de aquel chico con el que estuvo la semana pasada.  Ya se había acostumbrado a esa rutina, y el verla había dejado de provocarle el sudor frío de la noche que la internaron o el temblor de manos de las primeras expediciones a las afueras de la ciudad para llevarle alguna cosa.
Sabía que su madre además del equilibrio mental estaba perdiendo totalmente la memoria. Nunca recordaba la anterior visita y a veces ni siquiera sabía dónde estaba, creyendo que sus compañeras de cuarto eran Luisa y Cleo, hasta que estas le hablaban y entonces ella se sumía en un apagado mutismo, desconcertada. Roberto llegó por fin al hospital. Los familiares se agolpaban ya en la puerta de entrada, metálicamente blindada. No tenía mucha paciencia en esas situaciones. Un enfermero robusto  con expresión de mal humor les dejó pasar. Roberto buscó a su madre en la habitación pero no estaba allí. Entonces se dirigió directamente  a la sala de la televisión.

Allí estaba Cuca, apartada del grupo de personas de diferentes edades, aunque casi todas mayores, que veían la programación matutina. Un lugar frío y desangelado. El brillo del technicolor contrastaba con el aspecto en blanco y negro del lugar. Estaba en una mesa, sentada, leyendo una revista del corazón, ajena  al sonido chillón de la tele y al metálico del  entorno hospitalario. Roberto le dio un beso suave pero no consiguió que hablara gran cosa. Comía bien y no se encontraba mal, sólo se quejaba de que el médico tardaba mucho en recibirla y cuando lo hacía apenas estaba diez minutos con ella. Nunca tenía noticias del día de su alta. Si es que llegaría algún día. No participaba mucho en las actividades de grupo.  Él le entrego el paquete con ropa limpia y una tableta de chocolate, que debía comerse allí mismo, antes de que llegaran a inspeccionar las enfermeras, como ratoncillos blancos en busca de infracciones. Comió lentamente y sin apenas abrir la boca y Roberto sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Le limpió los labios, teñidos de marrón claro, con un escueto kleenex y contuvo las lágrimas al verla masticando como un bebé. Cuando terminó el tiempo de visitas se despidió con otro beso en la mejilla, a la vez tersa y arrugada, de su madre. Ella apenas pareció notarlo. La sentía lejos, muy lejos. Pero cuando se levantó para irse lo sujetó de la mano con un movimiento seco, atrayéndolo hacia sí y mirándolo a los ojos con una extraña expresión de lucidez le preguntó al oído  con voz clara y  serena:

¿De qué nombre es diminutivo Cuca?

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.